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El negocio de la guerra prospera en el feudo de la Alianza del Norte

La Alianza del Norte, a falta de otros avances significativos en el terreno militar o político, ha conseguido centrarse en el frente más lucrativo y tejer una eficacísima administración del inusitado interés periodístico.

Desde el paso de la frontera con Tayikistán, cualquier deseo del informador conlleva su cuota de molesta burocracia afgana y su consiguiente pago en dólares americanos. No es posible cruzar el río Amurdaria con traductores del otro lado, mucho más baratos y serviciales; es obligación legal (las leyes son cambiantes en esta zona del país) contratarlos en el Afganistán norte.

En este mercadillo de guerra aérea, las llamadas televisiones globales ejercen una dictadura de efecto hiperinflacionario constante y diario. Sus pagos al contado, la falta de una cultura del regateo y sus exhibiciones de riqueza y medios restan todo valor al dinero, incrementando en la misma proporción la avidez local.

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El alza salpica también a los automóviles y a sus avispados conductores, deseosos de una crisis larga, de un agosto invernal. Desde el inicio de los ataques, en la noche del domingo, la moneda local, el afgani, se cambia a 15.000 unidades por dólar, cinco veces menos que el sábado, cuando cotizaba a 75.000 en el mercado negro.

Ese incomprensible hundimiento del afgani lo explica todo: el precio abusivo de un viaje entre Joya Bajoudin y Fayzabad, o el siguiente hacia el valle del Panchir y la bajada al sur, a la zona más próxima al Kabul de los talibán. También explica que el precio de un kilo de manzanas duras varíe no sólo con el paso de los días, sino dependiendo de si el comprador es afgano o extranjero.

Casas de invitados

Los periodistas sólo pueden dormir y trabajar en las guest house (casas de invitados) bajo control estricto de la Alianza, que pone una protección armada y una ringlera de guías y chóferes de confianza a su disposición. No se puede salir de esas casas sin una compañía, que debe ser fichada por los aliancistas y aprobada. 'Es por su seguridad', dicen. 'Nuestro Gobierno ha ordenado darles protección; ustedes son nuestros invitados'.

Esas palabras suenan a música celestial en los labios de un tipo alto, bien vestido, walkie-talkie en la mano y una sonrisa permanente en los labios, pero no ocultan el hecho esencial del montaje bélico, la perfecta redondez del negocio: los guías, chóferes y traductores, que pagan su comisión a los aliancistas, conforman un tupido monopolio en el que acuerdan los precios y las subidas sin apelación.

No hay grietas en este frente: o pagas o no sales de la casa de huéspedes, que el humor de la centena larga de periodistas que aguardan a sus puertas la caída de Kabul llama sin rodeos 'el campo de concentración'.

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