A la unidad por el euro
Sin temor a exagerar, puede afirmarse que las decisiones adoptadas en el Ecofin en la madrugada del domingo pasado conjuraron una parte significativa de las amenazas que pesaban sobre la estabilidad de la eurozona. La creación del fondo de estabilización financiera, por un total de 750.000 millones de euros, y la disposición del BCE a intervenir en los mercados de bonos públicos y privados constituyeron las dos decisiones más extraordinarias que Europa ha adoptado desde que se inició la dinámica de integración. Constituyen episodios muy significativos en la dirección necesaria de fortalecimiento de la coordinación de políticas económicas. Importante en la concepción y articulación de esas históricas decisiones ha sido la contribución del Fondo Monetario Internacional (FMI), una institución cada día más próxima a una verdadera gobernación global. Nunca antes, desde la creación del euro en enero de 1999, se habían concentrado en la eurozona perturbaciones de tanta gravedad. No sólo en los mercados de deuda pública, origen de las tensiones, sino en el conjunto de los mercados financieros denominados en euros.
La consecuencia fue una muy pronunciada depreciación del tipo de cambio efectivo nominal del euro. La presunción de que las autoridades económicas nacionales y comunitarias podrían prorrogar la inacción o confusión en la adopción de decisiones no sólo puso de manifiesto en peligro a los mercados de deuda de las economías periféricas, España entre ellas, sino la integridad del área. Pasaron a cobrar cierta verosimilitud las presunciones de fragmentación, segmentación o autoexclusión de algunos países de la moneda única. Un escenario para el que no existían referencias empíricas relevantes y que con razón alimentó la sobrerreacción de las cotizaciones de las variables financieras, hasta contaminar a otras regiones. Los inversores acudían a los refugios y alimentaban las posiciones vendedoras de euros. De no haber mediado la intervención singular del Ecofin, el resultado no se habría limitado a debilitar seriamente la eurozona; también habría afectado a la UE. Afortunadamente no fue así.
Con todo, las decisiones adoptadas, siendo valiosas, no constituyen la completa garantía de que ese tipo de tensiones no vuelvan a aparecer. Es verdad que los incentivos a especular contra la deuda pública en euros, sobre la presunción de que no habrá auxilio colectivo, ya apenas existen, pero la suficiencia de los fondos disponibles dependerá de la capacidad de los Gobiernos para mantener una senda creíble de saneamiento de las finanzas públicas. Es en este contexto en el que hay que entender las exigencias a los Gobiernos de esas economías más amenazadas consistentes en profundizar en sus planes de saneamiento financiero, como lógica contrapartida a esa suerte de aval que suponen las decisiones comunes adoptadas. Sería conveniente que esa supervisión más estrecha de las políticas presupuestarias de las economías de la eurozona se tradujeran en avances hacia la necesaria coordinación política, sin que a los Gobiernos, desde luego no al español, le deban doler prendas por la aparente cesión de soberanía formal que pueden suponer. El verdadero y definitivo auxilio del euro tendrá lugar cuando la unión económica y política sea un hecho.
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