Vestirse para posicionarse contra la sociedad: las subculturas toman la semana de la moda de Milán
De la evasión de las ‘raves’ a la exuberancia de los nuevos románticos o la subversión de las mujeres que escandalizaron a la sociedad de principios del siglo XX. La pregunta sobre por qué los diseñadores toman ahora estos puntos de referencia se responde sola. También la de por qué el negro ha teñido casi todas las colecciones
Pasos marciales vestidos de rosa, gorros de húsar con etéreos vestidos de flores, vestidos de diva de los años cincuenta hechos de nailon, trajes sobrios de institutriz, chaquetas de hombros armados que inspiran agresividad, conjuntos de falda y jersey de manga corta aniñados y un poco anacrónicos. Solo Prada, que navega por la historia con una mirada iconoclasta única en su especie, es capaz de mezclar periodos y estereotipos antagónicos sin despeinarse para...
Pasos marciales vestidos de rosa, gorros de húsar con etéreos vestidos de flores, vestidos de diva de los años cincuenta hechos de nailon, trajes sobrios de institutriz, chaquetas de hombros armados que inspiran agresividad, conjuntos de falda y jersey de manga corta aniñados y un poco anacrónicos. Solo Prada, que navega por la historia con una mirada iconoclasta única en su especie, es capaz de mezclar periodos y estereotipos antagónicos sin despeinarse para, de paso, subvertirlos. Lo demuestra con cada colección, aunque sobre todo en la que ha mostrado en la tarde de este jueves 22 de febrero en la semana de la moda de Milán, donde lo severo se dulcificaba, lo cursi (esa tendencia coquette que parece inundarlo todo) se deconstruía y lo anodino se cargaba de importancia.
La firma italiana, experta, por ejemplo, en que las flappers de los años veinte se calcen botas de fútbol o que los uniformes de las enfermeras se conviertan en vestidos de novia, esta vez ha tirado del imaginario militar, uno de sus favoritos, para pintar una imagen paradójica, en la que la dureza se humaniza y la idea tradicional (y patriarcal) de la belleza se endurece, algo que Miuccia Prada lleva haciendo 40 años, pero que en este desfile, creado junto a Raf Simons, su pareja creativa desde hace cuatro años, ha sido más que literal. Algo así como su propia interpretación de la banalidad del mal, el concepto acuñado por Hannah Arendt y Günther Anders y que queda patente en la reciente adaptación cinematográfica de La zona de interés: hasta las peores personas necesitan rutinas que las humanicen y hasta las buenas personas, a veces, tienen que mirar para otro lado. Miuccia nunca diría algo así de su colección; utilizaría ideas menos grandilocuentes y más generales para describirla. O simplemente diría que sus complejos mapas visuales nacen de charlas sencillas. De hecho, explica en las notas que acompañan al desfile que elementos canónicos de la idea de feminidad, como los lazos, los flecos o los volantes, siguen ahí, siendo atractivos. También que la finalidad de sus presentaciones es abrir conversación. Pero basta un repaso pormenorizado al desfile (en el que, por si quedaba alguna duda, sonaba Noches de blanco satén) para darse cuenta de que esta es su respuesta, o mejor dicho, su oposición a los tiempos que corren.
Vestirse para posicionarse contra la sociedad, algo tan antiguo como la sociedad capitalista, pero que cobró especial relevancia durante los años sesenta y setenta con la explosión de las subculturas en plena Guerra Fría. Vestirse para oponerse al sistema y crear comunidades alternativas, en las que al uniforme del mod, del hippy, del punk o del nuevo romántico lo rodeaban una música, unos lugares y, en definitiva, un estilo de vida determinado. La moda lleva años subiendo las subculturas a la pasarela, literal y figuradamente, porque sus propuestas, luego vendidas como tendencias (si es que eso de la tendencia sigue existiendo) son en este caso una estilización de lo que surge en la calle, a veces vacía de significado.
La pregunta sobre por qué precisamente ahora las primeras jornadas de la semana de la moda de Milán han recurrido a las subculturas quizá se responde sola. También la cuestión de por qué en casi todas las colecciones, incluidas las de las firmas en las que el color o el estampado forman parte de su identidad (Etro, Alberta Ferretti, Roberto Cavalli), hay sobredosis de color negro. Solo hace falta leer la prensa a diario.
El calendario de desfiles milaneses lo abría de nuevo Diesel, que está volviendo a ser relevante gracias a Glenn Martens (y dando beneficios, según los últimos resultados del grupo al que pertenece, OTB). El diseñador belga, que ya ofreció entradas gratuitas en uno de sus shows, ha vuelto a apelar a la idea de democracia, ese oxímoron de la moda, con un desfile en el que mil personas anónimas se convirtieron en el escenario a través de pantallas. También pudieron acceder vía streaming a los preparativos 48 horas antes. ”El set es una videollamada en vivo con fans de todo el mundo. Diesel es una democracia de la moda, por lo que es natural que revelemos lo que normalmente se mantiene oculto”, explica en las notas. Martens vuelve a redundar en la estética que envuelve a la firma italiana desde hace cuatro años: la rave. Prendas tratadas como si el sudor las trasluciera, desgarradas, desteñidas, rotas pero perfectamente cortadas, más cercanas a la sastrería que en ocasiones anteriores. La rave, una de las últimas grandes subculturas con permiso del grunge, una fiesta de evasión colectiva y oculta en carreteras y naves de extrarradio. Los invitados, en las pantallas, llevaban por voluntad propia —y no por imposición de la marca— cejas decoloradas, pelucas y hasta máscaras de alien. Todo encajaba.
Kim Jones sabe de muchas cosas, pero quizá de lo que más sabe es de subculturas. De joven se colaba en los clubes londinenses, es coleccionista de prendas firmadas por diseñadores de culto de los setenta, los ochenta y los noventa y, lo que es más importante, fue uno de los primeros diseñadores en convertir lo urbano en tendencia (con Umbro) y lo subcultural en lujoso (como director creativo de la línea masculina de Louis Vuitton). Este miércoles firmaba una de las mejores colecciones que ha hecho en Fendi.
“Estaba mirando en los archivos de la marca de 1984. Los bocetos me recordaron al Londres de aquellos tiempos: los Blitz Kids, los nuevos románticos, la adopción de la ropa de trabajo, el estilo aristocrático, el estilo japonés… Fue un punto en el que las subculturas y estilos británicos se hicieron mundiales y absorbieron influencias mundiales, sin importarles en absoluto lo que los demás opinaran”, explicaba el diseñador. Pero tanto esta influencia del diseño japonés de mediados de los ochenta como la exuberancia decimonónica de los Blitz kids se llevan aquí a un plano sutil y sobrio. Están en los cuellos, las superposiciones, los estampados de esculturas romanas (sede de Fendi) o los trajes con hombros armados y cinturas ligeramente estrechas, pero con una vocación utilitaria. Todo está pensado para ser cómodo y fácil de usar, algo no tan frecuente en las pasarelas, ni siquiera en los tiempos que corren.
Max Mara es sinónimo de utilitario, pero también, aunque no lo parezca, de subcultural. Lideraría esa macrotendencia que ahora llaman lujo silencioso si no fuera porque llevan más de 70 años siendo lo que son, una marca global producida localmente pensada para vestir de forma realista a cualquier mujer que se lo pueda permitir. Ian Griffiths, su director creativo desde los noventa (y que, por cierto, en su juventud fue Blitz kid) tiene en su despacho en Reggio Emilia un panel con imágenes de las mujeres a las que idolatra, de Siouxsie Sioux a Patti Smith o Françoise Sagan. Todas creadoras de un estilo propio y ampliamente imitado, es decir, mujeres capaces de trascender los férreos códigos estéticos que definían y definen a las mujeres. Para el próximo invierno, Griffiths ha recurrido a una de las mujeres más irreverentes del siglo XX, Colette, precursora de la androginia, capaz de mezclar lo lujoso con lo mundano y de vestirse explícitamente para seducir eludiendo la mirada y el relato masculinos. “¿Bella? ¿Para quién? ¿Por qué? Solo para mí”, cita el diseñador en las notas del desfile, parafraseando a la autora. Griffiths es tan buen diseñador (y tan poco pretencioso) que es capaz de hacer una colección brillante exclusivamente con negros y beiges. Tan conocedor del cuerpo que sabe cómo ajustar la cintura, dar volumen a la manga o amplificar la caída de un vestido hasta hacerlo perfecto para cualquier talla.
“No sé si eso me hace feminista, pero mi trabajo siempre ha consistido en cubrir las necesidades de las mujeres”, contaba Giorgio Armani en una entrevista en SModa al ser preguntado por la ‘“invención”, en los ochenta, del traje de chaqueta femenino. A punto de cumplir 90 años, este jueves el diseñador ha vuelto a sacar a la pasarela de Emporio Armani a sus modelos sonrientes, una excepción en las pasarelas, esta vez felices bajo lluvia artificial. El negro, una vez más, ha sido el color protagonista, junto al azul marino o los verdes botella deslavados, en prendas de terciopelo, denim o algodón, que a veces evocaban el estereotipo de la parisina burguesa, otras el de la indumentaria japonesa occidentalizada (a la que siempre recurre) y otras a esas ejecutivas que supo vestir hace 40 años.
No ha habido modelos de tallas diversas, ni en este ni en ningún desfile, pero casi todos han apostado por los zapatos planos, los bolsillos y los cortes realistas. Quizá si de verdad quisieran emular a una verdadera subcultura tendrían que empezar por aceptar la realidad cotidiana, además de la política y la económica.