PSOE: de la taberna al Gobierno
En los orígenes fue una familia en torno a un abuelo. El socialismo español apareció, más que irrumpió, en el escenario de nuestra reciente historia como grupo de obreros de alpargatas -de los entonces llamados conscientes- que celebran con una comida de fraternidad y en un restaurante barato de los Cuatro Caminos madrileños su unión política. Pocos se enteraron, y menos festejaron, el nacimiento de la criatura.El grupo no gozó, en los primeros lustros de su existencia, de fuerte salud, y su abuelo guardián, Pablo Iglesias, veló celosamente -animando a unos, reprimiendo a otros- para que no sufriera la contaminación del ambiente, que no era poca en la España de la Restauración. La primera historia del socialismo es la historia de la escueta burocracia política de un movimiento sindical que pregona su programa máximo sólo para dedicarse, al resguardo de cualquier aventura política, a un programa mínimo. Los socialistas de la primera hora se encerraron en su gueto más que obrero, obrerista, con el exclusivo propósito de garantizar su lento y seguro crecimiento y obtener así algunas mejoras para una clase obrera que llamaba con desesperante parsimonia a las puertas de sus sociedades de oficio. De dimensiones raquíticas, si se compara con sus hermanos europeos de la Internacional, el socialismo español entró en el siglo atrapado en las redes, tan amorosas como asfixiantes, que el abuelo había tejido para él.
La que ya desde 1898 fue galopante crisis del sistema político de la Restauración hizo salir a la enclenque criatura de su amable gueto. El socialismo, que había enfatizado su carácter obrerista hasta el extremo, tuvo que unir fuerzas con el otro movimiento reformador que crece en España como denuncia, primero moral y luego política, de ese sistema oligárquico y caciquil en que vino a parar el invento de Cánovas. A partir de los años diez, la burocracia política del movimiento sindical socialista hace un hueco a su vera a intelectuales y profesionales que empujan al socialismo hacia el encuentro con los reformadores de las clases medias urbanas, en ruptura con una Monarquía que de parlamentaria y constitucional sólo conserva la fachada, nada lustrosa por cierto.
Y así acabarán por confluir a ese río humano que celebra gozosamente la instauración de la república española un día de abril de 1931, las dos únicas corrientes políticas reformadoras de nuestro siglo. Por una parte, los socialistas, dedicados por entero a una política social que dignifique el trabajo y la vida de una clase obrera situada en esa ancha franja que limita por un lado con el mal tirar y, por el otro, con la desesperación y el hambre. Por otra, los republicanos, empeñados entonces en modernizar un Estado cuya más probada habilidad consistía en canalizar a través de redes amiguistas y corporativas los recursos y el poder públicos para beneficio de intereses privados y parciales. Con sus proyectos de reformas sociales y su propuesta de un nuevo Estado, los socialistas y los republicanos constituyeron -tras no pocos avatares- la espina dorsal que hizo tenerse en pie a la Segunda República, cuyo mejor símbolo es, en la capital del nuevo Estado, el abrazo de los obreros que suben de Lavapiés con ,su blusa azul y los intelectuales que descienden de San Bernardo con su cartapacio bajo el brazo.
Las fracturas republicanas
Con todo, la confluencia de esas dos amplias corrientes reformadoras, enfrentada a la desmesura de los problemas que quedaron pendientes entre los escombros de la Restauración y la Dictadura, provocó en el seno del socialismo la reaparición de una antigüa línea de fractura entre la tendencia obrerista -que se presentaba con el embeleco revolucionario- y la tendencia políticamente reformadora. La fractura llegó esta vez al límite y la querella interna que se abrió en el socialismo en 1934 y 1935 acabo por escindirlo. El desgarro del socialismo español supuso la parálisis de la mayor fuerza política de izquierdas con que contaba la República. A causa de la debilidad que esa fractura produjo en las defensas republicanas, la rebelión militar de 1936 se llevó por delante tanto a quienes pretendían una nueva sociedad como a quienes se contentaban con afianzar un nuevo Estado. Porque, en definitiva, construir en tan corto período de tiempo y frente a tan poderosos enemigos otra sociedad con otro Estado resultó un proyecto desmesurado para las fuerzas en que se apoyaba el socialismo y el republicanismo: un sector de la clase obrera y campesina y otro de las clases medias urbanas. El tremendo esfuerzo que ambos hicieron para resistir la ola de premodernidad adornada de salvajismo que se les echó encima en forma de militarismo sacral, acabó por aniquilarlos y disolver su alianza histórica.
No su herencia. Pues si es cierto que la historia nunca se repite, ni siquiera como farsa -salvo que algún farsante de uniforme se empeñe en dar la, razón al Viejo Topo- también lo es que las grandes corrientes históricas acaban por vencer a sus presuntos enterradores. De este modo, la liquidación del obrero consciente que formaba la primera familia socialista, y la desaparición del intelectual republicano que formó el núcleo de la primera política reformadora, ha permitido que sus herencias se fundan ahora no ya simbólicamente en alguna celebración festiva, sino orgánicamente en un mismo partido.
Una nueva clase obrera
Porque si bien se mira, lo que ocurre con el socialismo tras la muerte de Franco es que, por una parte, renacen sus vínculos históricos con un poderoso movimiento sindical. El fundamento obrero del socialismo es fuerte ahora, tan fuerte o más que en épocas anteriores, ya que no sufre por su izquierda la presión de un movimiento sindical como fue la CNT. Ahora bien, la transformación de la clase obrera hace posible que sus intereses coincidan, en el interior de un mismo partido, con los de otros sectores de la sociedad. Quizá por vez primera en su historia, el socialismo español puede ser obrero sin ser obrerista. Al mismo tiempo, el hecho de que las clases medias urbanas hayan perdido la retórica republicana o, por decirlo de otro modo, sean tan modernas que prefieren atender a los contenidos de los regímenes políticos más que a sus formas institucionales, posibilita que sus proyectos reformadores se expresen en idéntico partido que canaliza intereses obreros, Si, pues, la desaparición de la alpargata hace posible la aparición de una nueva UGT, la suerte corrida por el republicanismo hace posible la emergencia de un nuevo PSOE, que por recibir un contingente sustancial de profesionales y técnicos sin perder e incluso afianzando su apoyo obrero, no necesita ya la vieja alianza de los años treinta para acceder al Gobierno, sino que se convierte él mismo en Gobierno. Y así, y por la misma razón que puede ser obrero sin ser obrerista, el PSOE puede -también por vez primera- gobernar sin ceder a su derecha las riendas del aparato del Estado. Esto, en España, jamás había podido ocurrir antes. Esto es, por tanto, un fenómeno histórico y no una mera coyuntura política.
Naturalmente, la desaparición de la doble base en que se apoyó el reformismo español hasta que fue liquidado por el franquismo, y su reaparición en una síntesis novedosa, ha sido posible por la propia transformación de la sociedad. Antes de la guerra civil era posible, y casi fatalmente necesario, que fuese un partido obrero el encargado de la política social y otro de clases medias el que asumiera el gobierno del Estado: el PSOE, a pesar de su mayor fuerza, cedió entonces la primacía a los republicanos. En la sociedad industrial que es la nuestra, esas tareas ya no, están separadas: no hay posibilidad alguna de hacer política social sin controlar al tiempo los recursos del Estado.
Ahora bien, la fusión histórica en un solo partido de las dos corrientes del reformismo español, además de basarse en una nueva sociedad, se ha visto claramente favorecida por una circunstancia que puede arruinarla: los tremendos obstáculos que en el mismo corazón de un aparato de Estado, que es la monstruosa y deformada imagen del Estado de la Restauración, pueden levantarse contra la reforma. Favorecida, porque la magnitud de la tarea de racionalizar y modernizar la Administración y los servicios públicos ha revelado la incapacidad política del centro y ha dejado él terreno libre a la izquierda porque en la derecha nadie es reformador. Y arruinarla, porque las expectativas de reformas en tantos y tan diversos ámbitos de la vida y su probable frustación, siquiera parcial, pueden provocar en el seno del socialismo la reabertura de su vieja fisura histórica.
El precio pagado por los socialistas para llegar a ser la primera fuerza política de España ha sido mantener en tensión, sin renunciar a ninguno de ellos, los dos polos de la doblé herencia reformadora de que hoy son depositarios. ¡De su capacidad para mantener esa tensión en una síntesis creadora depende, ante todo, su propio futuro y, tal vez, el Gobierno del Estado. Quizá pueda vislumbrarse un signo de esperanza en la lectura de Manuel Azaña que, según las crónicas, Felipe González ha hecho durante su gira electoral.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.