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A pie de obra | TEATRO
Columna
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'Ragtime': un musical épico

Marcos Ordóñez

Uno. No sería exagerado decir que Ragtime es el musical americano más redondo de los últimos años: por la variedad de su partitura, por la fuerza de su narrativa y por la emoción que destila. En 1975, E. L. Doctorow publicó la novela; en 1981, Milos Forman la llevó al cine. Y en 1998 se estrenó en Broadway, inaugurando a lo grande el descomunal Ford Center, con un éxito notabilísimo: dos años en cartel y 13 nominaciones a los Tony, de los que se llevó cuatro. Toda una sorpresa para un "nuevo" musical americano, en un mercado dominado por los revivals y las ampulosas operetas de Lloyd Webber.

Estamos en 1902. Tres familias, tres historias entrelazadas. Una familia blanca, de New Rochelle, muy nabokoviana: el padre, dueño de una fábrica, acaba de enrolarse en la expedición polar de Peary. Su barco se cruza con el de los emigrantes europeos que llegan a Ellis Island y así conocemos a la segunda familia: el judío Tateh y su hija pequeña. Entretanto, en la mansión de New Rochelle, la madre acoge al bebé de una muchacha negra, Sarah, amante de un exitoso pianista de ragtime, Coalhouse Walker Jr., protagonistas (tercera familia) del relato más furioso y doliente de la velada: víctima de un asalto racista -unos pueblerinos envidiosos destrozan su flamante Ford T- y enloquecido por la muerte de Sarah a manos de la policía cuando pretendía acercarse al presidente pidiendo justicia, Coalhouse busca venganza y se enzarza en una escalada de destrucción... secundado por el hermano pequeño de la familia blanca, convertido al anarquismo por las teorías de Emma Goldman.

Sobre la adaptación musical que se ha hecho en Londrés de Ragtime, de E. L. Doctorow
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En un país de opereta

La soberbia adaptación de Terrence McNally se concentra en esas tres tramas y deja como telón de fondo para las escenas corales las luchas obreras de la época, rescatando episódicamente a los personajes históricos de la novela, desde Houdini (que fascina al niño de la familia blanca) hasta Evelyn Nesbitt, "la chica del trapecio rojo", pasando por Henry Ford, J. P. Morgan o el adalid de los derechos civiles Booker T. Washington, el primer hombre negro que se graduó en Harvard. Se puede reprochar a McNally un cierto exceso de corrección política, pero es innegable su fidelidad a la esencia de la novela y su absoluta fluidez dramatúrgica. De su obra sólo conocemos aquí Master Class, Frankie and Johnny y The Full Monty, todas dirigidas por Mario Gas (que, obviamente, sería el director ideal para este musical), pero hay que recordar que también escribió para Kander y Ebb los libretos de Kiss of Spider Woman, The Visit y The Rink. En cuanto a Stephen Flaherty, quizá el compositor más "completo" (con William Finn) de los "possondheimianos", cuenta en su haber con musicales tan diversos como Seassical, Once On This Island y My Favorite Year, sobre la película de Richard Benjamin, todos, como Ragtime, con la letrista Lynn Ahrens. Su trabajo más reciente (de nuevo con Ahrens y McNally) es la adaptación de otra película, A Man Of No Importance -un conductor de autobús fascinado por Wilde-, presentada esta temporada en el Lincoln Center.

Dos. Musicalmente, la compleja partitura de Ragtime recuerda la labor de Uri Caine en The Sidewalks of New York: una amalgama de todos los estilos emergentes en la América de principios del siglo pasado. Música judía (la klezmer folk music), ecos del vaudeville de Victor Herbert (el número de Evelyn Nesbitt, con un guiño a Chicago), Bowery Waltzes y, desde luego, ragtimes, con el reto de insertar su sincopado juego de anticipaciones rítmicas en un contexto sinfónico, impresionista y lírico (à la Debussy), con violentos arrebatos de cuerda, que recuerdan a Shostakóvich, para los pasajes más sombríos. A diferencia del superespectáculo del Ford Center, la puesta en escena de Stafford Arima en Londres es casi minimalista, más acorde a la economía de medios (una novela-río de apenas 200 páginas) del relato de Doctorow. Como en Dancing at Lughnasa, la obra maestra de Brian Firel, la historia está evocada por el hijo pequeño (Thomas Brown-Lowe) de la familia blanca: él es el narrador y todo parece suceder a través de su memoria, de lo que vivió y de lo que le contaron, es decir, del recuerdo y de la épica. Hay 40 intérpretes en el Piccadilly (un espacio pequeño pero muy hondo) y el escenario está desnudo. Cuatro sillas bastan para evocar el flamante Ford T de Coalhouse y no hay más decorados que unos paneles de vidrio esmerilado: iluminación roja para el club de Harlem; azulada para la casa frente al mar de New Rochelle, o sepia para los paseos de Tateh y su hija por el Lower East Side. La orquesta, 20 instrumentistas, está en lo alto, oculta tras los paneles.

El reparto es impecable, encabezado por la gran Maria Friedman (Passion, Lady in the Dark, The Witches of Eastwick y un larguísimo etcétera) en el rol de la Madre, que Broadway estrenó Marin Mazzie, mostrando aquí todos los matices -valor, caridad, sinceridad- de su personaje. Kevyn Morrow (Dreamgirls, Smokey Joe's Café) es un vibrante Coalhouse, a un paso de robar el show: su número más conmovedor es Wheels of a Dream, el dúo con Sarah (Emma Jay Thomas), que se repetirá, a la manera de Rodgers & Hammerstein, como himno final. El quinteto estelar se completa con Dave Willets (Phantom, Les Miserables) en el papel del Padre y Graham Bickley (Miss Saigon, Sunset Boulevard), un Tateh que deslumbra, mano a mano con la Friedman, en otro dúo memorable: Nothing Like the City. Ragtime, que ha arrasado en Londres desde sus previews, es un auténtico musical épico, y no sólo porque dure tres horas: yo entiendo por épica la narración de un tiempo en el que todo era posible, desde que un emigrante polaco se convirtiese en pionero del cine hasta que un tímido pirotécnico de New Rochelle acabara luchando en el Ejército de Villa. ¿Para cuándo su estreno en España?

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