Ahora que todo el año es septiembre
Hay que aprender a lo largo de la vida, pero lo estamos haciendo a todas horas. Parece que la vida se hubiera convertido solo en un camino de formación
Nunca empecé una colección de soldaditos de la II Guerra Mundial o de piezas para construir una casa de muñecas, pero sí cursos de ganchillo y de italiano. Septiembre llenaba el quiosco de promesas. El inicio del curso era el momento en que nos daban ganas de emprender algo nuevo. Teníamos grabada a fuego la vuelta al cole: aprender, explorar, ir a descubrir lo desconocido.
Ahora uno puede —es más, debe— emprender su camino de transformación todo el año. ...
Nunca empecé una colección de soldaditos de la II Guerra Mundial o de piezas para construir una casa de muñecas, pero sí cursos de ganchillo y de italiano. Septiembre llenaba el quiosco de promesas. El inicio del curso era el momento en que nos daban ganas de emprender algo nuevo. Teníamos grabada a fuego la vuelta al cole: aprender, explorar, ir a descubrir lo desconocido.
Ahora uno puede —es más, debe— emprender su camino de transformación todo el año. Septiembre ha perdido su impronta de nuevo comienzo, como enero dejó de ser el mes de las rebajas. La transformación, por cierto, se vende muy barata en redes sociales y plataformas: “Cómo pasar de cero a mil seguidores con tres posts”, “Consigue un cuerpo diez en 30 días”, “Aprende a invertir y hazte rico en siete sencillos pasos”, “Conviértete en un escritor de éxito en una semana”. Así de fácil todo el año.
No estamos interpretando bien lo del lifelong learning. El cambio de mentalidad consistía en asumir que hay que aprender a lo largo de la vida. Pero lo estamos haciendo a todas horas. Parece que la vida se hubiera convertido solo en un camino de formación. A este ritmo, se nos va a hacer larga: a long life learning. Con razón dice Byung Chul Han que el individuo de hoy ya no es sujeto, sino proyecto.
El espíritu aspiracional de nuestro tiempo ha liberado al gurú que todos llevamos dentro: levantas un tuit y salen cien mil. Nos instan a transformarnos con la autoridad de haber llevado a cabo antes el cambio de vida que nos proponen. Su lugar común preferido es: si yo lo hice, tú también puedes.
No sé a otros, a mí la realidad me muestra a diario todo aquello que otros han hecho y yo no haré nunca. No pasa nada: he hecho cosas que otros no harán. Sé lo que no haré porque me conozco, aunque el gurú asegura conocernos mejor y tiene un método universal. Promete que el gusanillo de malestar difuso que nos reconcome por dentro se apaciguará cuando cambiemos. ¿Y qué tenemos que cambiar? Cualquier cosa. Es tan fácil: el gurú nos ofrece soluciones mágicas, a menudo gracias a nuevas herramientas digitales. Ya nos advirtió Arthur C. Clarke que “cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. En ese embrujo estamos.
El modo verbal del gurú es el imperativo: levántate cada día a las cinco de la mañana, come raíz de chirivía tres veces por semana, camina diez mil pasos, sé más productivo, lee veinte minutos, elimina el azúcar de tu dieta, usa el pomodoro para concentrarte. Siempre nos sobra algo o nos falta algo. Se ha vuelto imposible apreciar lo que tenemos y vivir el presente, pero no hay de qué preocuparse, enseguida aparece otro imperativo: ¡disfruta de las pequeñas cosas de la vida!
Y todavía hay quien se pregunta a qué se debe esta epidemia de ansiedad.
El FOMO (fear of missing out, “miedo a perderse algo” en inglés) nos tiene agarrados: tememos perdernos algo de todo lo que nos ofrecen las redes y las plataformas. Y sí, a fuerza de tanto mirar hacia fuera, nos estamos perdiendo lo más interesante, que ocurre en nuestro interior si le prestamos atención.
Cuanta más inseguridad sentimos respecto al futuro, más credibilidad encuentra el espíritu de la transformación, apoyado en la premisa de que la vida de cada individuo depende por completo de lo que haga. Vivimos bajo dos narrativas de la extinción: los de izquierdas, en la climática; los de derechas, en la teoría del reemplazo. Sea cual sea tu visión del mundo, hay un futuro peor que la muerte individual: la colectiva.
Da igual que sea verdad o mentira: son narrativas y como tales configuran nuestro pensamiento. Yo diría que incluso merman nuestra fuerza vital. Una cosa es saber que el futuro no lo resolverá ni la resurrección ni la revolución y otra muy distinta es vivir convencidos de que nos vamos al carajo. En ese panorama, la transformación individual se presenta como lo único asequible.
Yo sigo sintiendo unas ganas irrefrenables de aprender algo nuevo cuando llega septiembre. Ya estoy en ello. No voy al quiosco, sino que aprendo online. Porque también hay mucho conocimiento cualificado e interesante si se sabe desbrozar la maraña de internet. Para discernir la calidad de un curso, tengo un test infalible: si me prometen cambiar en diez días, en siete pasos o con tres trucos, ni lo intento.
El aprendizaje verdadero es difícil porque es una lucha: con lo que una ya sabe, con lo que debe desaprender, con los prejuicios, con los sesgos cognitivos, con los caminos neuronales ya trillados en nuestro cerebro. En suma, con lo que una es. Aprender es agónico porque lo que nos transforma de verdad mata algo dentro de nosotros, no sin mucha pelea. La transformación solo ocurre si se da esa lucha interior. No es el objetivo, sino el resultado. La magia de aprender es que no sabes cuando te va a cambiar, pero ocurre. A veces ocurre. Solo hay que empezar en septiembre.