Lo de ETA y Serge Gainsbourg

Ninguna bomba ha estallado. Pero la política electoralista española atufa a violencia

Arnaldo Otegi, participa en un acto político, junto a la candidata de EH Bildu a diputada general de Álava, Eva López de Arroyabe, y el candidato de EH Bildu a la alcaldía de Agurain, Raúl López de Uralde, en la plaza San Juan de Agurain, el pasado 18 de mayo.Iñaki Berasaluce (EUROPA PRESS)

Estudié Ciencias Políticas en el País Vasco a finales de los noventa. Entonces la violencia estaba instalada en la vida cotidiana de todas las personas que vivíamos allí. En cuarto curso de carrera (año 2000), ETA puso un artefacto en el ascensor de mi Facultad para atentar contra una de mis profesoras, Edurne Uriarte. La bomba no estalló debido a un fallo técnico. Pocos días antes de la bomba fallida, la Ertzaina se había presentado en la univer...

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Estudié Ciencias Políticas en el País Vasco a finales de los noventa. Entonces la violencia estaba instalada en la vida cotidiana de todas las personas que vivíamos allí. En cuarto curso de carrera (año 2000), ETA puso un artefacto en el ascensor de mi Facultad para atentar contra una de mis profesoras, Edurne Uriarte. La bomba no estalló debido a un fallo técnico. Pocos días antes de la bomba fallida, la Ertzaina se había presentado en la universidad para contener uno de los llamados días de lucha que convocaba la izquierda abertzale. Cuando llegaron el campus estaba en calma. Pero los escudos, los cascos y las porras rara vez dejaban indiferente al personal. Aquel día terminé debajo de un coche para evitar el impacto de las pelotas de goma (que podían dejarte tuerta o con mala suerte matarte) para poco después ir a desayunar a la cafetería con quienes lanzaron las primeras piedras contra la policía. Después del atentado contra Uriarte, compañeros de curso de distintas ideologías decidimos ponernos una diana en la espalda para manifestarnos en el aula. Recuerdo pegarme y despegarme aquella diana impresa en un folio DIN A4 antes de decidirme. Protestar en silencio requería valor, pero la provocación era un riesgo distinto. Un día discutí con el chico más listo que conocí en toda la carrera. La última palabra la tuvo él cuando me explicó que “algunas veces, la violencia es necesaria para llegar donde los argumentos no alcanzan”. Fue una inteligencia perdida. En la Facultad conocí también a Koldo Sagastizabal, que sería concursante de la primera edición de Gran Hermano. Él nos hizo partícipes de que toda España vivía inmersa en un reality show que, según los concursantes, magnificaba la realidad. A mí me parecía que vivir en el País Vasco lo hacía también.

No fui consciente de toda la violencia soportada hasta que pisé Madrid. Mis amigos de la Complu tenían dos cosas en común: cantaban a Serge Gainsbourg y habían organizado un cinefórum en francés en la Facultad. Tuve que cantar Je t’aime moi non plus para entender que la violencia política que respirábamos en el País Vasco, además de muchas vidas, se había cobrado muchos pensamientos, un sinfín de oportunidades y también muchas canciones. Hasta el cine francés.

Estos días la violencia ha vuelto. Puedo olerla como se huele la violencia de un borracho maltratador. No hace falta oír el primer grito, ni el golpe de su puño en la mesa: apesta desde el portal.

Del mismo modo, ninguna bomba ha estallado. Pero la política electoralista española atufa a violencia. Estos días me asaltan imágenes que llevaban dormidas más de 20 años al tiempo que me pregunto cuánta violencia hemos normalizado para que a nadie se le haya ocurrido evitar que los ex­etarras con delitos de sangre puedan presentarse a las elecciones. Cómo es posible que el Colectivo de Víctimas del Terrorismo haya tenido que destapar el escándalo. Cómo puede ser que una vez más las víctimas se hayan visto obligadas a exigir un respeto que se les escamotea. Cómo pueden algunos representantes del PP seguir pronunciando la palabra ETA como si tuvieran un azucarillo en la boca, relamiéndose. Por qué consentimos que (toda) la clase política anteponga su mentalidad electoralista a la dignidad más elemental. En definitiva, qué clase de democracia hemos construido si las víctimas son la única autoridad capaz de exigir criterios éticos a un sistema de partidos donde lo legal convive dulcemente con lo inmoral. Ojalá el ruido furioso de estos días no nos haga olvidar que otra música es posible.

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