Los candidatos libran la batalla de la imagen
Mucho más suelto que en la primera edición del debate, agresivo, pero sobre todo muy seguro de sí mismo, David Cameron se reveló ante la audiencia como un líder resuelto a ganar la batalla de la imagen, del cambio, para motivar a tantos votantes indecisos. Que lo consiguiera todavía está por ver, porque el liberal-demócrata Nick Clegg, verdadero objetivo a batir si los conservadores pretenden hacerse con la mayoría parlamentaria, reeditó su impecable actuación del jueves anterior y siguió encarnando el mensaje de la convicción: "Nosotros hacemos las cosas de forma diferente a los dos viejos partidos".
A lo largo de los 90 minutos de emisión, los espectadores no tuvieron en un solo instante la sensación de que el escenario político regresaba a la "normalidad", ese pulso entre laboristas y tories que parecía decisivo al arrancar la campaña. El fenómeno Clegg, propulsado a raíz del primer debate, define las nuevas reglas del juego.
Cameron supo acomodarse bien, reteniendo sus postulados de fondo pero con un cambio sustancial a la hora de presentarlos. La audiencia pudo ver a un líder de la oposición que suele lucirse en las lizas parlamentarias, a un candidato de respuestas ágiles e incisivas, también mucho más distendido en el lenguaje gestual. Incluso liberó ese pelo engominado, tan al estilo del viejo establishment, que lucía una semana atrás, y sustituyó el azul de la corbata por un violeta repleto de posibilidades: su partido, dijo, no sólo está teñido del azul conservador, sino también del verde del ecologismo y de otros muchos más (defendió el aborto y los derechos de los gays).
"Estoy de acuerdo con Gordon", admitió en un momento del debate, dejando claro que lo que allí se medía era su capacidad para pinchar el globo liberal-demócrata. Más de un publicista sentenciaría que ese cambio de piel no logró igualar los aires refrescantes aportados por Clegg, educado como él en centros privados y, sin embargo, capaz de disociarse de la imagen elitista que desprende Cameron. El liberal demócrata consigue resultar el más cercano al hombre de la calle de los tres. Pero el Clegg que volvió a comparecer ante las cámaras ya no era aquel aspirante revelación libre de lastres, sino un candidato forzado a explicarse sobre cuestiones espinosas (el rechazo al programa Trident o sus convicciones europeístas) que han permitido a la prensa conservadora dibujarle como un peligroso radical. Resistió el envite y nunca se le vio contra las cuerdas. Clegg es lo que los anglosajones denominan un natural, un hombre que sí sabe mirar a la cámara.
De esa cualidad carece, a todas luces, el primer ministro saliente. Sería injusto afirmar que Gordon Brown ejerció de mero comparsa, porque sus respuestas estuvieron bien articuladas e incluso se marcó algún que otro tanto. Es el formato, ese tono tan plano, su imagen algo mortecina y sus dificultades para conectar con el público, lo que le convierte en la pesadilla de cualquier asesor. Cuando la economía avanza boyante esas cuestiones tienen una importancia relativa, pero en el actual contexto de crisis son la encarnación misma del peso de 13 años de Gobierno laborista.
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