Generación ombligo
Operación Triunfo lo tiene todo para triunfar: medios, emoción y ese puntazo chorra propio de los grandes concursos. Su título, propio de maniobra militar de Bush, no hace justicia a la riqueza de matices del contenido. Se trata de una eliminatoria en la que 16 cantantes pelearán para repartirse tres lanzamientos discográficos y la posibilidad de representar a España en Eurovisión. Durante 90 días, los concursantes convivirán en una academia de ensueño en la que les castigarán con el cuento de que el arte con agujetas entra, hasta sacarles el Chayanne y la Paulina Rubio que todos llevan dentro, sin dar voz a posiciones más radicales del amplio abanico musical y heredando algunos valores del Lluvia de estrellas.
El primer día se estrenaron desafinando, con nervios, mucha simpatía y un look esclavo, salvo una excepción de cuota, del culto a la imagen que asola esta parte del planeta. Bajo la aparente banalidad del género, sin embargo, y sin olvidar que en un país sin escuelas de música semejante despilfarro de dinero público es un insulto a los estudiantes de música, latía la ilusión de esos jóvenes que fueron confirmando que no toda la juventud es niñata y que, a diferencia de otro tipo de concursos secuestrados por vividores, aquí existe cierta vocación.
Del mamá quiero ser artista hemos pasado al mamá quiero ser famoso sin renunciar al propio talento (anoten el nombre de Chenoa). Como en Supervivientes, la calidad de los concursantes podría llegar a ser, si no lo estropean el morbo competitivo y las tensiones sexuales no resueltas, su gran acierto.
Unas gotas de conflicto a lo Fama, un poco de Gran Hermano y de El bus y una estética a lo Música sí son los ingredientes de este menú. Las pruebas de selección fueron lo mejor de la noche. Ameno, informativo, currado, el montaje transmitió la agridulce mezcla de ilusión y tontería que rodea el invento.
Conscientes de que la credibilidad del proyecto requería tirar la casa por la ventana, los responsables de esta máquina de entretenimiento han confiado en un presentador de polivalente entusiasmo como Carlos Lozano, en profesores como Nina y en una inversión del carajo. En tiempos de desconcierto ético-laboral, la fama parece ser el único clavo al que parecen querer agarrarse esos jóvenes representantes de una generación de móvil, ombligo descapotable y un horizonte vital en las que salir por la tele se ha convertido en la principal meta de muchos. A todos ellos, pues, mucha mierda.
[Operación Triunfo logró en su estreno del lunes 2.734.000 espectadores, con una cuota de pantalla del 22,1%].
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