El ocaso de un dirigente
Gordon Brown suele reivindicar la importancia de "la sustancia" frente al poder de la telegenia, reflejo de su propia personalidad. Pero la traición de un micrófono abierto también nos ha brindado esta semana la imagen de un hombre irascible, cuando tildaba a una votante jubilada de "fanática", y la de un candidato inseguro ante las demandas del circo electoral.
El incidente se produjo con la votante Gillian Duffy, al norte de Inglaterra. "Encantado de conocerla", le dijo Brown. Sin embargo, al subirse a su coche, éste expresó su desagrado: "Eso fue un desastre. Nunca deberían haberme puesto a hablar con esa mujer. ¿De quién fue la idea?". "Era una mujer intolerante", apostilló a un asesor. "Ha sido un desastre".
Político dotado de un sólido intelecto, y trabajador incansable, el primer ministro (59 años) aparece a ojos de los británicos como un carácter encerrado en sí mismo, alérgico a exponer sus debilidades humanas, que se esfuerza en sonreír con resultados cuestionables. Ya destacó como colegial brillante en su escuela de Kirkcaldy (Escocia), donde a los 10 años le separaron de sus amigos para desviarlo a otra clase de nivel avanzado. Ese aislamiento le marcó tanto como la figura de su padre, el reverendo presbiteriano John Ebenezer Brown, un hombre que sembró en él la semilla de la justicia social y a quien ha calificado de "brújula moral".
Aunque siempre fue el más tímido de los tres hijos, la pasión por el fútbol le granjeó amigos y la oportunidad de editar un diario deportivo local, que usó como tribuna contra el alcohol y el tabaco. Brown era y es un moralista.
Desde el activismo radical que encarnó su paso por la Universidad de Edimburgo, desembarcó a los 32 años en el Parlamento británico para compartir oficina con otro joven diputado llamado Blair. Acabaría convirtiéndose en la sombra de aquel seductor, en el canciller del Exchequer (1997-2007), una década a la espera de que Blair cumpliera el pacto entre ambos para relevarse en el poder. Esa frustración ahondó su imagen taciturna, suavizada por su matrimonio con la cálida Sarah (2000). No hubo cámaras extrañas cuando se casaron en la salita de estar de su casa, porque la discreción siempre ha definido su vida privada. Sonrió por primera vez en público sin que se lo pidieran a raíz del nacimiento de su hijo John, dos años después de perder a una niña. Luego llegó Fraser, aquejado de fibrosis quística.
Tras un inicial y efímero repunte de su popularidad, los tres años que lleva ocupando el número 10 de Downing Street se erigen en metáfora del ocaso de su partido.
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