El lado oscuro del paraíso turístico de Costa Rica

El turismo y la llegada de emigrantes europeos, norteamericanos e israelíes a un pueblo surfero de la costa pacífica ha desplazado a los habitantes de la localidad, que ahora deben afrontar un alto coste de vida

Dos trabajadores migrantes comparten una habitación conocida como cuartería, espacios de unos 10 metros cuadrados, a menudo sin agua corriente.Mauricio Morales

Casi de un día, para otro, Natalie Harker vio cómo el alquiler de su casa en la playa de Santa Teresa (Cóbano, Costa Rica) aumentaba de 375 euros a 844 (un 125%). La antigua aldea de pescadores situada en noreste del país, en la que esta colombiana de 38 años ha vivido durante los últimos ocho, llevaba años siendo uno de los destinos predilectos del turismo internacional. En 2016, un artículo de The New York Times la calificó como “el próximo Tulum” por “sus playas vírgenes y deliciosos mariscos”. Pero la pandemia de la covid-19 acentuó la llegada de emigrantes europeos y norteamericanos, que buscaban establecerse en idílicos paraísos como inversores o que podían trabajar desde cualquier lugar del mundo donde tuvieran una conexión a Internet. Como resultado, el coste de vida en este pueblo surfero de la costa pacífica costarricense se ha disparado, lo que ha supuesto un desplazamiento de los habitantes de la localidad y de trabajadores latinoamericanos a otros municipios o a viviendas más baratas.

Santa Teresa es una pequeña zona de playa en el noreste de Costa Rica. Desde principios de 2000, ha sido un punto estratégico para los surfistas debido a sus olas únicas durante todo el año y en los últimos cinco ha visto una explosión del turismo de lujo.Mauricio Morales
Algunos turistas y residentes se reúnen en un bar frente a la playa para ver la puesta de sol, uno de los principales atractivos de la pequeña localidad playera de Santa Teresa, en la costa pacífica norte de Costa Rica. Una cerveza de producción local en uno de estos bares puede costar entre cinco y ocho euros.Mauricio Morales
Los minimercados y supermercados ofrecen una gran variedad de productos, locales e importados. Los precios en comparación con la zona central de Costa Rica han aumentado y por ejemplo un kilo de pechuga de pollo puede costar entre seis y nueve euros.Mauricio Morales
Los restaurantes en Santa Teresa tienen una oferta de comida 'gourmet' e internacional con precios que oscilan entre los nueve y los 28 euros en temporada baja.Mauricio Morales
Uno de los cafés y restaurantes de la carretera principal de Santa Teresa, que a menudo con propiedad de miembros de la comunidad israelí.Mauricio Morales
Soda, un popular restaurante costarricense, es uno de los pocos negocios regentados por costarricenses y ofrece casado, un plato popular que consta de arroz, frijoles, ensalada y proteína animal (pescado, ternera, pollo o cerdo) y ronda los seis euros. Es un lugar habitual para algunos de los trabajadores extranjeros y locales de Santa Teresa.Mauricio Morales
Natalie Harker es colombiana. Trabaja en el sector de los servicios turísticos y ha visto un aumento importante de los alquileres en Santa Teresa. Paga 800 euros por una casa de un dormitorio tanto en la temporada alta como en la baja. En otros lugares, los propietarios de las casas duplican o triplican el coste del alquiler, lo que obliga a los inquilinos a buscar opciones a las afueras del pueblo.Mauricio Morales
Nicaragua es uno de los mayores exportadores de migrantes a Santa Teresa. Son la mano de obra que construye las villas de lujo y proyectos inmobiliarios turísticos. Un trabajador migrante puede ganar entre 18 y 23 euros al día por 10 horas de trabajo y pagar 121 por una habitación compartida de 10 metros cuadrados y sin baño a las afueras de Santa Teresa. Estos alojamientos, como el que aparece en la imagen, son popularmente conocidos como cuarterías.Mauricio Morales
En esta cuartería comparten casa cuatro familias nicaragüenses. Los espacios solo están divididos por cortinas.Mauricio Morales
Un trabajador migrante nicaragüense, en una obra en construcción cerca de la playa de Santa Teresa. Con el auge del turismo, los proyectos inmobiliarios se han expandido por las zonas cercanas.Mauricio Morales
Varios trabajadores nicaragüenses se desplazan en la parte trasera de camiones de construcción hasta las obras en las que trabajan.Mauricio Morales
Mujeres y hombres, en su mayoría migrantes nicaragüenses, hacen cola para coger los pocos autobuses que pasan desde Las Brisas, un barrio de migrantes, que les llevarán a sus trabajos en la construcción y los servicios de limpieza.Mauricio Morales
Una de las principales paradas de autobús del barrio de Las Brisas es también el único punto de recogida de basuras de toda la zona.Mauricio Morales
Algunos residentes y turistas utilizan a menudo quads, motocicletas y todoterrenos 4x4 para desplazarse por Santa Teresa y sus alrededores. La contaminación sonora y visual se suma a la de residuos humanos. La localidad carece de un sistema de alcantarillado y, con frecuencia, las casas, hoteles y empresas utilizan fosas sépticas o arrojan la basura a la tierra, que acaba en el océano.Mauricio Morales
Valerya Sztein es una migrante argentina que ha conseguido abrir una tienda de lencería. Esta comunidad es otra de las principales en Santa Teresa y suelen trabajar en puestos de nivel medio o directivo en el sector turístico o son propietarios de negocios.Mauricio Morales
Efraín Díaz es un nicaragüense que trabaja en la construcción en Santa Teresa y vive en Costa Rica desde hace más de 20 años. Sus condiciones de vida siguen siendo casi las mismas que cuando llegó. Vive en una pequeña choza de metal con su pareja y paga unos 122 euros de alquiler. Gana al mes, como otros trabajadores de la construcción, entre 660 y 942, y trabaja 60 horas a la semana en seis días.Mauricio Morales
Una villa de lujo con vistas al mar da directamente al campo de fútbol, uno de los pocos lugares públicos para el encuentro deportivo y de ocio de la comunidad de trabajadores migrantes en Santa TeresaMauricio Morales
El fútbol es uno de los principales deportes que tienen en común costarricenses y nicaragüenses. Efraín Díaz utiliza balones de fútbol desgastados para su club “Coyotes”, donde entrena a niños de distintas categorías, la mayoría hijas e hijos de trabajadores migrantes nicaragüenses, como él. Todo su trabajo es voluntario y depende de donaciones.Mauricio Morales

El 9% de la población de Costa Rica, un país de unos cinco millones de habitantes, son migrantes, según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Las políticas migratorias del país permiten la entrada sin visa a ciudadanos de la mayoría de los países europeos y de Norteamérica por un máximo de 90 días. No existen restricciones para el reingreso con visado de turismo, lo que permite a muchos, que no regularizan su residencia, entrar y salir para renovar su tiempo de permanencia. La mayor comunidad es la de nicaragüenses (66%), aunque también existe una numerosa comunidad argentina y, por último, población israelí. “Acá los europeos, los norteamericanos y los israelíes son los dueños del pueblo; los argentinos y ticos [gentilicio popular de Costa Rica] trabajan en hostelería, los nicaragüenses en construcción y ellas en la limpieza”, dice una residente costarricense que prefiere no dar su nombre.

El nicaragüense Efraín Díaz, de 39 años, vive en el barrio Las Brisas, cerca de la playa de Santa Teresa, donde se asientan en infraviviendas la mayoría de los migrantes que trabajan como peones de construcción de las villas de lujo y casas para el turismo que se edifican durante todo el año. A los siete años había empezado a vender caramelos en su Nicaragua natal, tras quedar huérfano. Su padrino juntó algo de dinero y con 11 años lo envió a Costa Rica, en un periplo que le obligó a caminar durante tres días por el monte y cruzar la frontera costarricense de manera irregular. Como la mayoría de nicaragüenses, consiguió empleo como recolector de café y aún hoy trabaja ahí. Paga unos 122 euros de alquiler y gana entre 660 y 942 euros al mes en jornadas laborales que son, como la de muchos de sus compatriotas, de entre ocho y 10 horas diarias durante seis días a la semana. Esta es la única manera de mandar dinero a sus familias.

Natalie Harker, una trabajadora migrante de Colombia, ha visto cómo su alquiler ha subido de 375 a 844 eurosMauricio Morales

Huir de la ciudad

Valerya Sztein, de 39 años, tuvo más suerte. Migró desde Argentina y es publicista de profesión. Cuando llegó a Santa Teresa hace dos años, “quemada” por la rapidez de la vida en la ciudad y las dificultades económicas de su país, comenzó como empleada en un negocio regentado por otro argentino. Pero ahora ya es dueña de su propia tienda de lencería. Ve este lugar como un sitio paradisíaco en el que “cómo no hay mucho que hacer, se fomentan los vínculos y el juntarse con amigos para cocinar y tocar la guitarra”.

Pero no todos los argentinos han podido emprender en Santa Teresa. Generalmente, trabajan en hostelería, a menudo como camareros, en locales dirigidos por israelíes, que han encontrado en el paraíso —tal y como lo retrata el diario Haaretz— la oportunidad de levantar negocios prósperos.

Crisis habitacional y precariedad laboral

Gabriela Merino, costarricense de 38 años, lleva 15 años en Santa Teresa y en este tiempo ha visto cómo los vecinos se marchan a las afueras, donde los precios son algo más baratos, para poder subsistir. Además, durante la pandemia y los meses posteriores, apreció una subida insostenible del coste de vida. En la mayoría de zonas costeras del país, el precio de los alimentos básicos son superiores a los del interior del país. Un kilo de pechuga de pollo llega a estar entre los seis y los nueve euros. Una cerveza local en los bares de la playa para ver la puesta del sol alcanza los ocho.

Si los nicaragüenses se van de aquí, se acaba Costa Rica, porque ellos son la mano de obra fuerte
Álvaro Gil, migrante colombiano

El coste de la vivienda también se ha disparado. Un piso de una habitación, con los servicios básicos —de los pocos que se encuentran disponibles en temporada alta (de diciembre a abril)— cuesta, con un poco de suerte, entre 1.000 y 1.500 euros al mes, mientras que el salario mínimo en Costa Rica es de unos 480. Sin embargo, los migrantes que no han regularizado su situación o que no cuentan con permiso de trabajo no tienen acceso ni a contratos laborales ni a las prestaciones sociales, por lo que muchos camareros dependen de las propinas para poder sobrevivir.

Francisco Rodríguez es un joven nicaragüense de 24 años que lleva cuatro como guarda de seguridad en Santa Teresa. Él también vive en Las Brisas y comparte un espacio de no más de 100 metros cuadrados con otras cuatro familias. Una fina cortina separa el área en cinco, mientras que la cocina y el baño son de uso común. Con lo que gana, dice, no le quedan ahorros para enviar a sus familiares. “Trabajo para vivir”, se lamenta. Aun así, la situación puede ser peor: hay muchos migrantes que se ven abocados a vivir en cuarterías, una habitación compartida que, en muchas ocasiones, carece de agua potable.

En Costa Rica el salario mínimo es de 480 euros, mientras que en Santa Teresa el alquiler de un piso de una habitación cuesta entre 1.000 y 1.500 euros

Impacto medioambiental

Una de los mayores problemas es el impacto medioambiental. El elevado incremento de personas que viven temporalmente en Santa Teresa ha llevado al límite a los servicios de limpieza del área y es frecuente encontrar apiladas bolsas de basuras en la única calle que atraviesa la localidad. El poco control gubernamental que hay en el manejo de aguas residuales en torno a las construcciones de las villas de lujo, casas, restaurantes y hoteles ha agravado la huella ambiental en la zona.

Una de las principales paradas de autobús del barrio de Las Brisas es también el único punto de recogida de basuras de toda la zona.Mauricio Morales

Para Carolina Chavarria, directora de Nicoya Waterkeepers, falta mucha responsabilidad individual en el cuidado del medio ambiente. “Cortamos todos los árboles porque queremos vista al mar, y luego se quejan de que hay derrumbes y que todo está sucio y mucho sedimento en el mar”, se queja. A través de la organización han impulsado diferentes iniciativas que monitorean el impacto ambiental y educan en el manejo de residuos a los residentes y dueños de negocios de la zona.

La proyección turística de Santa Teresa ha provocado que apenas se haya invertido en la creación de espacios públicos y de encuentro. Uno de ellos es la cancha de fútbol, —donde se sitúan algunas de las villas de lujo con vistas al mar—. Es el lugar en el que Efraín Díaz entrena a los niños, nicaragüenses en su mayoría, e incentiva las actividades y lugares de encuentro de la comunidad a través de la Escuela Coyote Club. “Apoyo a los niños de corazón, porque no tuve padres y sufrí muchísimo. Había gente que me discriminaba y otros no, por eso yo quiero respaldarlos”, reflexiona.

“La comunidad está segregada por grupos étnicos y los nicaragüenses no se mezclan con nadie”, reflexiona Merino. Es casi imposible verles con una cerveza en las playas o practicando surf. Salen muy temprano de Las Brisas para trabajar, se agolpan para poder subir a los pocos autobuses que los llevan a sus empleos o vuelven de ellos en la parte de atrás de un camión a la precariedad de sus hogares. “Si los nicaragüenses se van de aquí, se acaba Costa Rica, porque ellos son la mano de obra fuerte”, añade Álvaro Gil, un colombiano de 60 años que llegó a Santa Teresa a los 35.

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