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Así son 11 de los pueblos más bonitos de Apulia, la desconocida región en el tacón de la bota de Italia

Acurrucados a orillas del mar o bien ocultos entre olivares o trigales, las villas de esta zona del sudeste de la península Itálica transmiten una belleza poética con sus ejemplos de arte medieval y barroco, ritos tradicionales, deliciosos alimentos saludables y sonidos y aromas legados por distintas civilizaciones. De Ostuni a Specchia, una selección de lugares que no hay que perderse

Las blancas murallas aragonesas de Ostuni brillan a lo lejos, casi cegadoras, y demues­tran que el blanco no está desprovisto de color, sino todo lo contrario. Una serie de subidas sinuosas con peldaños aquí y allá conducen a callejones cada vez más estrechos. Sin embargo, los espacios angostos a menudo dan paso a inesperadas placitas donde apetece detenerse un instan­te a escuchar el sonido del viento que sopla desde la campiña italiana. Es casi imposible no enamorarse perdidamente de esta villa, sobre todo desde las murallas. Desde el tramo que aún permanece en pie, la mirada abarca los olivares de los alrededores y el mar cercano que se difumina en el horizonte; luego, uno se da la vuelta instintivamente hacia el pueblo, que parece una nube de polvo blanco casi irreal. Hay que estar atentos, entre tantos buscadores de selfis, visitantes despistados e incluso alguna estrella de Hollywood. Pese a los turistas, merece la pena visitar el casco antiguo, que se extiende sobre un cerro con las calles dispuestas en círculos concén­tricos. Lo mejor es dejarse guiar por el instinto en busca de arcos, escaleras y muros ciegos. En la Piazza della Libertà se encuentran la parte antigua y la nueva, y allí están el Ayuntamiento, un monasterio franciscano y, muy cerca, el neoclásico Palazzo Zevallos. Pero las obras maestras de la ciudad son la concatedral, la basílica di Santa Maria Assunta y las murallas aragonesas, que se pueden contemplar desde arriba entre los bastiones de Via Stefano Trinchera y, desde abajo, caminando por Viale Oronzo Quaranta.Alamy Stock Photo
De noche, cuando se encienden las luces de las casas de Locorotondo, este pueblecito del valle de Istria, sobre una colina, parece la quilla de una embarcación que surca el firmamento. Hay que subir a bordo para contemplar el panorama desde el ‘paseo marítimo’ que lo bordea. En esta nave, en lugar de mástiles, se alzan edificios de silueta estrecha y esbelta con caracterís­ticos techos a dos aguas denominados ‘cum­merse’, quizá menos conocidos que los ‘trulli’ de la zona pero igual de asombrosos. Aunque el Adriático está a muchos kilómetros, en otoño uno tiene la impresión de hallarse ante un mar espumoso a causa de la niebla que se ele­va desde la llanura. Además, en el casco histó­rico aguardan balcones floridos, restaurantes románticos y numerosos rincones dignos de fotografiar. Quien disponga de poco tiempo para visitar esta parte de Apulia, hará bien en decantarse por el encanto y la fotogenia de Locorotondo. Sus alrededores esconden joyas como los jardines a la italiana de la Masseria Ferragnano, embellecidos con columnas de piedra y un cedro monu­mental que tiene más de 300 años.Alamy Stock Photo
Vieste es un antiguo pueblo de casas blancas que se interna en el Adriático como la proa de una nave. Hay que pasear por el centro his­tórico y por sus calles perimetrales para asistir desde una posición dominante a la danza de colores que tiene lugar entre el cielo y el mar poco antes de la puesta de sol. Este no es un pueblo pequeño (tiene casi 14.000 habitantes), pero sigue siendo uno de los rincones costeros más fascinantes de Italia. Sus casas blancas se apilan unas sobre otras y las estrechas callejuelas y sus arcos van llevándonos por las plazas medievales y escalinatas del casco antiguo, hasta la catedral y al istmo rocoso de Punta San Francesco, con vistas al islote de Sant’Eufemia y su faro. Al sur se encuentra el farallón de Pizzomunno, una de las atracciones más fotografiadas de Vieste. En verano se llena de gente, pero no hay que asustarse. Por la noche, el pueblo iluminado es un espectáculo magnético. Y de día es un descubrimiento continuo, entre sus olores, sus sonidos y la multitud que transita entre las playas de San Lorenzo y de Castello. No hay que limitarse a explorar el casco antiguo; vale la pena cruzar Piazza Giuseppe Gari­baldi y Piazza Kennedy, y después buscar la escalera de Marina Piccola, o dar un paseo por Corso Tripoli y las calles aledañas, donde el viajero se siente un poco en África y un poco en Grecia. Atención a la esquina de Via Cimaglia con Via Gregorio XIII, porque en el suelo está la Chianca Amara, la “piedra amarga”, donde en julio de 1554 el corsario otomano Dra­gut Rais decapitó a gran parte de los vecinos tras saquear casas e iglesias y, no confor­mándose con esto, ordenó incendiar la po­blación. Y muy cerca, la Via Judeca atesti­gua la antigua presencia de judíos, mientras que la antigua casba ha dejado lugar a una pequeña plaza con vistas al mar.Peter Adams (Getty Images)
Blanquísima, bañada por plácidas aguas celestes y rodeada por altos muros que durante siglos defendieron de ataques enemigos las laberínticas callejuelas que serpentean desde el castillo. Otranto es la ciudad más orien­tal de la península salentina, justo en el extremo del tacón italiano, presidida por el Castello Aragonese mirando hacia el mar, que fue durante siglos una verdadera arma de guerra ofensiva e inexpugnable. Con su planta pentagonal y modificado con un bastión aflechado, la fortaleza está formada por una sucesión de salones, galerías, pasadizos y grandes terrazas que dominan el mar. La antigua “ciudad de los mártires” llama la atención por su casco histórico medieval cercado toda­vía por esas murallas y bastiones que encierran mil años de historia. Resulta muy atractiva tanto en invierno, cuando reina la quietud y el eco de los pasos resuena por los callejones mien­tras la gente se pasa horas descifrando los símbolos del mosaico de la catedral, como en verano, cuando oleadas de turistas vagan por el centro con arena blanca enganchada en los pies y las terrazas de los restaurantes re­bosantes de clientes. Es en esa época cuando la localidad más oriental de Italia se transforma en uno de los desti­nos de playa predilectos del país. La joya de la ciudad es la catedral, construida por los normandos en el siglo XI y remodelada después en un par de ocasiones. En su interior, una selva de columnas delgadas con capiteles labrados descansan sobre la principal atracción: un atrevido mo­saico, obra del joven monje Pantaleone en el siglo XII, que cubre todo el suelo del templo con representaciones del Paraíso, del Infier­no y de un raro sincretismo entre religión y superstición. Lo que sorprende es el carácter naíf de las imágenes. Es entretenido identificar los elementos reconocibles, como la Torre de Babel, Noé y su arca, el rey Arturo e incluso Alejandro Magno. Uno de los grandes misterios que lo rodean es cómo ha permanecido intacto has­ta hoy teniendo en cuenta que los otomanos emplearon la catedral como establo mientras decapitaban a los 813 mártires apresados por haberse negado a convertirse al islam sobre una piedra que ahora se conserva en el altar de la capilla ubicada al fondo de la nave de­recha, donde se custodian los restos de los ejecutados en siete grandes vitrinas.Massimo Borchi/Atlantide Phototr (Getty Images)
Massafra parece aferrarse a un profundo cañón y esconde íntimas iglesias rupestres excavadas en la roca calcárea y decoradas con sublimes frescos bizantinos. Estamos en el Oeste del Tarento, en la comarca de la Murgia. Massafra es la mayor población del Arco Jónico, que es la zona comprendida entre la Murgia (al norte) y el Salento noroccidental (al sur), conocido como “tierra de los ‘mas­ciari” (es decir, de los que practican la ma­gia), que ocupa una terraza natural con vistas a la costa y a las montañas de Calabria, unos 20 kilómetros al oeste de Tarento. El pueblo está dividido en dos por la profunda Gravina di San Marco, en la que se creó el primer asen­tamiento estable en la zona, y es, junto con Mottola, uno de los municipios donde más evidentes son los vestigios de una antigua civilización rupestre que vivió en las cavidades naturales típicas de este territorio y que excavó en la calcarenita (una piedra fácil de trabajar) viviendas y curiosas iglesias rupestres. Para visitar alguna de las 35 iglesias y de los asentamientos de viviendas rupestres de Massafra es necesario reservar uno de los cir­cuitos organizados que se ofertan y que comienzan abriéndose paso por entre los callejones del centro his­tórico y entre los diferentes lugares de culto. En lo alto del pueblo, el castillo normando: construido hacia el año 1000, pasó después a ma­nos de los angevinos, más tarde a los aragoneses y, por fin, a la familia Imperiali, que a finales del siglo XVIII le dio la forma que aún conser­va. Además de albergar la biblioteca muni­cipal, es la sede del Museo Storico e Archeologico della Civiltà dell’olio e del Vino.AGF (Universal Images Group via Getty)
Oria, capital de la antigua Mesapia, aparece de repente como un espejismo en el horizonte plano de la campiña de Bríndisi, al sur de Apulia. Este es un lugar mágico, encaramado a una colina y dispuesto como un semicírculo alrededor de su majestuoso castillo de planta triangular y de su basílica catedral de Santa Maria Assunta in Cielo. Esta pe­queña localidad tiene una historia milenaria y legendaria. Durante siglos, Oria dominó la zona: municipio roma­no junto a la Vía Apia y objeto de disputa constante entre las potencias de cada mo­mento, fue protagonista de acontecimientos sangrientos cuyos ecos resuenan en el fol­clore popular. Entre los siglos VIII y X acogió a una próspera comunidad judía que contó con místicos e intelectuales antes de ser diezmada por las sucesivas incursio­nes sarracenas de los años 924 y 977. Federi­co II dejó su huella con la edificación del castillo y los festejos de sus nupcias con Yolanda de Jerusalén. El punto central de todo es la llamada Piazza del Sedile, un gran espacio abierto al que se entra por un arco rematado por el escudo de la ciudad. Para subir a la catedral y plantarse ante su fachada rococó hay que tener zapatos cómodos y buenos pulmones. El esfuerzo se ve recompensado de sobras, y no solo por las vistas de los alrededores desde la explanada que se abre frente al templo: el verdadero espectáculo está en el interior, entre las tres majestuosas naves embellecidas por bri­llantes decoraciones polícromas de mármol y estuco. Las huellas judías en Oria se pueden apreciar en los tortuosos callejones del centro, con algunas inscripciones, plazuelas y la Porta degli Ebrei, también denominada Porta Taranto. daniele russo (Getty Images/iStockphoto)
Aunque ya recibe casi tantos visitan­tes como la vecina y turística Polignano a Mare, Monopoli ha conseguido conservar su espíritu marinero, muy presente en su cala del Porto Antico, entre barcas pinta­das de azul y redes hechas a mano que los pescadores lanzan al Adriático. Los colores combinan aquí a la perfección: está el blanco de las casas que se asoman a la calle desde el Bastione Santa Maria; el ocre de los edificios de un centro histórico recupe­rado, pero aún algo decadente; el azul del mar que se insinúa en el viejo puerto y que, más al sur, baña espléndidas calitas; y el verde de los olivos del interior, donde una suave brisa acaricia las piedras de 'masserie' centenarias. Monopoli fue en origen un importante centro militar, pero en la Edad Media descu­brió su vocación comercial. Se la disputaron bizantinos y normandos, y siguió las vicisitu­des del resto de Apulia, llegando a adquirir importancia durante las Cruza­das. El imponente sistema de fortificaciones que rodea esta localidad italiana evitó que sufriera grandes saqueos de manos de la flota turca, y pudo seguir progresando cuando otras poblaciones cercanas mucho mayores no lo hacían. Tan atractivo como el pueblo resulta el puerto antiguo. Basta pasar bajo un arco para dejar atrás el dédalo de ca­llejuelas del centro histórico y encontrarse rodeado de barcos de pesca azules, de pes­cadores que reparan las redes y ante un mar plácido que invita al relax. La ensenada del que fue el primer puerto de Monopoli es larga y estrecha, y está delimitada al este por la muralla, que lo hacía prácticamente inexpug­nable en caso de ataque de flotas enemigas. A la derecha, mirando al mar, se encuentra la galería de estilo veneciano del bonito Palazzo Martinelli.Alamy Stock Photo
Sant’Agata di Puglia, conocido como el “balcón de Apulia”, mantiene intacto el misterio de una aldea medieval de montaña con un laberinto de ‘trasonne’ (callejones) que se extienden hasta el castillo situado en lo alto. Las vistas desde la plaza principal dejan sin aliento. Y por la noche, de lejos, el pueblo parece un árbol de Navidad iluminado. Sant’Agata está en el interior, en el corazón de Apulia, y es uno de esos lugares fascinan­tes, donde un simple paseo es suficiente para despertar nuestra curiosidad. Desde sus 800 metros de altitud se goza de unas vistas amplias y emocionantes del valle del río Carapelle y hasta el bajo Tavoliere, desde el promontorio del Gargano hasta el golfo de Manfredonia. El lugar es espectacular, sobre todo hacia el atardecer, cuando se van encen­diendo lentamente las luces de las casas y de las calles, que convergen en la plaza y, más a lo alto, en el castillo. En la Piazza XX Settembre hay una hermosa te­rraza panorámica adornada con macetas, que es como un balcón con un paisaje ilimitado de campos y bosques coronado por el perfil inconfundible del monte Vulture. Resulta agradable (aunque un poco agotador) recorrer el pueblo medie­val, entre pequeñas casas de tejados unifor­mes de terracota, descubriendo los símbolos heráldicos y los hermosos portales de piedra tallada que ennoblecen las fachadas con ca­riátides, escudos, máscaras y motivos vege­tales. Hay otros encantos a descubrir en la naturaleza que rodea Sant’Agata: en el bosque de Serbaroli, a lo largo de la carretera de Ac­cadia, se alza el megalito llamado Pietra di Sandu Linze (San Lorenzo) y su pozo sagrado.Alamy Stock Photo
Peschici tiene ambiente mediterráneo e historias de piratas. Este pueblo costero que parece vigilar desde tierra firme las islas Tremiti, con las que comparte una historia milenaria, bien merece una visita, preferiblemente fuera de temporada alta para no coincidir con las oleadas de turistas. El antiguo Pesclizzo fundado por eslavos romanos se alza sobre un peñasco en el punto más sep­tentrional de la región, con amplias vistas de la costa hasta Rodi Garganico. Aquí el viajero puede empaparse de una atmósfera antigua y mediterránea a medio camino entre Grecia y Túnez, con casas cúbicas blancas de techos en cúpula; también caminar entre los arcos y las iglesias del casco antiguo y disfrutar de unas vistas increíbles desde el ‘trabucco’ de Monte Pucci, para luego disfrutar de algunas de las playas más hermosas de la costa, como la de Zaiana, o navegar hacia las islas Tremiti para una visita de un día o más. Su punto culminante es un castillo, encaramado en un peñasco que protege la costa del Gargano. Fue construido por los bizantinos en el 970 y luego reconstruido en varias ocasiones. Con los españoles, en el siglo XVI, formó parte de las defensas contra las incur­siones turcas. Actualmente, es de propiedad privada y no se puede visitar; la excepción son las mazmorras, con celdas y depósitos de armas, que se pueden ver pagando la en­trada al Museo delle Torture. Después de las inquietantes ex­plicaciones, hay una terraza ajardinada con vistas al mar para calmarse.Alamy Stock Photo
Uno de los pueblos más bonitos del interior del norte de Apulia es Pietramontecorvino. Un Palazzo Ducale, presidido por la elevada Torre Normanda, ilustra la noble histo­ria de esta villa cuyo nombre alude a la roca en la que surge, una cresta de piedra caliza que domina unos bosques muy densos. Lo que no se ve tan a primera vista es que muchas de sus casas no tienen cimientos y están excavadas directamente en la toba. Algunas viviendas del Rione Terravecchia, de época medieval, esconden cuevas que tal vez albergaron a los prime­ros habitantes cuando llegaron aquí en 1137, huyendo de la destrucción de Montecorvino por parte de Roger el Normando. El pueblo se desarrolló alrededor de la iglesia románica de Madre di Santa Maria Assunta, con capillas de piedra y una llamativa cúpula en el campanario recubierta de mayólica ama­rilla y verde. El Palazzo Ducale, de época normando-suaba, estuvo protegido por una muralla con tres accesos, de los cuales el único que queda es el arco ojival gótico llamado Port’Alta. Desde lo alto de la Torre Normanda se contemplan unas vistas fan­tásticas de los tejados uniformes del pueblo y de todo el valle. En las antiguas caballerizas tiene su sede la Accade­mia Internazionale di Cucina Italiana, que organiza eventos y talleres dedicados a la pasta fresca, al pan y a la pastelería.Alamy Stock Photo
Con un centro histórico lleno de subidas y ba­jadas con escalones que conectan tortuosas callecitas cubiertas por arcos, las muchas iglesias, las blancas casas con patio y la luminosa campiña salentina que se expande a su alrededor, es natural que Specchia figure en la lista de los pueblos más bellos de Italia. En este rincón al sur del país, los visitantes suelen comenzar por la Piazza del Popolo, con el macizo Castello Risolo como telón de fondo. Su aspecto actual, con una ba­laustrada que atraviesa toda la fachada, hace olvidar que su origen es un castillo medieval. Al otro lado de la plaza, la Chiesa Madre esconde valiosos altares barrocos de ‘pietra leccese’, una variedad de caliza, de los primeros años del siglo XVII. Una vez terminada la visita a la parte superior de Specchia, llegará el mo­mento de descender a sus entrañas, donde se encuentran cuatro almazaras subterráneas del siglo XVI con muelas y tinas para el al­perujo y el aceite, que se cuentan entre las mayores de toda la región. Y como bajo tierra se está más fresco, es buena idea concluir el recorrido en la cripta excavada en la roca del convento dei Francescani Neri, sustentada por 36 esbeltas columnas que alberga interesantes frescos bizantinos.Alamy Stock Photo