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Reportaje:EL PAÍS / | Novela histórica

El inolvidable emperador tartamudo

'Yo, Claudio', la gran novela de Robert Graves, se ofrece mañana con EL PAÍS por 2,5 euros, y su continuación el martes

Robert Graves escribió cinco novelas sobre el mundo antiguo. Son Yo, Claudio (1934), su continuación Claudio el dios y su esposa Mesalina (1935), El conde Belisario (1938), El vellocino de oro (1944) y La hija de Homero (1955). Viendo los títulos ya se advierte que en ellas evoca épocas muy diversas dentro de la historia y la mitología grecolatinas: la Roma imperial de Augusto y sus sucesores, el Bizancio de tiempos de Justiniano, el viaje mítico de Jasón y los Argonautas y la época arcaica en que se escribió La Odisea (según Graves no compuesta por Homero, sino por una joven princesa de Sicilia). El poeta y novelista, que había estudiado en Oxford griego, latín y literatura clásica, aprovechó muy bien sus conocimientos sobre el mundo antiguo, por el que siempre sintió una notable atracción, para componer estos relatos. Recordemos que fue también traductor de Suetonio, Lucano, Apuleyo y Homero, además de compilador y autor del amplio diccionario de Los mitos griegos.

Graves ofrece un retrato feroz y divertido de la corte imperial de Augusto
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Pero sobre el trasfondo de un buen conocimiento histórico, los relatos de Graves destacan ante todo por su vivaz representación de ese mundo lejano. Tenía un gran poder para evocar vivazmente épocas y figuras del pasado, como si los antiguos dramas resurgieran ágiles en sus prosas. Pensaba que, con una clara imaginación e iluminación poética, podía "resucitar a los muertos", según escribió en un poema que es justo citar aquí:

"Resucitar a los muertos / no es ningún acto de magia, / pocos hay que estén enteramente muertos: / sopla sobre las brasas de un difunto / y verás arder una llama viva. / Deja que sus olvidadas penas vivan ahora, / y ahora sus marchitas esperanzas. / Somete tu pluma a su escritura / hasta que resulte tan natural / firmar con su nombre como el tuyo propio".

Yo, Claudio, como ya indica el título, está escrito en primera persona. Como si fuera una autobiografía o unos apuntes de las memorias del emperador Claudio. La idea de componer así el texto, como si fuera una confesión personal del ambiguo sucesor de Calígula, se le ocurrió a Robert Graves en septiembre de 1929, después de una lectura de los textos de Tácito y Suetonio referidos a este emperador, como contaba con precisión el propio Graves. Claudio había sido, según esos historiadores romanos, un personaje bastante lamentable, desde que llegó al trono casi por azar, tras la muerte del depravado Calígula: torpe, tartamudo, erudito y cruel, estuvo casado primero con la lúbrica y viciosa Mesalina y luego con la ambiciosa Agripina, que lo liquidó con un oportuno veneno. Su sucesor, Nerón, hijo de Agripina, celebró su apoteosis, es decir, su conversión en dios tras la muerte (como se había hecho con Augusto y se haría con otros emperadores), pero en el poema Apolokyntosis ("transformación en calabaza"), compuesto por Séneca, se decía que "renacer como calabaza" era lo adecuado a los méritos de Claudio.

Graves reconstruye su imagen -y la de su mundo, la familia de Augusto y la corte imperial de Roma- dándole la palabra al disimulado Claudio en sus memorias. En esos apuntes secretos (continuados en Claudio el dios y su esposa Mesalina, que EL PAÍS ofrece el martes) el taimado emperador, un testigo lúcido e implacable de su tiempo, traza un retrato feroz y divertido de su familia y su tiempo, de la corte imperial del poderoso Augusto y su esposa Livia. Bajo la púrpura de la corte romana, donde Augusto ha ido forjando su poder absoluto, Claudio revela la sórdida y sanguinaria crónica de la familia, asistiendo como el más inteligente testigo de tanta depravación a un drama de múltiples episodios. El novelista se ha documentado minuciosamente -a través de Tácito, Suetonio, y los redactores de la Historia Augusta- para recrear el ambiente romano y sus intrigas palaciegas con una singular frescura y fuerte color. Aquí están, en un primer plano, las figuras de los miembros de la dinastía julio-claudia, vistos de cerca, con la intimidad que el suspicaz y sufrido Claudio, considerado el idiota de la familia, podía permitirse. Era una gran época histórica.

Tras una sanguinolenta y triunfante carrera hacia el poder absoluto, el astuto Augusto lo había logrado. Bajo las apariencias más honorables, ahora como príncipe bendecido por los dioses, el dueño de la Roma senatorial y restaurada, gobernaba desde la cima de su mundo. Pero la mirada del suspicaz e irónico Claudio nos describe ese tinglado imperial visto de cerca. La sensualidad, el lujo, la ambición, la hipocresía, la traición, la crueldad, la superstición, montan en ese escenario familiar un juego trágico. La corte imperial es una especie de selva feroz y refinada que el sagaz y callado Claudio explora y describe con su aguzada pluma. "La concentración de maldad que se encuentra en alguno de los personajes femeninos del libro, particularmente en Livia Drusila, añade otra fascinante dimensión a la novela" (M. Seymour-Smith). Los personajes de la novela están descritos a través de sus actuaciones y conversaciones, las escenas tienen un aire muy fresco y directo, todo el ambiente está presentado con una ironía y un talento teatral que acredita el talento dramático y la gran imaginación del narrador. (Acaso en la figura del titubeante e irónico Claudio late una "oblicua caricatura" del propio Graves).

La novela de Graves representa una relectura y reinterpretación audaz de la figura de Claudio y su época. En lugar del tipo necio y cobarde de Suetonio y Tácito, su Claudio es un relator irónico y lúcido, que se disfraza de imbécil para sobrevivir en el ambiente perverso y peligroso de la corte augústea. El poeta Graves creía en su empeño de averiguar una verdad distinta a la versión oficial acreditada por los relatos históricos. Reivindicar a un emperador romano, dándole a él la palabra para su apología, se ha repetido en otras novelas. (Podemos leer otras falsas memorias de Augusto, Tiberio, Calígula, Agripina y Nerón, y desde luego las de Adriano). Pero Yo, Claudio destaca sobre todas por su lograda pintura de la época, por sus ágiles diálogos y su gusto por las anécdotas, en definitiva, por su gran estilo, unido al magnífico dominio de sus fuentes. No camufla en el texto ninguna ideología, pero deja percibir, bajo el cálamo con el que el emperador tartamudo escribe sus ácidas memorias, una honda melancolía y un hondo escepticismo acerca de la alta sociedad, las retóricas del poder y las luces de la historia.

A un siglo de distancia de Los últimos días de Pompeya (1834), y algo antes de Los idus de marzo, de T. Wilder (1948), y Memorias de Adriano, de M.Yourcenar (1951), Yo, Claudio es, sin duda, una de las mejores novelas históricas sobre el mundo romano. Fue pronto llevada al cine y más tarde a una serie televisiva de notable fidelidad y gran éxito, en justo homenaje a la agudeza psicológica y el talento escénico del novelista.

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