Fernando Henrique y Lula

Los expresidentes brasileños están observando el vecindario. Ambos temen que un colapso del liderazgo de Bolsonaro derive en una involución para la calidad democrática en Brasil

Los expresidentes brasileños Lula Da Silva y Fernando Henrique Cardoso, durante su último encuentro.Ricardo Stuckert (Instituto Lula)

Cuando su hija menor, Beatriz, le propuso grabar, como un registro para la historia, una conversación con Inacio Lula da Silva, Fernando Henrique Cardoso aceptó la idea con mucho gusto. Por eso a ninguno de sus allegados le sorprendió que se haya reunido a almorzar con Lula, su sucesor en la presidencia de Brasil. El encuentro se celebró el pasado miércoles 12 y Lula divulgó la novedad a través de Twitter recién el viernes último. Él fue quien tomó la inici...

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Cuando su hija menor, Beatriz, le propuso grabar, como un registro para la historia, una conversación con Inacio Lula da Silva, Fernando Henrique Cardoso aceptó la idea con mucho gusto. Por eso a ninguno de sus allegados le sorprendió que se haya reunido a almorzar con Lula, su sucesor en la presidencia de Brasil. El encuentro se celebró el pasado miércoles 12 y Lula divulgó la novedad a través de Twitter recién el viernes último. Él fue quien tomó la iniciativa, recurriendo a los buenos oficios de quien fuera su ministro de Defensa, Nelson Jobim, también ministro de Justicia de Cardoso. Jobim ofreció su casa para una cumbre que, además de modificar la dinámica política brasileña, proyecta un significado interesante sobre toda la región.

Cardoso y Lula habían conversado por última vez en diciembre de 2013. Fue cuando viajaron a Sudáfrica para asistir a los funerales de Nelson Mandela, invitados, igual que José Sarney y Fernando Collor, por Dilma Rousseff. Tres años más tarde, el desenlace de la presidencia de Rousseff les encontró enemistados. Cardoso tuvo un rol muy activo para explicar en el exterior las razones del impeachment.

El escenario actual es muy distinto. Lula y Cardoso tienen motivos para estar alarmados por la suerte de la democracia en su país. Si bien no está en su pico más dramático, la pandemia sigue presentando estadísticas sombrías, con más de 70.000 contagios y alrededor de 2000 fallecimientos por día. La crisis sanitaria transcurre con un deterioro de la situación social, motivado sobre todo porque el gobierno comenzó a retirar la ayuda material que distribuyó durante el año pasado. Aumenta el desempleo, vuelve el hambre. En este contexto, la gestión de Jair Bolsonaro alcanza, según una investigación de Exame, niveles de desaprobación del 50%. Solo el 24% se muestra satisfecho, y un 22% la considera regular.

El desasosiego se vuelve alarmante si se observa la región. Colombia padece una convulsión semejante a la que agitó a Chile a comienzos del año pasado. Y Perú exhibe durante el proceso electoral un repudio inquietante hacia la dirigencia política convencional. Algo similar a lo que expresaron los chilenos durante las elecciones constituyentes de la semana pasada. Cardoso y Lula están observando el vecindario. Ambos temen que un colapso del liderazgo de Bolsonaro derive en una involución para la calidad democrática en Brasil.

El líder del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) ya había enviado algunas señales amistosas. Por ejemplo, adelantó que, en un ballotage en el que compitiera Bolsonaro, apoyaría a la otra opción. Si esa opción era Lula, se inclinaría por él. Es decir, no volvería a votar en blanco como en las elecciones de 2018, cuando Bolsonaro quedó enfrentado al ahijado de Lula, Fernando Haddad.

Cardoso es un humanista de gran estatura intelectual, que el próximo 18 de junio cumplirá 90 años. Exhibe una gran vitalidad y, al mismo tiempo, mira a su país sub specie aeternitatis. Desde esa perspectiva, tiene una imagen de Lula que justifica que le considere un activo para la democracia brasileña. El politólogo Sérgio Fausto, que trabaja junto al expresidente en el Instituto Fernando Henrique Cardoso, lo explica de este modo: “Lula encarna para Cardoso uno de los aspectos de la modernización de Brasil. Representa el ingreso de los sectores populares a la arena política. No bajo un liderazgo tutelar, como el que ejerció Getulio Vargas en la primera mitad del siglo pasado, sino como protagonistas activos”. Fausto detecta bien: “La Presidencia de Lula, a pesar de obvias diferencias, representó, en muchas dimensiones estructurales, una continuidad de la Presidencia de Cardoso”.

Para terminar de entender esta aproximación a Lula hay que incorporar otra información. Cardoso no consigue hoy entusiasmarse con ningún candidato competitivo de su propio partido. Cuando observa al gobernador de San Pablo, el empresario y ex presentador televisivo João Doria, queda desencantado por ciertos rasgos demagógicos, que bordean una especie de populismo de derecha. Aun cuando Doria sea un actor inevitable en el juego de la oposición a Bolsonaro. En cambio, Cardoso alentaría una candidatura de Luciano Huck; pero casi todo indica que este showman volverá a cerrar contrato con TV Globo, acaso por una cifra mucho más tentadora que las que lo ataban hasta ahora a esa cadena audiovisual. Nadie supone que Cardoso imagine a Lula como una opción para el PSDB en la primera vuelta electoral. Pero hoy el líder del PT es la figura más competitiva para enfrentar a Bolsonaro en la segunda vuelta.

Lula ya admitió que piensa lanzarse a esa carrera. Según una encuesta de Datafolha que se conoció hace una semana, está encabezando la competencia con un 41% de intención de voto, contra 23% de Bolsonaro. Un ballotage entre ambos daría la victoria a Lula por 55 contra 32% del presidente actual. La consultora Vox Populi consigna números muy parecidos: 43% contra 23% en el primer turno y 55 contra 28% en el segundo. Son hipótesis prematuras. Las elecciones se celebrarán en octubre del año que viene. Todavía falta saber si habrá algún otro postulante ocupando el centro. Por ejemplo, Luis Henrique Mendetta, el exministro de Salud del gobierno actual.

El movimiento de Lula hacia Cardoso cobija más de un significado. El más evidente: el líder del PT pretende, como cuando alcanzó la presidencia en 2003, marchar hacia el centro. Sobre todo, asegurar que, si retorna al poder, la estabilidad económica de Brasil, amenazada por la crisis, estará garantizada. Cardoso puede entregar un certificado de calidad en esa materia, destinado al establishment empresarial y financiero, dentro y fuera del país.

Lula debe demostrar también que los escándalos de corrupción asociados a su figura ya han sido, en alguna medida, descontados a la hora de evaluar su liderazgo, y que, por lo tanto, no son una barrera infranqueable en el camino hacia el poder. La foto con su rival y antecesor apunta también en esa dirección.

Lo que sucedió en la casa de Jobim no debería ser indiferente para la región. La izquierda observa cómo el dirigente principal del mayor partido de base popular en América Latina se relanza buscando un gesto amigable con alguien como Cardoso. Cuando proliferan experimentos radicalizados, y todavía no terminó de agotarse la ensoñación bolivariana, Lula decide enfrentar a Bolsonaro transitando hacia la moderación. No habría que desconectar del todo esta peripecia del clima que trasciende del gobierno de Joe Biden en los Estados Unidos.

Lula vuelve a un juego que conoce. Arraigado en el terreno sindical, “es un líder popular, pero no -son palabras de su antiguo compañero de ruta José Dirceu—un hombre de izquierda: cuando hay que elegir entre el acelerador y el freno, Lula elige el freno”. El expresidente del Uruguay Julio María Sanguinetti le retrata con rasgos parecidos. Suele contar que, cuando el caudillo del PT llegó al gobierno, él consultó a Sarney, quien le explicó: “Es un gremialista. Alguien acostumbrado a negociar con empresarios. Alguien que sabe apreciar el valor de un 2%”.

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