¿Sobrevivirá el cine con la llegada de Netflix?
La irrupción de las plataformas de vídeo bajo demanda en Cannes ilustra el debate generado en torno a la última crisis tecnológica que vive este sector
La pantalla del Teatro Lumière de Cannes ocupada por el logo de Netflix frente a una platea dividida entre aplausos y abucheos. Esta podría ser la imagen más sintomática en la última edición del festival, la que mejor sintetiza el estado de la cuestión (cinematográfica) a pesar de que, como es preceptivo, haya pasado por el certamen la flor y nata de la creatividad cinéfila. El deber de una cita de referencia como Cannes no se limita a servir de escaparate a la cosecha anual del más exigente cine de autor; también pasa por levantar acta de los debates, conflictos y crisis que marcan el presente —y anticipan el futuro— de un arte que, por consenso histórico, obtuvo su certificado de nacimiento el 28 de diciembre de 1895 con la primera proyección pública de las películas de los Lumière en el Salon Indien du Grand Café. Así, tanto la polémica en torno a la inclusión en la Sección Oficial de Cannes de dos títulos producidos por Netflix —Okja, de Bong Joon-ho, y The Mereyowitz Stories, de Noah Baumbach—, sin posterior estreno en salas, como la presencia de la instalación de realidad virtual Carne y arena, de Alejandro González Iñárritu, han convertido esta edición del certamen en escenario privilegiado de un momento clave regido por la incertidumbre y una comprensible, aunque quizá condenada de antemano, resistencia al cambio.
Meses antes de que Pedro Almodóvar, presidente del jurado en Cannes, efectuase sus polémicas declaraciones inaugurales —“Me parece una enorme paradoja dar una Palma de Oro y cualquier otro premio a una película que no pueda verse en gran pantalla”—, la CinemaCon de Las Vegas, convención anual organizada por la Asociación Nacional de Exhibidores de EE UU, ya había sido escenario de tomas de postura similares por parte de cineastas como Christopher Nolan y Sofia Coppola, cuyas maneras, si bien firmes, fueron bastante menos arrogantes que ese “Netflix my ass!” que soltó Tom Rothman, presidente de Sony, al presentar las primeras imágenes de Blade Runner 2049 de Denis Villeneuve.
En su ensayo de 1998, El crítico de cine de mañana, hoy, J. Hoberman abría su discurso recordando unas palabras del teórico Rudolf Arnheim: “Una de las tareas del crítico de cine de mañana —tal vez incluso se lo llame crítico de televisión— será la de quitarle al mundo la figura cómica del crítico y teórico de cine promedio de hoy: este vive de las glorias de sus recuerdos como las actrices septuagenarias, además de hurgar como aquellas en fotografías amarillentas y mencionar nombres hace mucho olvidados. Discute películas que nadie ha podido ver por más de una década (y de las que, por lo tanto, puede decir todo y nada) con gente igual que él; discute sobre montaje de la misma manera que los eruditos de la Edad Media discutían sobre la existencia de Dios, con la creencia de que todo esto todavía podría existir hoy. A la noche se sienta en el cine cautivado, como si aún viviese en la época de Griffith, Stroheim, Murnau y Eisenstein. Piensa que ve películas malas en vez de comprender que lo que ve ya no es cine”. Arnheim escribía estas palabras en 1935, muy pocos años después de que el cine hubiese vivido una de las más radicales crisis que han ido puntuando su historia, casi siempre bajo el impulso de nuevos hallazgos técnicos: en ese caso, la llegada del sonoro que provocó un cisma entre quienes lo consideraron parte de la evolución del medio y quienes lo recibieron con hostilidad —entre ellos, cineastas como Charles Chaplin o Sergei M. Eisenstein— por temor a que la innovación técnica fuese a corromper la altísima depuración expresiva que había alcanzado el cine silente.
Los hallazgos técnicos han marcado la evolución del arte cinematográfico. La llegada del sonoro provocó un cisma que acabó superándose
El sonoro tuvo su incidencia en la industria —necesitada de ponerse al día en sus equipamientos técnicos—, los circuitos de exhibición —obligados a acondicionar sus salas— y el lenguaje del medio. Y, si bien es cierto que en este último punto las primeras películas habladas trajeron consigo un empobrecimiento del lenguaje visual —motivado por la aparatosidad de los instrumentos de registro de sonido que condicionaban la movilidad de cámara y de los actores—, poco hubo que esperar para que emergieran nuevas formas expresivas: el habla argótica de las películas de gánsters y los juegos de esgrima verbal de las screwball comedies trajeron consigo inéditos ritmos, voces e imaginarios. Cuando Hoberman citaba a Anheim, el contexto era otro: esa edad de los blockbusters donde las películas de Hollywood iban siendo, cada vez, el mero trámite entre una propiedad intelectual —un libro, una obra teatral, una historieta, incluso una línea de juguetes— y un tentacular entramado de productos derivados (la cultura del merchandising). Incluso en una tesitura tan poco prometedora, Hoberman encontraba espacios de resistencia para la creación y la reflexión.
La historia del cine es, en el fondo, la historia de sus sucesivas conquistas tecnológicas. En algunos casos, la fertilidad de invención ha ido asociada al instinto de supervivencia, pero no ha dejado huella perdurable en la estricta evolución del cine como lenguaje artístico: el caso del Cinerama o del 3D de los cincuenta, surgidos como reacción a la televisión. Otras tecnologías, no obstante, dejaron su huella directa en el gran discurso creativo del cine: fue la invención del Techniscope lo que hizo posible que, en los spaghetti westerns de Sergio Leone, figura y fondo apareciesen enfocados con la misma nitidez; los sinuosos recorridos a través del laberíntico hotel de El resplandor (1980) fueron la primera gran demostración de las posibilidades expresivas de la steadycam y la actual poética del montaje, centrada en redefinir temporalidades y liberar a las imágenes de su relación causal, es la clara consecuencia de la implantación de las herramientas de montaje digital.
Algunos avances dejaron huella en el discurso creativo, como el Techniscope, que permitía enfocar con la misma nitidez el fondo y la figura
Si la instalación de Iñárritu abría un interrogante sobre si podremos seguir llamando cine a la realidad virtual, el caso de Netflix señala a las imparables transformaciones en el apartado de la exhibición y el consumo que ha traído consigo la crisis más radical que ha vivido el arte cinematográfico: el paso a la era digital. ¿Cómo definimos el cine, como mero lenguaje expresivo o como discurso que culmina su sentido en forma de experiencia comunitaria en la oscuridad de una platea? Que en cuestiones de producción Neflix apueste por proyectos arriesgados y minoritarios y que, por lo menos en su versión estadounidense, empiece a esbozar la utopía de una filmoteca universal dificultan ver a la corporación como verdugo del cine.
Babelia
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