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Tribuna:OCTAVIO PAZ, EL GRAN POETA DEL PENSAMIENTO
Tribuna
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Alguien lo deletrea

El frío del pasado: hablaba. Hablaba con viveza aquella noche de primeros de agosto del 96, en su casa-jardín-biblioteca de la ciudad de México, sobre lo divino y lo humano. Es y no una expresión en este caso. Era como el retoque, fluido y concluyente ("Conversar es humano','), a un verso que leyera en portugués: "Conversar es divino". Hablaba con pasión de la ciencia, al par que se indignaba ante el "desinterés manifiesto de los escritores de hoy día" hacia ese espacio enorme de conocimiento y, "¿por qué no decirlo?", de poesía. Hablaba del porvenir de su revista, Vuelta. Hablaba de los gatos de María Zambrano y de los gatos de su esposa, Marie Jo, divididos por ésta, sin echar de casa a ninguno, en gatos de interior y gatos de exterior, pero que gateaban por igual, de uno u otro lado de la puerta, entre las rendijas de una tela metálica. Hablaba de Matta, Soriano y Balthus. Hablaba de Pita Amor y de Lupe Marín, con lujo de detalles sobre los disfraces. Hablaba del "maléfico" Unamuno y del "sufriente" Westphalen. Hablaba de una novela de Gustavo Martín Garzo que le había emocionado: El lenguaje de las fuentes. Hablaba, al regresar a Balthus, de los Saboya. Hablaba del subcomandante Marcos: "Ganó el primer round. Pero ahora reproduce la misma trampa que inventó la Iglesia católica: resulta que su reino no es de este pinche mundo, donde se lucha por asentar sistemas democráticos y parlamentarios, porque ellos, redentores, no se ensucian con las bajas tareas de las reglas del juego, porque ellos tienen la exclusiva de lo moral. Da lástima ese simplismo demagógico, redoblado de un epistolario apostólico, vía Internet, que es de lo más cursi que ha producido nuestra lengua".

Hablaba de la gran tachadura sobre el mapa del comunismo: "Lo grave es que las razones que hicieron que surgiera el marxismo todavía siguen ahí". Hablaba de enero de 1968, cuando nos conocimos: "¿Qué fue de aquel fotógrafo que vivía en París, Antonio Gálvez?" Hablaba de cierta poesía española: "Es puro realismo capitalista, anecdotario de señoritos. ¡Y qué críticos la ensalzan! No leyeron a Rilke. El acontecer vivencial sólo adquiere calidad de huella poética cuando, al cabo del tiempo, se descubre que aquello ha dejado algún poso, un sedimento que reclama decirse". Hablaba de Díaz Dufoo ("Es espantoso: los jóvenes escritores mexicanos no lo conocen"), también de Alfonso Reyes, Pablo Neruda, Luis Cernuda y Julio Torri: "Él me consiguió el primer empleo que tuve". Hablaba de lo que aún tenía que escribir sobre esto o aquello.

Hablaba con inteligencia y amenidad, visiblemente temeroso de caer en la repetición, de darle a la amistad su pizca de tedio. Vano temor: preguntaba, se reía, recurría a añadidos fulminantes, a borraduras repentinas de lo acabado de decir, ahora mismo, alguna vez o siempre ("el presente es perpetuo"), contradictorio y lúcido, porque entonces caía en otra cuenta. Y, sin embargo, de lo que más habló aquella noche sí era estricta repetición, obsesiva, literal casi, de otras dos conversaciones pasadas. La primera, en el mismo lugar, varios meses antes. La segunda, en la primavera de aquel mismo año, 1996, cuando estuvo en Madrid por última vez para dialogar en público con su Quevedo. En las tres ocasiones mencionadas, habló largo y tendido, excitado incluso, de aquel viajero español del siglo XV, Ruy González de Clavijo, que se armó de valor y de curiosidad para fijarse como destino un recorrido fascinante, ilimitado o casi, atravesando las estepas asiáticas con el fin de poder conversar con lo verdaderamente otro, lo ajeno por excelencia, representado en cuerpo y alma por el terribilísimo Timur Lang.

Hablaba de un viaje convertido en un libro inolvidable, donde cada palabra ha de nombrar lo recién descubierto y contagiar nuestra mirada de imágenes inéditas, de nuevos pensamientos y sensaciones. Hablaba de un viajero excepcional, que desea saber mucho más, sobrepasar lo circundante, y que avanza, a galope, hacia lo intacto, fuera de sí, pero reflexionando sobre la marcha, anotando cuanto descubre, transformándose y transformando nuestra manera de llegar a verlo sin verlo.

Octavio Paz, además de gran escritor, era conversador con garra y gracia. Riguroso en su centro, revivía desde dentro el viaje. A cada repetición era más Clavijo, más Timur Lang, más relato gozado y sufrido, más sueño de una huida en busca de algo nuevo de verdad, aunque fuera para poner en tela de juicio, al término -otra conversacion-, novedad tal. Relatar esa aventura del conocimiento era vivirse y desvivirse, encarnarse y desencarnarse en un mismo deseo de internarse y ahondar.

Hablaba... Hoy me siento in capaz de referirme a lo que habló más tarde, desde el incendio a la enfermedad, desde la mudanza al saber que la Muerte rondaba por Coyoacán: "¡Tengo frío!" Vuelvo, entre oscuras pausas, al poema Piedra de sol, donde dos amantes, también viajeros, se abrazan en Madrid, 1937, bajo los bombardeos de los fascistas: "Los dos se desnudaron y se amaron / por defender nuestra porción de tiempo y paraíso". Porque allí mismo enlaza ese saberse combatiente en todo, contra viento y marca, con la imagen de todo liberada: "Un siempre estar ya nada para siempre".

Hablaba Octavio Paz de hermandad: "Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: / las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: / también soy escritura / y en este mismo instante / alguien me deletrea".

Hablaba de este instante.

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