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Columna
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Poesía y pensamiento

Chantal Maillard

La pregunta por la relación entre poesía y pensamiento ha llegado a ser uno de los tópicos de los encuentros poéticos. Aparentemente, el tema da para mucho, pero una termina preguntándose si no será ésta otra de tantas falsas dicotomías que se inventan, al nombrarlas, para poder hablar de algo, que de eso, al fin y al cabo, se trata.

Obtuve la respuesta de repente, mientras leía el Fiat umbra (Pre-Textos) de Isabel Escudero cuando, al darme cuenta de que levantaba los ojos del libro y me quedaba con la mirada perdida después de la lectura de uno de sus fragmentos, recordé un ejemplo que ponía Miguel Palacios en sus clases de Ética: el que lee filosofía, decía, levanta a menudo la cabeza, como hace un pájaro al beber. Así, lo leído se filtra, como el agua en la garganta del pájaro, y se asienta en el entendimiento. Pues bien, tomé conciencia, en ese instante, de que no estaba leyendo un ensayo sino unos poemas y que, sin embargo, hacía el mismo gesto; la misma necesidad había de dejar que el agua se filtrase y hallase su camino hacia el núcleo. Si, pues, para beber el verso hay que levantar la cabeza, ¿qué diferencia existía entre el poema y el pensamiento?

No obstante, fiel al principio de sospecha, volví a la pregunta: ¿era realmente el mismo gesto? ¿Acaso no había, en la recepción de un buen poema, además del placer del entendimiento, un cierto paladeo? Ciertamente, el verso se "saborea". Y esto, el sabor, al que los filósofos de la India llamaban rasa, es algo que viene dado por la buena elaboración, por la sabia combinación de los ingredientes. No otra cosa es la poíesis.

Pero si bien la poíesis es el arte de hacer poemas, el poema no es la poesía. El poema es algo más. Nos abre una ventana, a veces pequeña, a veces grande, sobre el mundo. Nos cuenta algo que, sin saber, sabíamos, y que reconocemos. El poema es una evidencia que nos asombra. Derrida lo comparaba con un erizo. Lo encontramos indefenso, hecho una bola en la autopista, y nos dan ganas de cogerlo, de protegerlo porque allí, muy a ras de suelo, murmura, dice algo muy bajito. Algo importante. Pero sin aspavientos. Y repetimos lo que murmura, nos lo aprendemos de memoria (par coeur) y el corazón, entonces, el corazón que no había, se hace.

Este hacerse el corazón no es cosa de artificio. Es tiempo de deponer las ansias, los poetas, y estar atentos. Caracol, mejor que erizo, el poema -y el poeta- es la más humilde de las criaturas. Indefenso pero ligero, lleva consigo su casa, su morada; la construye con su propia saliva a medida que va creciendo. Así ha de ser el poeta para los tiempos que vienen. Humilde, anónimo si pudiera. Porque lo que dice, lo dice para todos y es en boca de todos cuando halla cumplimiento.

Vuelvo al Fiat umbra. A medio camino entre el haiku y la sentencia popular o la métrica breve castellana, estos "farolillos" expanden su luz en mi penumbra. Brevemente, a modo de estampas para la imaginación o para la inteligencia, permitiendo ese sesgo de la mente que tanto abreva. Sirvan de ejemplo para lo dicho. Beber un sorbo y levantar la cabeza. Como el pájaro.

Chantal Maillard (Bruselas, 1951), premio Nacional de Poesía en 2004, ha publicado recientemente Hilos (Tusquets, 2007, Premio de la Crítica 2008) y, en colaboración con Óscar Pujol, Rasa: el placer estético en la tradición india (José J. de Olañeta, 2007).

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