Hoy van a nacer 67.385 niños en la India: retrato del próximo país más poblado del mundo
Naciones Unidas calcula que en abril de 2023 este país estará habitado por 1.425.775.850 personas, y tomará el relevo de China como el Estado más poblado del mundo. Es previsible también que se convierta en la tercera economía del planeta, tras EE UU y China. Así se vive en una Unión con cifras exorbitantes: 28 Estados, 22 lenguas oficiales y una moneda pujante que se imprime en 15 alfabetos.
Hacen cola de noche y de día para acceder al Deltin Royale, el casino más famoso de Goa. El elevado precio de la entrada equivale casi al sueldo semanal medio de la India, pero eso no parece asustar a la emperifollada clientela. A cambio, las pulseras de papel incluyen alcohol gratis, quantum satis, y los niños menores de cinco años no pagan.
Los hippies pusieron Goa en el mapa hace medio siglo. La población local, conmocionada, fue testigo de cómo jóvenes occidentales d...
Hacen cola de noche y de día para acceder al Deltin Royale, el casino más famoso de Goa. El elevado precio de la entrada equivale casi al sueldo semanal medio de la India, pero eso no parece asustar a la emperifollada clientela. A cambio, las pulseras de papel incluyen alcohol gratis, quantum satis, y los niños menores de cinco años no pagan.
Los hippies pusieron Goa en el mapa hace medio siglo. La población local, conmocionada, fue testigo de cómo jóvenes occidentales de pelo largo practicaban nudismo, sexo libre y consumían drogas en sus inabarcables playas. Goa sigue siendo uno de los destinos vacacionales más populares de la India, pero ahora, la mayoría de los turistas que acuden en masa a la que fuera colonia portuguesa, son indios. Llegan para disfrutar del alcohol barato, bañarse —a menudo con la ropa puesta— y jugarse el dinero en los numerosos casinos. En la India el juego está prohibido en tierra firme, pero a finales de los años noventa del siglo pasado un inversor avezado encontró una fisura en la estricta ley del juego: ¿y si los casinos no estuvieran en tierra, sino en el agua? En los años siguientes los casinos flotantes proliferaron junto a la costa de Goa como si de medusas fosforescentes se tratara.
El Deltin Royale cabecea por el río Mandovi, no va a ninguna parte. En la cubierta, padres e hijos bailan al son de Hotel California, de los Eagles, bajo el cielo tropical y estrellado de Goa. Junto al muelle se asientan los mendigos cubiertos de harapos, fibrosos, flacos. Tienen la esperanza, tal vez sustentada en pruebas empíricas puras y duras, de que la tasa de alcohol en sangre del “todo incluido” torne a los jugadores nocturnos especialmente generosos.
Así es la India del año 2022. Un pequeño fragmento de ella.
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Han transcurrido 20 años desde mi primera visita a la India. En aquel tiempo aún era bastante habitual intercalar un año sabático entre el bachillerato y la universidad. Tras unos meses frente a una cinta transportadora, empaquetando albóndigas y chuletas de cerdo, reuní algo de dinero en la cuenta corriente. Llené la mochila y cogí un vuelo a Bombay.
Dos jóvenes estadounidenses se desmoronaron sin llegar a pasar de la recogida de equipajes. Mientras una lloraba y se lamentaba, la otra se informaba sobre la posibilidad de regresar de inmediato a Oklahoma. La India es abrumadora. La India es una cacofonía de sonidos, especias, cucarachas, amebas, gases de tubos de escape y miseria descarnada. Unos meses después puse rumbo a casa, con 10 kilos menos, la mochila cargada de pesadas joyas y coloridas ropas que nunca me llegué a poner.
Desde entonces, la población de la India se ha incrementado en 320 millones, casi el equivalente a los habitantes de Estados Unidos. A la vez, un número aún mayor de indios, más de 400 millones, ha salido de la pobreza extrema, al menos esas eran las cifras antes de que la pandemia paralizara el planeta.
Más datos: la media de nacimientos en el mundo es de 385.000 bebés cada día. La cuarta parte de ellos se criarán como indios o chinos. En las últimas décadas, la probabilidad más alta ha sido, sin discusión, la de nacer indio, y por ello la India, a mediados de abril del año próximo, adelantará a China como el país más poblado. Naciones Unidas ha calculado que, en esa fecha, estará habitada por 1.425.775.850 personas.
Por su extensión, la India solo ocupa el séptimo lugar en el ranking del mundo. La superficie del país es casi tres veces menor que la de China, pero su población equivale a la de toda África. Dentro de unos años el número de habitantes de la India será más del doble de los que suman la Unión Europea y Estados Unidos. A la vez, es previsible que la India suba al podio como tercera economía del mundo, solo superada por Estados Unidos y China.
Desde varios puntos de vista, la India no es un país, sino un subcontinente. Esta nación o subcontinente consta de 28 Estados y 8 territorios de la Unión, sus billetes se imprimen en ¡15 alfabetos diferentes! China solo tiene una lengua oficial, mientras que la India tiene 22. Si contamos el número de lenguas habladas, la cifra es mucho mayor. En función de cómo los computemos, en la India de hoy se hablan entre 450 y 1.700 idiomas.
Este es el exorbitante lenguaje de las cifras.
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Es posible escribir obras enciclopédicas sobre la India, la mayor democracia del mundo, y apenas rascar la superficie. Uno puede, por ejemplo, ocuparse de las enormes extensiones de chabolas en Bombay, Delhi y Calcuta, y de los 200 millones —una estimación a la baja— que no tienen aún acceso a un escusado. O puede optar por el boom informático, la expansión explosiva de internet, que en la India es libre y accesible, en contraposición con China.
Yo he viajado sobre todo por la periferia, las zonas fronterizas con Pakistán, China y Myanmar, y por antiguos enclaves portugueses, muy alejados de las pobladas urbes del delta del Ganges. En mi experiencia, muchas veces es precisamente en los límites donde se puede aprender más de un país grande y poderoso. En los confines, lejos de los despachos oficiales, suelen imponerse etnias distintas a las mayoritarias. ¿Cómo las tratan?
En Rusia, por ejemplo, he pasado más tiempo en la turbulenta región del Cáucaso, donde los chechenos, entre otros, combatieron muchos años en una vana batalla por liberarse del Kremlin. Vladímir Putin respondió bombardeando Chechenia hasta hacerla retroceder a la Edad de Piedra, e imponiendo un brutal dictador local que recibió carta blanca para dirigirla según los dictados de su corazón, o de la falta de él.
En China he pasado más tiempo en Xinjiang y en el Tíbet. Ningún Estado vigila a sus propios ciudadanos con tanta intensidad como el chino. En Xinjiang el Partido Comunista ha llevado la vigilancia a un nivel superior. Hay cámaras por todas partes, innumerables puestos de control e identificaciones, y la conexión por internet es tan lenta que apenas funciona. Una noche, al regresar a mi hotel de Kashgar, una ciudad de la antigua ruta de la seda, me encontré a un grupo de policías malcarados en la recepción. Llevaban consigo una lista de nombres. No sé qué les ocurrió a los hombres que buscaban ese atardecer, pero supongo que los enviaron a uno de los llamados campamentos de reeducación. Más de un millón de uigures han pasado por los campos de Xinjiang, sin juicio, como parte de lo que, en realidad, es un genocidio cultural.
La situación en el Tíbet no era mejor. El desierto paisaje de la planicie estaba decorado con gigantescos anuncios y carteles que instaban a la gente a informar a las autoridades de la presencia de “fuerzas oscuras”. Un tibetano al que pillen con una imagen del Dalái Lama en su teléfono móvil se arriesga a pasar muchos años encarcelado. El temor torna el aire ligero de las alturas espeso y asfixiante. Solo he experimentado un miedo similar, penetrante, casi físico, en Corea del Norte.
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El Dalái Lama tuvo que huir del Tíbet en 1959 y las autoridades indias le concedieron permiso para instalarse en Dharamsala, al pie del Himalaya. Allí se encuentra el Gobierno del Tíbet en el exilio desde esa fecha.
Al día siguiente de mi llegada a Dharamsala, la cola ante el templo de Tsuglagkhang serpenteaba por la calle. Había gente por todas partes, cada milímetro del suelo de hormigón estaba cubierto de cojines y peregrinos. El líder espiritual, decimocuarto Dalái Lama, cruzó la explanada y un murmullo recorrió el gentío. Todos se esforzaban por ver mejor al dios vivo de la misericordia, vestido con hábito purpúreo. Empezó a disertar y los muchos miles de tibetanos exiliados presentes escucharon arrebatados a su líder. Habían aconsejado a los extranjeros que llevaran una radio de bolsillo para captar la traducción. Me costó hacer funcionar la mía, barata y recién adquirida, y solo percibí fragmentos: “The Buddha… The Nature of the Self… Harmony… Emptiness… Peace…”.
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Para aquel que quiera experimentar la cultura tibetana en libertad, es muy preferible viajar a la abierta y democrática India, antes que a una China cada vez más autoritaria y cerrada. En las zonas fronterizas de la India con el Tíbet se suceden los conventos budistas, muchos de ellos casi milenarios.
Tampoco en el lado indio es todo paz y armonía, menos aún en torno a las fronteras. Dos generaciones atrás, las caravanas de comerciantes himalayos circulaban con libertad por estas tierras, cargadas hasta los topes de lana y sal, desplazándose de Lhasa a Kashgar. Las gentes que habitaban las cordilleras del Himalaya solían tener más trato entre ellas que con sus respectivas autoridades en las muy lejanas capitales. Tras la partición de la India y Pakistán en 1947, y la invasión del Tíbet por China tres años después, esas relaciones quedaron interrumpidas de manera abrupta. Las fronteras entre la India, Pakistán y China son hoy tan controvertidas que se han tornado impenetrables. Las tensiones no resueltas provocan, a intervalos irregulares, situaciones que potencialmente podrían incendiar toda la región.
En el verano de 2020 faltó muy poco. Cientos de soldados de las dos naciones más pobladas del planeta chocaron en la oscuridad de la noche, en las escarpadas montañas del valle de Galwan, muy cerca de la disputada frontera con la región de Aksai Chin, controlada por China. Los soldados combatieron hombre contra hombre durante varias horas. A causa de la tensa situación de la frontera, los soldados aquí destinados no portan armas, pero, incluso sin armas de fuego, el enfrentamiento se saldó con 20 soldados indios muertos y un número desconocido de víctimas mortales en el bando chino.
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La frontera de la India con Pakistán no es menos problemática. Ambos países reclaman Cachemira, que en 1947 correspondió en su totalidad a Delhi y ha supuesto un absceso para el régimen desde entonces.
La musulmana Cachemira es, en muchos aspectos, la Xinjiang de la India. En el breve recorrido en coche desde el aeropuerto al centro de Srinagar pasamos junto a tantos soldados que perdí la cuenta, todos equipados hasta el último detalle. Cachemira, que por lo demás es conocida por su clima benigno, fastuosas casas flotantes y hermosos jardines, es una de las zonas más militarizadas del planeta. Los abusos sobre la población civil y los encarcelamientos aleatorios son habituales, y con frecuencia se impone el toque de queda.
Bajo el mandato del primer ministro Narendra Modi, los roces entre los hindúes y los musulmanes se han intensificado. Modi fue reelegido por un amplio margen en 2019, y una de las promesas con las que se presentó a las elecciones fue privar a Jammu y Cachemira del artículo 370, que desde 1947 había dado al Estado federado el derecho de aprobar leyes propias. A la vez que modificaba la Constitución, envió decenas de miles de soldados de refuerzo a la zona, que ya estaba muy militarizada. Varios miles de civiles fueron encarcelados, todos los extranjeros y los turistas recibieron órdenes de abandonar Cachemira, se impuso un prolongado toque de queda y la banda ancha de internet estuvo inaccesible durante año y medio. Toneladas de manzanas maduras se pudrieron en el suelo porque los temporeros de otras regiones de la India no pudieron pasar.
Gangotri se encuentra en lo alto de la cordillera del Himalaya y es uno de los destinos de peregrinación más importantes para los hindúes devotos. Desde aquí fluye el Ganges, aún fresco, limpio y helado, hacia las estepas del norte de la India. El nacimiento mismo solo puede alcanzarse a pie y por ello es algo menos popular. Los últimos kilómetros del sendero se habían desmoronado y tuvimos que escalar rocas y cruzar despeñaderos expuestos a desprendimientos. El antiguo paso que conducía al glaciar quedó destruido en la gran riada de 2013, que costó la vida a más de 5.000 personas.
Apenas atisbé el hielo del glaciar a causa de la cantidad de grava. El glaciar del Gangotri estaba cubierto de arena negra y piedrecillas, el hielo quedaba oculto. De una abertura ovalada manaba agua fría y fresca. Esperaba encontrarme un cantarín riachuelo, pero el Ganges es sorprendentemente intenso desde su nacimiento. Gaumukh, boca de vaca, así llaman los hindúes al origen del manantial y, en efecto, la abertura se asemeja a una boca. Las vidas de 500 millones de personas dependen del agua proveniente del deshielo que mana de la boca de vaca de esta fuente, en apariencia eterna.
El manantial infinito se está derritiendo. Al igual que la mayoría de los restantes glaciares del Himalaya, el tamaño del Gangotri también se reduce. El agua procedente del deshielo de los glaciares del Himalaya supone casi el 70% del caudal del Ganges, y se están fundiendo a un ritmo alarmante. Aunque es posible que el volumen total de las precipitaciones se mantenga en el futuro, el agua ya no fluirá con la misma constancia. A las crecidas les seguirán sequías, y a estas les sucederán nuevas inundaciones, un ciclo de pesadilla.
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Los 67.385 niños indios que, según las estadísticas, nacerán hoy se criarán en la mayor democracia del planeta, con todos sus defectos y carencias. Crecerán en una economía que está en pleno desarrollo y que, a juzgar por todos los indicadores, pronto será la tercera más grande del mundo. Es probable que dispongan de más dinero para gastar que sus padres, puede que alguno se lo juegue a bordo del casino flotante Deltin Royale. A la vez, los recién nacidos hoy en la India tendrán que convivir con las impredecibles consecuencias del cambio climático, que golpearán a la India con más intensidad que a muchos otros países. La nueva generación se hará adulta en una nación cada vez más segura de sí misma —¡malas noticias para Cachemira!— y que ganará influencia internacional.
En el mundo globalizado de hoy, el tamaño es decisivo, ya sea por el producto nacional bruto o el número de manos laboriosas y mentes pensantes, y pronto los cerebros indios serán mayoría. Queda por ver el efecto de esa superioridad numérica sobre la compleja interacción con China y su población decreciente y cada vez más envejecida.
La única certeza es que la mayoría es de la India.
Erika Fatland es autora de ‘Himalaya. Un viaje a través de Pakistán, India, Bután, Nepal y China’ (Tusquets).
Traducción de Lotte Tollefsen