Zarinas de Zara

Las dependientas de Inditex le han montado una huelga a la patrona para cobrar lo mismo que los varones de los almacenes y están en trance de lograrlo

Participantes en una protesta ante un establecimiento de Zara en Madrid el pasado 7 de enero.JUAN MEDINA (REUTERS)

Mi primera prenda de Zara fue un vestido azul pastel con cuello barco y manga francesa que solo me quité para lavarlo durante mi primer verano de universitaria. No era nada del otro mundo, pero, aquí y entonces, parecía de otro planeta. Tenía, no sé, ese algo de las revistas que no encontrabas en la ropa de mercadillo ni en la de las tiendas de barrio ni en la de los grandes almacenes, ni siquiera en la de las boutiques finas donde se vestían las pudientes de la época. Lo de Zara no era lo mismo, claro, pero, si no era bueno, daba el pego. Y, sobre todo, podías pagarlo. Compré aquella primera ...

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Mi primera prenda de Zara fue un vestido azul pastel con cuello barco y manga francesa que solo me quité para lavarlo durante mi primer verano de universitaria. No era nada del otro mundo, pero, aquí y entonces, parecía de otro planeta. Tenía, no sé, ese algo de las revistas que no encontrabas en la ropa de mercadillo ni en la de las tiendas de barrio ni en la de los grandes almacenes, ni siquiera en la de las boutiques finas donde se vestían las pudientes de la época. Lo de Zara no era lo mismo, claro, pero, si no era bueno, daba el pego. Y, sobre todo, podías pagarlo. Compré aquella primera dosis de lo que para mí se convirtió en droga dura en la calle de Carretas, la primera sucursal que Amancio Ortega abrió en Madrid desde que empezara vendiendo batas de boatiné en una mercería de A Coruña. En aquel templo, además del género, llamaban la atención las sacerdotisas. Chicas monísimas vestidas a la última con ropa de la casa que te miraban un palmo por encima del hombro y te respondían con un “lo que hay colgado, cielo” si osabas molestarlas preguntándoles si tenían más modelos o más tallas. Parecían, realmente, las zarinas de Zara. Como si fueran a heredar el negocio. Si ganaban cuatro perras trabajando como mulas, era su problema y parecían compensarlo con su orgullo de pertenencia a una secta de la que, además, eran clientas cautivas.

El resto es historia. La diversificación de la firma hasta vender desde bragas a colchas, la expansión global de la marca, el ascenso de Ortega al olimpo de los magnates más ricos del mundo y, hace unos meses, su relevo por parte de su hija Marta en el trono zarista. Desde entonces, y hasta ayer mismo, no se había oído una voz más alta que otra, ni una voz a secas, sobre las condiciones laborales de la plantilla. Alguna de aquellas chicas monísimas han ido menguando y ensanchando, como yo misma, lo sé porque las he visto envejecer en directo día a día doblando jerséis a destajo. Ahora, si no han volado a otros nidos, son las encargadas de las jóvenes, y unas y otras han dicho basta. Las dependientas de Inditex, el 80% de la plantilla, han dejado de tragar con lo de que calladitas están más monas, se han atrevido a hacerle una huelga a la nueva patrona para cobrar lo mismo que sus compañeros varones de los almacenes y están en trance de lograrlo. Y yo que me alegro, aunque, a estas alturas, soy casi accionista de la casa. Es más, si hubiera justicia en el mundo, Marta Ortega debería incluirme en el reparto de dividendos. Con lo que me he dejado en esas cajas en estos 35 años podría tener no solo la hipoteca pagada, sino un cochazo en el garaje y un barco atracado en Altea, digo Arteixo.

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