Malaui: cuando el único destino de miles de refugiados es regresar al infierno del campo

Comienza el retorno decretado por el Gobierno de 8.000 refugiados que vivían repartidos por el país al único campo del país africano, una decisión que despierta críticas en organizaciones humanitarias

Varios refugiados corren para escapar de los gases lacrimógenos disparados por la policía en el campo de refugiados de Dazleka, el 22 de noviembre de 2022.DIEGO MENJIBAR

En chichewa, idioma oficial de Malaui, Dzaleka significa, irónicamente, “no lo volveré a hacer”. Así se llama el campo de refugiados del país, donde ya malviven 56.000 personas, un número que aumentará, ya que el 1 de febrero expiró el plazo concedido por el Gobierno para que los 8.000 refugiados que residen en otros lugares del país regresen voluntariamente. A partir de ahora las autoridades pueden tomar medidas para la reubicación progresiva de estas familias. La decisión, cuyas razones no se han explicado oficialmente, sorprende y preocupa a las organizaciones humanitarias, que no ven cómo Dzaleka podrá asumir de manera segura a varios miles de personas adicionales, y llena de miedo a refugiados que han logrado construir una vida digna y ahora deben dar marcha atrás.

Un bote de gas lacrimógeno impacta en las casas del campo de refugiados de Dzaleka, el 22 de noviembre de 2022.DIEGO MENJIBAR
Andrew y Jimmy ayudan a una mujer embarazada después de que un bote de gas lacrimógeno entrara en su casa, durante los enfrentamientos entre refugiados y policía el 22 de noviembre de 2022. DIEGO MENJIBAR
Un joven posa para un retrato, que él mismo pidió, después de que el hombre para el que trabajaba le pegara porque exigía un pago por su trabajo.DIEGO MENJIBAR
En el mercado de Dzaleka, los refugiados regentan sus negocios e intentan ganarse la vida. Tiene lugar todos los martes dentro del campo.DIEGO MENJIBAR
Adele Sabimana (detrás, 40 años) y Nizigama Spes (delante, 46 años), ambas de Burundi, volvieron al campo tras la directiva de reubicación. Hace cuatro años que Sabimana abandonó Dzaleka para empezar una nueva vida en Lilongüe, la capital del país. Allí vivía con su marido y sus cuatro hijos, donde regentaba un pequeño negocio de venta de fruta hasta que se vio obligada a marcharse: “Sabíamos que teníamos que volver a Dzaleka porque los lugareños nos dijeron que nos fuésemos. Nos amenazaron con llevarse todo lo que había en nuestra casa si no lo hacíamos”, dice en un susurro. Sabimana considera que su vida fuera era mucho mejor porque tenía independencia. DIEGO MENJIBAR
Una mujer pasa por delante de una tienda donde el propietario vende frutas, verduras y utensilios de cocina.DIEGO MENJIBAR
Un grupo de refugiados del campo de Dzaleka corre para escapar de los gases lacrimógenos disparados por la policía el 22 de noviembre de 2022. Los agentes se enfrentaron a los refugiados cuando estos saquearon algunos artículos de un almacén tras descubrir que sus nombres faltaban en una lista de distribución de material de construcción. DIEGO MENJIBAR
Un hombre intenta escapar de los gases lacrimógenos lanzados por la policía, el 22 de noviembre de 2022. DIEGO MENJIBAR
Hosea Kombe (padre) y Mwamini Maombi (madre) en la entrada de su casa en Dzaleka. Llegaron hace cinco años de la RDC. DIEGO MENJIBAR
Una niña de la República Democrática del Congo (RDC), país del que proviene el 56% de la población del campo de refugiados de Dzaleka, en el marco de la puerta de su casa. Es el único campo de refugiados de Malaui, y allí ya malviven 56.000 personas, un número que aumentará, ya que el 1 de febrero expiró el plazo concedido por el Gobierno para que los 8.000 refugiados que residen en otros lugares del país regresen voluntariamente. A partir de ahora las autoridades pueden tomar medidas para la reubicación progresiva de estas familias. DIEGO MENJIBAR
Un hombre y su hijo, ambos de Burundi, dentro de su casa en el campo de refugiados de Dzaleka.DIEGO MENJIBAR
Suwavisi Ntakirutaimana trabaja en el puesto donde vende tomates, pimientos, cebollas y apio en el campo de refugiados de Dzaleka. Esta mujer recibe, como la mayoría de los habitantes del campo, 7.000 MK mensuales (7 euros). Le angustia que la llegada de 8.000 personas afecte a su negocio porque habrá más competencia, ya que todos realizarán actividades similares.DIEGO MENJIBAR
Celestine Ngendakumana y su familia de 13 miembros posan para una foto en su casa. Llegaron hace cinco años de Burundi. Solo tienen un retrete en casa.DIEGO MENJIBAR
La mayoría de las casas del campo están construidas con una mezcla de barro, agua y paja.DIEGO MENJIBAR
La decisión de la reubicación progresiva, cuyas razones no se han explicado oficialmente, sorprende y preocupa a las organizaciones humanitarias, que no ven cómo Dzaleka podrá asumir de manera segura a varios miles de personas adicionales, y llena de miedo a refugiados que han logrado construir una vida digna y ahora deben dar marcha atrás.DIEGO MENJIBAR
Jimmy Nishimwe (izquierda, 23 años, Burundi) y Andrew Amisi (derecha, 32 años, RDC) caminan por las calles de Dzaleka.DIEGO MENJIBAR
Tres niños sacan agua de un pozo en Dzaleka. Los vecinos se quejan de que no hay suficientes puntos de recogida y acceso.DIEGO MENJIBAR
La atención sanitaria en Dzaleka es un problema debido a la falta de personal y fondos. Con el peor brote de cólera de los últimos 10 años en curso y unas autoridades incapaces de controlarlo, el alto riesgo de transmisión de enfermedades se multiplica, con la llegada de 8.000 personas más, en un entorno con condiciones insalubres.DIEGO MENJIBAR
Una mujer sostiene a su hijo en brazos tras recibir la vacuna contra la poliomielitis salvaje, administrada por equipos de Unicef.DIEGO MENJIBAR
En las últimas semanas, se han seguido registrando violentos incidentes, a veces provocados por la falta de recursos. En la imagen, varias personas observan el humo de los gases lacrimógenos que la policía disparó en Dzaleka el pasado 22 de noviembre.DIEGO MENJIBAR
Un grupo de jóvenes de la RDC y Burundi caminan por las calles del campo de refugiados de Dzaleka, tras enfrentarse a la policía el 22 de noviembre de 2022. DIEGO MENJIBAR

El Gobierno de Malaui declaró en 2021 que todos los refugiados, procedentes de otros países africanos, tenían que regresar al campo, pero la decisión fue impugnada ante la justicia por organizaciones de refugiados y logró congelarse hasta agosto de 2022, cuando un tribunal falló a favor de las autoridades, que dieron varios meses de plazo para que las familiares retornaran. “Fue chocante oír que algunos funcionarios decían que los refugiados que vivían fuera del campo debían vender sus negocios y volver. Esto es cruel”, afirma Peter Chisi, Director de Derechos Civiles y Políticos y Acceso a la Información de la Comisión de Derechos Humanos de Malaui (MHRC, por sus siglas en inglés).

La decisión de las autoridades sobre esta reubicación puede ser legal, pero “la ley no es la panacea cuando se trata de derechos humanos”, agrega Habiba Osman, secretaria ejecutiva de la MHRC.

No se puede resolver un problema creando otro
Michael Kaiyatsa, director ejecutivo del Centro de Derechos Humanos y Rehabilitación

¿Qué explica esta orden? Las hipótesis son varias: la seguridad nacional vinculada al terrorismo, las redes de tráfico de personas en los países vecinos, la amenaza que la actividad económica de estas personas representa para los malauíes o el deseo de enviar más allá de las fronteras el mensaje de que los refugiados ya no son bienvenidos. La Convención de 1951 sobre el estatuto de los refugiados les otorga el derecho a tener propiedades, dedicarse a sus profesiones o asistir a la escuela pública. Malaui presentó nueve reservas a esta convención, sobre todo relativas a la libertad de movimiento, y oficialmente estas personas que han buscado cobijo en el país tendrían que permanecer en el campo, pero estas observaciones existían únicamente en el papel. Al menos hasta ahora.

“Xenofobia de Estado”

El Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR), que gestiona el campo, y otros organismos de derechos humanos están de acuerdo en que reubicar en el campo a personas autosuficientes y productivas será contraproducente para todos, pero la policía ya ha comenzado a identificar a las familias en sus casas. “Se les ordena que comiencen a detectar o identificar a los refugiados que viven en su jurisdicción con efecto inmediato. Incluyan la ubicación exacta, el número de individuos por hogar y el tipo de negocio (que estén realizando)”, detalló Casper Chalera, subinspector general de la policía, en un comunicado interno dirigido a todas las unidades, estaciones y puestos policiales del país. El Ministerio de Seguridad Nacional ha instado a que la reubicación se haga de forma pacífica y ha pedido a la población que no se implique en el proceso ni tome la justicia por su mano.

La ley no es la panacea cuando se trata de derechos humanos
Habiba Osman, secretaria ejecutiva de la Comisión de Derechos Humanos de Malaui

A Osman le preocupa que se violen los derechos de los refugiados si la policía lleva a cabo la reubicación: “Hacer perfiles de las personas en sus casas puede conducir a una xenofobia de Estado”, afirma. Algunas familias de refugiados ya volvieron al campo en las últimas semanas, aunque las cifras exactas son difíciles de calcular, ya que algunos vuelven a las que fueron sus casas y su retorno no se registra oficialmente, explicó Oliver Kumbambe, secretario de Seguridad Nacional, que confirmó únicamente el regreso de 35 personas. La prensa local ha publicado que el número de familias retornadas es algo superior.

Este responsable admite también “protestas” de comerciantes locales, temerosos ante la idea de compartir el mercado local con los refugiados y considera que la reubicación es “muy importante” y los refugiados tendrán “un lugar dado por el Gobierno para ejercer sus actividades”. Y ese lugar es Dzaleka.

Una de las que han vuelto es Adele Sabimana, una refugiada burundesa que hace cuatro años abandonó Dzaleka para empezar una nueva vida en Lilongüe, la capital del país. Allí vivía con su marido y sus cuatro hijos, donde regentaba un pequeño negocio de venta de fruta hasta que se vio obligada a marcharse: “Sabíamos que teníamos que volver a Dzaleka porque los lugareños nos dijeron que nos fuésemos. Nos amenazaron con llevarse todo lo que había en nuestra casa si no lo hacíamos”, dice en un susurro. Adele considera que su vida fuera era mucho mejor porque tenía independencia, pero no todos los que vuelven comparten la misma opinión. Miria, de la República Democrática del Congo, que también ha regresado, admite que se siente más segura en el campo porque está rodeada de miembros de su comunidad: “La gente nos discriminaba y nos recordaba constantemente que no éramos de allí, que teníamos que volver a nuestro país. En la ciudad sentía que no estaba en paz”. Su marido se ha quedado en Lilongüe, pero tendrá que volver al campo si los planes de reubicación del Gobierno se mantienen.

Dzaleka está lejos de poder hacer frente a las nuevas llegadas. El traslado de 8.000 personas requiere fondos que el Gobierno no tiene. Primero, se necesita dinero para transportar a los refugiados desde donde estén, y posteriormente, refugio, comida y acceso a la atención sanitaria.

El Programa Mundial de Alimentos (PMA) ya ha advertido de que se está quedando sin comida y solo tiene recursos suficientes para prestar asistencia a los refugiados hasta este mes. Los habitantes del campo solían tener acceso a alimentos del PMA, pero desde 2020 y debido a la falta de fondos, la ayuda se cambió por una transferencia en efectivo de unos siete euros al mes. Andrew Amisi, un joven de 32 años de la República Democrática del Congo (RDC), explica que esta cantidad no es suficiente para comer: “En 2020, 50 kilogramos de maíz costaban 6.500 kwachas malauíes (unos 5,8 euros) y hoy cuestan casi cuatro veces más. El dinero que recibimos no se corresponde con el aumento del precio de los alimentos. Tenemos hambre”, se queja.

Kenyi Emmanuel Lukajo, un responsable de ACNUR, confirma que “la financiación se ha reducido mucho en comparación con años anteriores”. “Proporcionar servicios básicos a los recién llegados y a los que ya están en el campo se está convirtiendo en un gran reto”, explica. También aclara que las familias que han regresado y las que lo harán en los próximos días tendrán que permanecer en el centro de recepción durante mucho tiempo porque no hay fondos ni espacio para construirles refugios. La rehabilitación de Luwani, otro campo de refugiados que actualmente está vacío, aún queda lejos, ya que ACNUR todavía no ha conseguido los fondos para rehabilitarlo. “En estos momentos, Luwani no es un campo de refugiados. Necesitamos una alternativa o un nuevo campo”, reconoce Kumbambe.

Brote de cólera, pobreza y violencia

“En Dzaleka escasea el agua, el saneamiento e incluso la comida. No se puede resolver un problema creando otro”, afirma Michael Kaiyatsa, director ejecutivo del Centro de Derechos Humanos y Rehabilitación. Según él, la situación actual no es sostenible: “Algunos de los que ahora regresan llevan fuera casi 30 años. Estas personas han establecido sus negocios, trabajado, creado familias, etcétera. ¿Qué pasará con sus negocios o con sus propiedades?”, se pregunta.

La gente nos discriminaba y nos recordaba constantemente que no éramos de allí, que teníamos que volver a nuestro país. En la ciudad sentía que no estaba en paz
Miria, refugiada de la República Democrática del Congo

La llegada de 8.000 personas más al ya superpoblado campo también preocupa a los habitantes de Dzaleka. A Suwavisi Ntakirutaimana, una vendedora de verduras ruandesa de 36 años, le angustia que la llegada de 8.000 personas afecte a su negocio porque habrá más competencia, ya que todos realizarán actividades similares. Lwitela Musa, un vendedor de verduras de 52 años de la RDC, no oculta su recelo ante la idea de que “al llegar más gente haya más problemas de enfermedades, alimentación, seguridad o vivienda”.

Dzaleka tampoco es un lugar seguro. Con el peor brote de cólera de los últimos 10 años en curso y unas autoridades incapaces de controlarlo, el alto riesgo de transmisión de enfermedades se multiplica en un entorno con condiciones insalubres.

Y el cólera no es el único riesgo al que se enfrentan los refugiados en el campo. En las últimas semanas, se han registrado violentos incidentes, a veces provocados por la falta de recursos, que preocupan a los responsables. Butoyi Fedeli, líder de la comunidad burundesa, resultó gravemente herido tras una explosión causada por un artefacto explosivo casero el pasado 14 de diciembre. Unas semanas antes, el 22 de noviembre, la policía disparó gases lacrimógenos y se enfrentó a los refugiados cuando estos saquearon algunos artículos de un almacén tras descubrir que sus nombres faltaban en una lista de distribución de material de construcción. Dentro y fuera de Dzaleka, los refugiados congoleños, etíopes, ruandeses o somalíes se preguntan qué ocurrirá a partir de ahora y cómo el gobierno planea obligarlos a regresar a este lugar en el que nunca quisieron estar.


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