Palabras que transforman y liberan
Más allá de la literalidad de la ley de libertad sexual, que se popularice entre las jóvenes el concepto de que “solo sí es sí” es suficiente para poner en marcha el cambio de paradigma en las relaciones
En El invencible verano de Liliana, el libro dedicado a su hermana asesinada por su expareja cuando tan solo tenía 20 años, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza planteaba el peligro de la falta de palabras y discursos para reconocer la violencia. En un país, escribía, “donde, hasta hace poco, incluso la música popular ensalzaba a los hombres que, en arrebatos de celos o la menor provocación, asesinaban a mujeres, producir ese lenguaje ha sid...
En El invencible verano de Liliana, el libro dedicado a su hermana asesinada por su expareja cuando tan solo tenía 20 años, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza planteaba el peligro de la falta de palabras y discursos para reconocer la violencia. En un país, escribía, “donde, hasta hace poco, incluso la música popular ensalzaba a los hombres que, en arrebatos de celos o la menor provocación, asesinaban a mujeres, producir ese lenguaje ha sido una lucha heroica”. Rivera Garza se refería al término feminicidio, inexistente cuando su hermana menor moría en 1990 a manos del que había sido su novio desde la adolescencia, y a cómo esta incapacidad de poder nombrar les había impedido, no solo a Liliana, sino también a todos los que la rodeaban, dos cosas fundamentales: detectar un riesgo que terminó siendo mortal y reivindicar que no, que la culpa no había sido de una joven libre y autónoma disfrutando de sus años universitarios en la Ciudad de México, sino de un depredador posesivo que sintió la amenaza de su libertad.
Producir un lenguaje preciso, inventar nuevas palabras o popularizar ciertas consignas ha ayudado a que miles de mujeres sepamos nombrar lo que son delitos y a ponernos alerta ante situaciones de inseguridad. Pero también a entender que lo que nos pasa —el temor que sentimos solas por la noche o la incomodidad amenazante que nos produce la mirada persistente de un desconocido, por ejemplo— no son emociones aisladas e individuales de las que potencialmente tengamos que sentirnos avergonzadas, sino que forman parte de un mundo repleto de desigualdad. Y eso, como escribió Rebecca Solnit en uno de los textos recopilados en su conocido Los hombres me explican cosas, es poder, porque tener términos para poner nombres a ciertas realidades —la escritora norteamericana se refería al de “cultura de la violación”— nos permite comprender que determinadas cosas no son anomalías o individualidades, sino que tienen que ver con las estructuras culturales que sustentan el machismo. Redefinir el mundo con lenguaje, proseguía Solnit, es el primer paso para poder cambiarlo, así que no deberíamos dejar que se considere como una nimiedad.
Las reflexiones anteriores me vienen a la cabeza a raíz de la reciente aprobación de la Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual. La nueva norma implica, como se sabe, un nuevo enfoque jurídico y un cambio de paradigma a la hora de considerar las agresiones sexuales. Sin embargo, mi objetivo en estas líneas no es discutir, por falta de capacidad y formación jurídica, las cuestiones más técnicas (en estas páginas lo hacía Teresa Peramato), sino aplaudir como ciudadana de a pie no ya solo el cambio legal que supone, sino la transformación del lenguaje y el discurso que también conlleva. Celebro esto último porque sé que poseer palabras que nos dejen verbalizar de forma distinta lo que ocurre desencadenará, en efecto, una variación. En este sentido, que el “solo sí es sí” haya corrido como la pólvora es ya un triunfo porque, más allá de lo que se publique en el BOE, la consigna circula configurando su realidad: la de empezar a saber de forma generalizada, por ejemplo, que el consentimiento es un derecho y que, si las cosas se ponen difusas en esa zona de grises que tantas críticas ha levantado, ya no valdrán los esquemas de siempre. Que las nuevas generaciones de mujeres, esas adolescentes y jóvenes que comienzan a salir al mundo que les rodea, crezcan en un contexto en el que tengan claro que el verbo consentir es la clave y que varían los grados y la gravedad, pero que de lo que se habla es de delitos y agresiones, les ayudará a hacerlo más libremente —no solo a ellas, por supuesto, también a ellos—. No son necesarias cosas complicadas. No hace falta saber Derecho, haber leído la ley o estar especialmente informadas. Basta que sepan —ahí radica su fuerza— que el “solo sí es sí” les ampara para que empiece a operar el cambio. Porque las palabras son brújulas y linternas, armas y escudos, que no solo arrojan luz: también defienden, resguardan y orientan. A todas. A todos.
La ley ha suscitado numerosas críticas, no hace falta enumerarlas. Las que se han planteado dentro del feminismo quizá puedan provocar debates futuros para seguir caminando. Para las otras, las de una derecha reactiva y ofensiva que minusvalora sistemáticamente la violencia contra las mujeres, siempre queda volver de nuevo a Rebecca Solnit: “Las mujeres tienen miedo todo el rato de ser violadas y asesinadas, y puede que sea más importante hablar de esto que el proteger las zonas de confort de los hombres”. Más claro, agua. Aunque, afortunadamente, somos muchas y muchos los que en estos días celebramos que, en efecto, y en medio de la complejidad, solo sí sea sí.