Bielorrusia no es Ucrania
Lukashenko ha aplastado la ilusión democrática inspirada en la 'revolución naranja'
"Los fracasos que se han producido después de la revolución naranja nos han creado dificultades". Stanislav Shushkévich, ex líder del Parlamento de Bielorrusia, se refería a su país después de las elecciones presidenciales. En la madrugada del 24 de marzo, la policía desmanteló el precario campamento de la resistencia a Alexandr Lukashenko en la plaza de Octubre de Minsk. La variante bielorrusa de las "revoluciones" de colores que se han sucedido desde 2003 había sido abortada.
Shushkévich, uno de los tres líderes eslavos que en 1991 disolvieron la URSS, se opone, como otros intelectuales de su país, al régimen del autoritario Lukashenko. En unas declaraciones a un periódico ucranio sacaba varias lecciones de las protestas en Bielorrusia: la primera es que no basta con imitar a los vecinos, para que la revolución se produzca. La segunda, que los manifestantes eran más "románticos que pragmáticos".
Los dictadores, como el de Minsk, no sólo quieren ser aprobados, sino adorados
Las diferencias entre Bielorrusia y Ucrania son notables. El pluralismo de los medios ucranios está en las antípodas del panorama informativo de un país que se ha ido cerrando al mundo desde la llegada de Lukashenko al poder en 1994. En Bielorrusia se ha asfixiado a la prensa crítica y los medios alaban al líder o evitan las disidencias. La televisión emite reportajes exageradamente críticos con los países ex soviéticos que se democratizan y denuncia conspiraciones internacionales contra el país.
En otoño de 2004, Leonid Kuchma no empleó la violencia contra la Revolución Naranja. En marzo de 2005, Lukashenko acabó perdiendo la paciencia. Para los demócratas ucranios Kuchma era la encarnación del tirano, como lo es ahora Lukashenko para los demócratas bielorrusos. Ambas figuras están ensombrecidas por algunas desapariciones. En Ucrania, las del periodista Grigori Gongadze, y en Bielorrusia, las de tres políticos, un hombre de negocios y un cámara de televisión. Kuchma llegó a ser visto como un personaje embarazoso en Occidente, pero nunca tanto como el bielorruso, al que se le cierran las puertas de Europa y EE UU.
El nacionalismo ucranio se identifica en gran parte como antirruso; no así, el bielorruso. Si el presidente de Ucrania, Víctor Yúshenko, aspira a integrarse en la OTAN, Bielorrusia quiere jugar en el terreno ruso o a lo sumo ser neutral, como propone la oposición. Lukashenko llegó a verse como futuro presidente de la unión ruso-bielorrusa cuando Borís Yeltsin estaba en plena decadencia, pero Putin frenó sus ambiciones. Los funcionarios bielorrusos hablan de su país como de una "víctima" que ha sufrido mucho a lo largo de la historia, y sobre todo durante la II Guerra Mundial. El régimen recurre a las imágenes bélicas para subrayar que los bielorrusos viven hoy en una envidiable paz.
En Ucrania el individualismo siempre ha sido mayor que en Bielorrusia. Los bielorrusos no han acabado de perfilar su proyecto de país, en parte porque se ha disuelto la élite intelectual local, que impulsó la perestroika y la independencia. Los escritores Alés Adamóvich o Vasili Bíkov han muerto y Svetlana Alexiyévich, autora de críticas obras sobre Afganistán o Chernóbil, reside en el extranjero. La Universidad Humanitaria Europea, un prestigioso centro bielorruso, ha tenido que instalarse en Lituania, después de que Lukashenko la ahogara con disposiciones ridículas. Nada de todo esto ha ocurrido en Ucrania, donde tanto ahora como en los tiempos de Kuchma ha habido un clima de pluralismo intelectual y las ONG extranjeras han actuado con libertad.
En Ucrania, la política lingüística causa tensiones entre ucranoparlantes y rusoparlantes. En Bielorrusia, el bielorruso, débil en su propio país, ha perdido terreno ante la presencia avasalladora del ruso. En Kiev, hay padres que se quejan del recorte de oportunidades para educar a sus hijos en ruso. En Minsk, las quejas son al revés. El liceo independiente en lengua bielorrusa, que dirige Vladimir Kolás, es prácticamente clandestino. Tanto en Ucrania como en Bielorrusia las zonas orientales tienen influencia rusa y las occidentales, polaca.
Hay quien atribuye la excelente organización de los ucranios durante la revolución naranja a las tradiciones de los cosacos. Éstos y sus jefes, los getman, son hoy objeto de culto histórico en Ucrania, donde el souvenir por excelencia es el cetro de getman. En Bielorrusia, el héroe histórico es el partisano, que combatía a los ocupantes nazis amparándose en los bosques pantanosos. De los dos líderes de la oposición, Alexandr Kozulin y Alexandr Milinkévich, el primero podría ser comparado con un partisano, por su forma de aguijonear a Lukashenko. Milinkévich, en cambio, da más el perfil de un intelectual disidente del pasado siglo en lucha contra algún régimen comunista centroeuropeo. Como los líderes de la revolución naranja, Milinkévich y Kozulin tuvieron cargos en el sistema al que combaten, el primero como vicealcalde de Grozno y el segundo como rector de universidad.
Los politólogos rusos insisten en que las revoluciones son financiadas por Occidente con aviesas intenciones para Rusia, olvidando que la mayoría de programas de ayuda a la democracia y a la sociedad civil son públicos y que la misma Administración rusa se ha beneficiado de ellos. En Bielorrusia, las becas del extranjero tienen que ser autorizadas por la Administración presidencial. "Quienes piensan que tenemos ríos de dinero para financiar a la oposición no saben cómo es la burocracia de Bruselas", afirmaba un diplomático europeo en Minsk. En Bielorrusia, la resistencia al régimen se ha fortalecido, pero la sociedad vota mayoritariamente a Lukashenko. Éste no se conforma con ganar, sino que reclama un porcentaje de más del 80%. Los dictadores no sólo quieren ser aprobados, sino adorados.
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