Cuidado con tocar a Aníbal Gaddafi
El arresto en Suiza de un hijo del líder libio, hace ahora dos años, ha dado paso a una escalada de represalias del país norteafricano hacia Europa, con España en medio
Desde los ventanales de la sede diplomática suiza en Trípoli, el embajador de España, Luis Francisco García Cerezo, y varios de sus homólogos europeos contemplaron el pasado lunes un despliegue intimidatorio de las fuerzas de seguridad libias. Los diplomáticos habían acudido la noche anterior para apoyar a su colega por temor a un inminente asalto a la embajada helvética. Un fuerte contingente policial rodeaba el edificio, dispuesto aparentemente a entrar en acción y ejecutar la amenaza anunciada por el responsable de la diplomacia libia, el ministro Mousa Kousa. Su país estaba decidido a tomar "medidas de excepción" si dos ciudadanos suizos juzgados por un tribunal libio a principios de febrero, y refugiados en la sede diplomática de su país en Trípoli desde hacía meses, no la abandonaban antes de las once de la mañana, hora local.
Los embajadores europeos en Libia se concentraron el domingo en la embajada suiza, temiendo un asalto
Desde hace 13 días, Trípoli no concede visas de entrada a los ciudadanos de los países de Schengen
Aicha Gaddafi declaró en Ginebra, tras el arresto de su hermano en julio de 2008: "Ojo por ojo y diente por diente"
A España le toca lidiar con la crisis entre Libia y la mayor parte de la UE, en su calidad de presidente de turno
Uno de ellos, Rachid Hamdani, con doble nacionalidad suiza y tunecina, dejó el edificio 10 minutos antes de que expirara el ultimátum. Para Hamdani, ingeniero de 67 años, empleado de una constructora, se abría el camino de la libertad después de 20 meses privado de ella. Los jueces libios le habían absuelto del delito de estancia ilegal en el país. Con un abrazo y lágrimas contenidas se despidió del que había sido su compañero de detención, Max Göldi, de 54 años, director de la oficina en Trípoli de la multinacional sueco-helvética ABB, acusado del mismo delito, pero condenado a cuatro meses de cárcel.
La libertad para uno, la prisión para el otro: los dos hombres, retenidos hace dos años en Libia, cuatro días después del arresto de Aníbal Gaddafi en Ginebra, se separaban ahora. Göldi, que no abandonó la embajada suiza hasta pasadas las dos de la tarde, fue conducido a la cárcel. El embajador de España, en su vehículo oficial, acompañó al pequeño convoy hasta la prisión de Al Jeida, la más civilizada del país, a las afueras de Trípoli.
La venganza de Muammar el Gaddafi se había cumplido. Al menos aparentemente. El coronel no podía tolerar la humillación sufrida por su hijo durante los días de la detención en Ginebra. Como comenta un experto suizo que ha seguido atentamente el caso, "después de todo, el jefe de una tribu beduina no puede perder la cara y dejar un hecho así impune". Gaddafi disponía ahora de una imagen que contraponer a la de su hijo. La imagen del ciudadano suizo abandonando esposado la embajada donde se había refugiado en Trípoli era casi idéntica a la de Aníbal Gaddafi saliendo del hotel Presidente Wilson de Ginebra aquella mañana del 15 de febrero de 2008. Aníbal, de 33 años, salió también escoltado por la policía, esposado, sin afeitar, vestido apresuradamente, con el aspecto de un delincuente común.
En ambos casos, la puesta en escena había sido espectacular. En Trípoli, el lunes pasado, las fuerzas del orden rodearon la embajada con un despliegue considerable; en Ginebra, hace dos años, la parafernalia no había sido menor. Cuatro inspectores de paisano y una veintena de policías uniformados se presentaron en el hotel donde se alojaban los Gaddafi. Aníbal; su esposa, Aline, embarazada de nueve meses, y el hijo de ambos, de tres años de edad, ocupaban una amplia suite. La pareja, que llevaba 10 días en la ciudad, donde Aline se proponía dar a luz a su segundo hijo, ignoraba que sus dos empleados domésticos les habían denunciado por malos tratos.
Uno de los denunciantes, una joven tunecina, mostró más tarde ante el juez y la prensa suiza un cuerpo repleto de moratones. Su compañero, de nacionalidad marroquí, presentaba también huellas de golpes. Según sus declaraciones, Aníbal Gaddafi, pero sobre todo su esposa, Aline, ex modelo libanesa, les maltrataban hasta extremos inauditos. Aníbal vivía de noche; Aline, de día, y ellos debían atenderles en todo momento, lo que significaba trabajar hasta 22 horas al día, según su versión. Cuando desfallecían, eran brutalmente golpeados por los patronos con cinturones y cinchas. Según declararon ante un juez suizo, los Gaddafi les alimentaban con sus sobras y no les pagaban regularmente.
La pareja pasó detenida dos días. Aníbal, en los calabozos policiales; Aline, en una maternidad. Fueron formalmente acusados de malos tratos, amenazas y presiones, y puestos en libertad bajo fianza de medio millón de francos suizos (unos 350.000 euros). Ellos aseguraron que se trataba de un montaje de sus empleados, que buscaban asilo político en Suiza. Aicha Gaddafi, abogada y hermana menor de Aníbal, se presentó de inmediato en Ginebra. En una rueda de prensa incendiaria resumió las intenciones de revancha de su padre con estas palabras: "Ojo por ojo y diente por diente".
Nacido y crecido en la cultura beduina, Muammar el Gaddafi preparaba su venganza. Cuatro días después de la detención de su hijo en Ginebra, la policía libia arrestaba a dos ciudadanos suizos -Rachid Hamdani y Max Göldi- que tuvieron la mala suerte de encontrarse en ese momento en el país. Ambos fueron conducidos a una prisión en la que pasaron 10 días. "Los peores de mi vida", ha declarado Hamdani tras su liberación, el lunes pasado. Lo que no sabía entonces es que le aguardaban un par de años de estancia forzosa en Trípoli, la mayor parte refugiado en la sede diplomática de su país.
En septiembre de 2008, la crisis parecía resuelta. Los sirvientes denunciantes retiraron los cargos contra los Gaddafi a cambio de una indemnización; Suiza dio marcha atrás también, y el fiscal de Ginebra, Daniel Zappelli, archivó la causa. Pero ya era tarde. El coronel Gaddafi exigía disculpas oficiales al Gobierno de Berna. De lo contrario, anunciaba represalias.
En el plazo de unos pocos meses, Libia cortó los suministros de petróleo a Suiza, un problema serio para este país, que importa del país africano un tercio de sus necesidades. Los enlaces aéreos entre Berna y Trípoli fueron reducidos al mínimo, hasta desaparecer casi por completo. Además Gaddafi ordenó retirar los fondos libios de los bancos suizos: aproximadamente unos 7.000 millones de dólares (5.200 millones de euros).
Empresas suizas como Nestlé o la propia ABB sueco-helvética se vieron obligadas a suspender temporalmente sus actividades en Libia, temerosas de nuevas represalias. La gravedad de la situación decidió al entonces presidente de la Confederación, Hans-Rudolf Merz, a viajar a Trípoli. Era agosto de 2009: había llegado la hora de pedir perdón. Suiza no podía permitirse nuevas sanciones libias. Pero en Trípoli, el coronel Gaddafi ni siquiera recibió al jefe del Estado suizo. Merz se entrevistó con el primer ministro libio, que le prometió una pronta liberación de los rehenes, pero las promesas resultaron papel mojado.
La crisis se agravó tras la publicación, el 4 de septiembre pasado, de las fotografías policiales de Aníbal Gaddafi en el diario Tribune de Genève. En Libia, donde se celebraban los festejos por el 40º aniversario del golpe que llevó a Gaddafi a la presidencia del país, la difusión de esas fotos se interpretó como una provocación. Aníbal Gaddafi se querelló contra el diario y contra las autoridades de Ginebra. Reclamó además una indemnización de 60.000 euros. ¿Por qué las publicó el diario? "Las fotos eran importantes para explicar que lo esencial del incidente era la humillación sufrida", explica el jefe de la redacción del diario ginebrino, Pierre Ruetschi. "La cuestión del honor era central, y decidimos explicar quién y cómo había sido humillado en este asunto, artículo que fue apoyado por las correspondientes fotos. En primer lugar, los empleados domésticos de Gaddafi, que se vieron obligados a exponer sus heridas, con el torso desnudo, a la observación de periodistas y fotógrafos. Luego, el propio Aníbal Gaddafi, fotografiado tras la detención como un vulgar delincuente. Y por último, el entonces presidente de Suiza, que, tras recibir garantías verbales por parte de Libia de la liberación de los rehenes, presentó sus excusas, pero volvió de Trípoli con las manos vacías".
El coronel, que en julio de 2009 acusó a Suiza de ser "una mafia mundial", un país dedicado "a financiar el terrorismo internacional", redobló sus ataques. Reclamó incluso la disolución de la Confederación Helvética. Y la situación de los dos rehenes se agravó. Con el pretexto de un examen médico, los libios les condujeron a un lugar secreto, donde permanecieron dos meses largos. Las autoridades suizas, desesperadas ante la falta de información sobre sus ciudadanos, tomaron una decisión discutible: introdujeron en el sistema de información de los países del área de Schengen los nombres de 150 personalidades libias, entre ellas todo el clan Gaddafi, por considerarlas un peligro para el orden público.
Libia contraatacó. Esta vez el golpe se dirigía a toda la Unión Europea. Las fronteras del país africano se cerraron a los ciudadanos europeos del espacio Schengen. Un mazazo en toda regla, porque la Libia de Gaddafi se ha convertido en un país cortejado por el mundo occidental gracias a su prodigioso crecimiento económico y sus reservas de petróleo. La noticia causó especial conmoción en Italia, que mantiene estrechos lazos económicos, culturales e históricos con su ex colonia. La policía libia vigila además que no zarpen barcos desde su país con inmigrantes ilegales rumbo a las costas italianas. Pero también disgustó en Alemania, que ha encontrado en el país africano un excepcional mercado para sus exportaciones.
El Reino Unido, que en 2009 entregó a Libia al principal condenado por el caso Lockerbie (el atentado terrorista contra un avión cuando sobrevolaba esa localidad escocesa en 1988, que se saldó con 270 muertes) a cambio de beneficios comerciales, es una de las pocas excepciones. No sólo porque no forma parte del espacio Schengen, sino porque los británicos se muestran más comprensivos. Cuando, en diciembre pasado, Aníbal Gaddafi agredió a su esposa en un hotel de Londres, la policía no intervino.
En Bruselas suenan todas las alarmas. Europa no puede permitirse una crisis con Libia. Sobre todo porque la decisión de Gaddafi no deja de ser una respuesta a una medida represiva suiza. Y a España, que preside este semestre la UE, le toca hacer frente a la crisis. El ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, reúne el 18 de febrero en Madrid a los ministros de Exteriores de Libia y de Suiza. Y la actual presidenta de la Confederación obtiene apoyo del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y del rey Juan Carlos. Moratinos parecía convencido de que la crisis se iba a resolver en pocas horas. Pero las cosas toman otro rumbo, y ni España ni Alemania -que lleva meses mediando en el conflicto- logran reconducir las negociaciones.
Así las cosas, el domingo 21 de febrero llega el ultimátum libio. Si Suiza no entrega a los dos ciudadanos refugiados en la embajada, se tomarán medidas. Y todo el mundo interpreta que van a entrar a por ellos en la embajada. La UE echa mano de Silvio Berlusconi, gran amigo de Gaddafi, y el rey de España se moviliza. La presidenta suiza, Doris Leuthard, agradecerá después a don Juan Carlos su "intervención personal" en el caso.
Llega el lunes 22 de febrero. Mientras la tensión aumenta en Trípoli, los ministros de Exteriores de los países del espacio Schengen se reúnen en Bruselas. Las discusiones son agrias. Italia y Malta critican a Suiza, que, en palabras del responsable de la diplomacia italiana, Franco Frattini, "ha convertido en rehenes de la crisis a todos los países del espacio Schengen". Y comienzan los tiras y aflojas. Poco después de las dos de la tarde, el pulso se resuelve con el triunfo aparente de las posiciones libias. Para ello Max Göldi, el ingeniero de ABB, tiene que abandonar la legación diplomática de su país rumbo a la cárcel.
La crisis de los visados parece encauzarse. Pero Madrid y Bruselas cruzan los dedos. La situación no puede ser más volátil. No sólo porque todavía hay un ciudadano suizo en una cárcel de Gaddafi, sino porque, como el Gobierno de Berna ha comprobado en estos duros meses, en Libia no hay interlocutores válidos. Las declaraciones y los compromisos políticos se disuelven como un azucarillo cuando habla el líder máximo. Y nadie sabe si su sed de venganza se ha saciado.
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