Asimilación tergiversadora
Propugnaba el inolvidable Arturo Soria y Espinosa (El labrador del aire. Ediciones Turner, Madrid, 1983) que frente a la asimilación tergiversadora se reaccionara con la clarificación sancionadora. A ese principio deberíamos atenernos cuando se nos brinda el penoso espectáculo de apropiación indebida intentado por José María Aznar de esa figura de la transición en que hemos convertido entre todos a Adolfo Suárez, colocado en la hornacina para el culto colectivo, después de que hubiera concluido su carrera política denostado por los suyos en beneficio de la opción de Alianza Popular. Ese chusquero de la política, como le gustaba definirse, prestó servicios de máxima relevancia poniendo en juego su talante conciliador y desde el conocimiento del franquismo al que había servido encaminó a la derecha hacia la búsqueda del centro perdido. Aprendió con rapidez escarmentada del caso portugués y consiguió que los aperturistas terminaran siendo demócratas. Promovió una derecha progresista capaz de inducir una izquierda moderada y tuvo la intuición de poner las nuevas reglas del juego por encima de su perpetuación en el poder.
Recibía Suárez una derecha de los privilegios, heredera de los vencedores de la Guerra Civil, que había ido derivando hacia la tolerancia, pero, una vez en la presidencia del Gobierno, favoreció la articulación de un sistema constitucional nacido para inaugurar la paz en la reconciliación, después de tantos años triunfales. El paso de los tiempos tiende a suavizar el perfil de los recuerdos, pero nada fue fácil entonces cuando los poderes fácticos se sentían depositarios de la misión recibida de Franco para que todo quedara atado y bien atado, bajo la guardia fiel de nuestro Ejército. El terrorismo de ETA seguía en plena actividad mortífera sin darse por enterado de la recuperación de las libertades y alimentaba con sangre el golpismo de un sector decisivo de las Fuerzas Armadas. Pero, al fin, la transición fue el discurso del método, el diálogo. El procedimiento acabó anticipando el resultado y nos situó en la concordia. Aquel Adolfo Suárez prefirió hacer de Pasionaria y de Santiago Carrillo dos ciudadanos homologados y legalizar, arriesgando sobresaltos, al satanizado Partido Comunista de España. Llegamos así a las primeras elecciones generales libres y declinaron los especialistas en amaneceres exclusivos siempre dispuestos a continuar dejando a los demás compatriotas en la oscuridad de una derrota sin fin a partir del primero de abril de 1939.
Contra todo pronóstico se había hecho la travesía a pie enjuto del mar rojo y entonces fue cuando la derecha de siempre quiso volver por sus fueros, pensó en la inconveniencia de las veleidades centristas y prefirió encomendar su suerte a Manuel Fraga, que soñaba con aquella mayoría natural capaz de acoger sin complejos a los nostálgicos y de reclutar jóvenes joseantonianos como el funcionario de Hacienda que por entonces probaba en Logroño los primeros venenos de la política y sólo advertía inconvenientes en el Estado de las Autonomías dibujado en el título octavo de una Constitución a la que dedicaba artículos despectivos en el diario de la localidad. Surgieron líneas de fractura en la Unión de Centro Democrático, donde los críticos hicieron un trabajo admirable de termitas y todas las apuestas políticas y económicas se volcaron a favor de aquellos siete magníficos a los que las elecciones de 1977 y 1979 habían dejado en el rinchi. El regalo del centro al Partido Socialista propició su indiscutible victoria electoral de 1982 y su acceso al Gobierno hasta 1996, historia que ahora se rescribe en términos de anomalía. Adolfo Suárez salió en la desdicha y la denigración y quedó reducido a la insignificancia después de su invento del Centro Democrático y Social. Sólo retirado recuperó el respeto para ser encumbrado a la veneración general.
Así llegamos a la insoportable escena de Albacete. Aceptemos con indulgencia que por un hijo se pueda hacer cualquier cosa con independencia de la condición personal del vástago. Pero se sufre peor que el presidente del PP, José María Aznar, oficie de tergiversador interesado de la realidad. En todo caso, se impone aclarar que desde el fin del antiguo régimen en política se está a título personal y no por razón de herencia ni linaje. Así sucede en España salvo con la Familia Real que viene de entonces. Por eso es inexplicable también el asalto del familión Aznar-Botella sin el colateral Agag a la nunciatura, salvo si se trataba de bloquear la conversación del presidente con el Papa.
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