El régimen sirio se muere
Los Asad machacan a su pueblo a balazos y cañonazos. Lo hizo el padre y vuelven a hacerlo sus hijos. Obama les advierte de que así están firmando el fin de su siniestro régimen
En Los siete pilares de la sabiduría, T. E. Lawrence le dedica a Damasco solo unas líneas, las del epílogo. Es un homenaje: una vez en Damasco, su aventura estaba terminada, la ciudad de los omeyas era su Ítaca. Lawrence y sus guerreros árabes, en efecto, habían combatido por el sueño de entrar como triunfadores en Damasco y liberarla así del yugo de los turcos otomanos. Era el objetivo de la revuelta independentista árabe de la I Guerra Mundial.
Casi un siglo después, la revolución democrática árabe ha llegado a Damasco y allí ha topado con la sanguinaria resistencia del clan gobernante de los Asad. La nueva batalla de Damasco es la de "una juventud inteligente contra un poder arcaico", en palabras del sirio Jaled Jalifa, autor de una novela, Elogio del odio, basada en otra represión feroz, la que en 1982 desencadenó contra los Hermanos Musulmanes el entonces presidente Hafez el Asad, padre del actual titular, Bachar el Asad.
¿Quién manda ahora? ¿Bachar o Maher? Las tinieblas, como siempre en Siria, ocultan las cimas del poder
Aunque menos fanfarrón y estrafalario que sus colegas Gadafi y Sadam, Hafez el Asad rigió Siria con mano de hierro durante 30 años. Era un militar convertido en un tirano oscuro y astuto cuya principal aportación política fue la invención de la republica árabe hereditaria. En 2000, al llegar al poder, su hijo Bachar, un oftalmólogo formado en Reino Unido y de modales amables, anunció que tenía intenciones reformistas. Su "primavera", sin embargo, apenas duró unos meses. Su clan familiar, su secta religiosa (los alauíes), el partido Baaz, el Ejército de su padre y el crisol de todos esos colectivos, los mujabarat o servicios secretos, le convencieron pronto de que Siria seguía necesitando mano dura.
A comienzos de la segunda década del siglo XXI, el invento de Hafez el Asad estaba a punto de institucionalizarse en el mundo árabe. El tunecino Ben Ali, el libio Gadafi y el egipcio Mubarak planeaban dejar la jefatura de sus respectivos Estados a familiares suyos. Tal desfachatez fue una de las razones que provocaron la indignación de las juventudes de esos países y desencadenaron unas revueltas que han enviado al vertedero la división de los regímenes árabes en función de su actitud hacia Estados Unidos e Israel. Porque si a Ben Ali y Mubarak se les llamaba "árabes moderados" por ser proamericanos, Gadafi y los Asad iban de antiimperialistas, panarabistas y socialistoides.
"El lazo entre los movimientos en el mundo árabe", dice Jaled Jalifa en una entrevista en Le Nouvel Observateur, "es evidente. Nuestros regímenes tienen en común el despotismo y la corrupción. Las reivindicaciones populares son también las mismas: la libertad y la dignidad". Y, como en Túnez y Egipto, las manifestaciones sirias de las últimas semanas, añade el escritor, se distinguen por el hábil uso de los teléfonos móviles y las redes sociales de Internet y por su voluntad de no usar la violencia.
Entonces, ¿por qué el mundo interviene en Libia y no en Siria? La pregunta es pertinente: la familia Asad, como Gadafi, usa armas de guerra, incluidos tanques, contra las manifestaciones; los muertos se cuentan por centenares; los heridos, por millares, y pensar en las torturas de los detenidos resulta muy doloroso. Pero la respuesta oficial no es moral y políticamente convincente: la Siria de los Asad aporta estabilidad a Oriente Próximo, para Israel es un enemigo ideal, para Turquía un bastión contra los kurdos, ya no se da abasto con Afganistán y Libia...
Saladino, el guerrero medieval que derrotó a los cruzados y recuperó Jerusalén para el islam, está enterrado en Damasco, en un pequeño mausoleo próximo a la mezquita de los Omeya. A Hafez el Asad le gustaba presentarse como "el león de Damasco" y competía con Gadafi y Sadam por la condición de heredero de Saladino, de adalid de los pueblos árabes contra Israel y Estados Unidos. Mera palabrería: el fundador de la dinastía Asad no pasaba del rugido ante un rival poderoso. La paz reinaba en el Golán ocupado por Israel, y en Líbano, protectorado sirio de facto, sus tropas huían raudo cuando irrumpían las de la estrella de David.
Cauto en su acción exterior -a diferencia de Gadafi y Sadam, a él era difícil sorprenderle con una pistola humeante en la mano tras alguna de sus fechorías internacionales-, Hafez el Asad se beneficiaba del regalo que le había hecho Henry Kissinger al afirmar que su Siria era "un factor de estabilidad en Oriente Próximo". Esta muletilla, repetida hasta la náusea por la realpolitik occidental, le permitía hacer y deshacer a su antojo en Líbano y conseguía que los políticos europeos acudieran a Damasco con actitud casi reverencial.
Eso sí, Hafez el Asad y su clan no permitían en su país la más mínima disidencia, como cuenta la novela El lado oscuro del amor, del exiliado Rafik Schami. Los zarpazos se los llevaba el pueblo sirio.
Siria, sin duda, es un país muy importante en Oriente Próximo, y Damasco, la capital del primer califato, el omeya, una de las grandes urbes del mundo árabe. Pero Siria no tiene petróleo, a diferencia de Irak y Libia, así que, para superar este contratiempo, Hafez el Asad forjó un matrimonio de conveniencia con el Irán chií de Jomeini, del que Hezbolá es el hijo libanés.
Hay otra razón para esa alianza. Aunque el régimen de los Asad sea secular y militarista, esa familia pertenece a una singular secta religiosa, los alauíes, emparentada con los chiís. Siendo minoritarios en Siria, un 10% frente a un 80% de suníes, los alauíes enmascaran su hegemonía con un manto laico.
Los Asad tienen partidarios. La vida en Siria es modesta, pero no pobre. Las minorías religiosas -alauíes y cristianos- respiran más libremente que en otras partes. El vecino y caótico "nuevo Irak", fruto de la invasión norteamericana de 2003, es un ejemplo contraproducente de "democracia". Y el que Israel ocupe desde 1967 una parte del territorio sirio, los Altos del Golán, moviliza el patriotismo y sirve de pretexto para justificar el estado de guerra que rige en el país.
Las protestas de una población joven frustrada en sus expectativas laborales y vitales, hastiada de la falta de libertades y de la corrupción, llegaron en todo caso a Siria, más en las provincias que en Damasco, y en un primer momento pareció que Bachar iba a darles una respuesta reformista. Esa impresión se desvaneció de inmediato, sustituida por una brutalidad sin límites justificada con toda suerte de teorías conspirativas. Según la propaganda oficial, las manifestaciones están organizadas por potencias extranjeras, por grupos salafistas o por ambas cosas a la vez; nunca corresponden a deseos de la población siria.
En su discurso del jueves sobre el norte de África y Oriente Próximo, Obama habló bastante de Siria. Como ejemplo de los efectos saludables de toda protesta contra la opresión, citó a un joven de Damasco: "Tras el primer grito, uno siente recuperada su dignidad". Luego recordó que la respuesta del régimen sirio ha sido "el asesinato y la detención". Y a Bachar le dijo que o lidera una transición a la democracia o será quitado de en medio. No concretó cómo.
¿Quién dirige hoy Siria? ¿Ha sido desplazado Bachar por familiares y compinches aún más duros? ¿Manda su fiero hermano Maher? Poco o nada se sabe. Las tinieblas, como siempre en Siria, ocultan las cimas del poder. Y como escribió hace lustros el periodista alemán Peter Scholl-Latour, "en Damasco todas las conversaciones tienen un aire de conspiración". Sea como sea, al optar de nuevo por la matanza, el régimen de los Asad firma su propia sentencia de muerte.
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