La Sierra de Atapuerca, un viaje en 4x4 para toda la familia por la fauna del paleolítico y la fiesta
En torno a los yacimientos de la Sierra de Atapuerca, Patrimonio de la Humanidad y refugio de todas las especies humanas europeas de la zona, hay un vergel que ofrece diversión y entretenimiento veraniego para grandes y pequeños. El safari de Paleolítico Vivo es inolvidable
El bisonte embiste y se separa de la manada. El animal exhala sudor, rabia; el bosque con sus robles semeja un laberinto y desde el 4x4 donde el viajero observa el animal recuerda a la bestia, al Minotauro de Creta. Pero no. Estamos más allá. Los niños reaccionan, gritan; también los padres y madres que asisten al safari o los curiosos. “Las distintas especies humanas que vivieron aquí se supieron una pieza más en el ciclo de la vida, se midieron frente a los grandes animales. No existe nada como est...
El bisonte embiste y se separa de la manada. El animal exhala sudor, rabia; el bosque con sus robles semeja un laberinto y desde el 4x4 donde el viajero observa el animal recuerda a la bestia, al Minotauro de Creta. Pero no. Estamos más allá. Los niños reaccionan, gritan; también los padres y madres que asisten al safari o los curiosos. “Las distintas especies humanas que vivieron aquí se supieron una pieza más en el ciclo de la vida, se midieron frente a los grandes animales. No existe nada como este lugar en todo el mundo; la conexión con el principio de los humanos es inevitable”, explica el guía, Eduardo Cerdá.
Un puñado de caballos salvajes de pequeño tamaño irrumpe junto al coche y la adrenalina se siente. No estamos en la planicie del Kalahari, ni en las llanuras del oeste americano, ni, por supuesto, en Mongolia; sino que nuestro safari transcurre al norte de la Península Ibérica, al lado de Burgos. Nuestro viaje es en el tiempo. Nos encontramos en el Paleolítico —sí—Vivo de la sierra de Atapuerca. ¿Increíble? Pues es así.
El tiempo aquí es relativo, como escribió Einstein. Las especies que nos rodean —bisonte europeo, caballos de Przewalski, uro y caballo tarpán— desaparecieron del sur de Europa hace miles de años, pero desde hace más de una década han regresado y mantienen la naturaleza en equilibrio. ¿Cómo? Inspirado por el naturalista burgalés Félix Rodríguez de la Fuente, Cerdá acompañó a uno de sus biógrafos a África y de allí vinieron el entusiasmo y los bisontes.
A esta hora —diez de la mañana—huele a tierra mojada, a sudor de bestia y a adrenalina junto a la planicie que nace en el bosque y también junto a los hogares que, según los restos arqueológicos, pudieron hacer las especies humanas —preneandertal y neandertal— que precedieron a la nuestra en esta zona del mundo. También en la parte dedicada a conocer los hogares y costumbres del neolítico.
El lugar conecta en varios sentidos con la primera memoria humana de Europa y se hace a propósito. Lo ancestral emerge y, al menos aquí, la experiencia serena y divierte. La aventura en el tiempo está servida, también junto a los hogares del neolítico a los que se accede en el mismo safari o bien después, ya en el Centro Arqueológico Experimental —para entrar hay que hacer una reserva previa— situado en los caminos adyacentes al pueblo de Atapuerca, que logra redirigir el foco de atención y plantea una pregunta inevitable: ¿Qué nos hace humanos?
El viajero reacciona nada más entrar a este centro. ¡Claro! Las familias tallan un hacha bifaz con un canto y un cuerno de ciervo como se hizo hace medio millón de años en la Sierra, dejan el perfil de sus manos impresas en la roca, descubren la dificultad de disparar una lanza y comprenden que la especie humana neandertal amó, pudo hablar y enterró a sus muertos con flores. ¡Emociona la humanidad de esas otras especies tan semejantes a la nuestra! Es difícil no retrotraerse con la imaginación hasta el pasado cuando el guía o el propio viajero logra —por fin— mover con tal fuerza dos palos o chocar con tal certeza dos piedras que convierte su esfuerzo en chispa y esta, en llama. El fuego ilumina el círculo tribal de visitantes y arranca el suspiro de admiración. Plenitud.
La conexión que trae el fuego es la antesala perfecta para experimentar el recorrido a través de los yacimientos paleontológicos a los que se accede por caminos de tierra desde Ibeas de Juarros o Atapuerca. Aún más ahora, cuando en pleno verano los equipos investigadores, acompañados por cientos de estudiantes, horadan milímetro a milímetro la colina para extraer de la tierra cualquier resto fósil que aporte luz al viaje humano de la evolución. El conjunto de yacimientos de Atapuerca son patrimonio mundial porque bajo este suelo todas las especies humanas han dejado sus huellas. ¡Y cómo! El número de fósiles de ciertos periodos supera con mucho los encontrados en todo el mundo, el trabajo de los equipos investigadores ha hecho historia; también algunas especies humanas descubiertas aquí, como la antecessor.
A media mañana, justo a la hora del bocadillo —11.30— cuando el personal investigador hace un descanso, el viajero accede por la senda ecológica —de libre acceso a cualquier hora— a la visión del conjunto de los yacimientos. Entre encinas y robles, con los campos de cultivo a un lado y los yacimientos que se han encontrado junto a la Trinchera del Ferrocarril —Elefante, Dolina, Penal— al otro, el viajero capta sensaciones. Excavar es un trabajo metódico. Los tesoros humanos se protegen entre tierras fangosas.
La actividad de los equipos investigadores es efervescente, la intensidad se contagia. Aún más en el yacimiento de la Cueva Fantasma, donde se han encontrado fósiles de neandertal, cuya visita aún está vedada para el público, pero que se divisan desde lo más alto. Hoy, ahora, el relato del guía es de lujo y un canto al poder de la imaginación. “Esta cueva era la promesa que buscaron Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro, ambos son los codirectores de las excavaciones, por pura intuición y que encontraron. ¡Es un tesoro! Se trata de un resumen de todas las joyas de Atapuerca”, explica el guía.
Cueva Mayor, situada más arriba y de acceso restringido porque puede ser peligrosa, es una algarabía de vida y puerta a la dimensión subterránea. Desde su entrada se domina el horizonte exterior: la Sierra de la Demanda y el Corredor de la Bureba. Dentro de la cueva, nuestra especie ha dejado sellado su paso con pinturas en el yacimiento del Silex al que se accede en el interior.
La senda a otros yacimientos, que parte de la entrada, semeja en algunos tramos la novela Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne. Los equipos investigadores atraviesan lugares como la Sala de las Estatuas, sitiada por gigantescas efigies de piedra, para llegar a la Sima de los Huesos. Es allí, en la sima, el lugar donde se ha encontrado la mayor cantidad de fósiles preneandertales del mundo y joyas que han inmortalizado la Sierra de Atapuerca. Un ejemplo de entre los tesoros que impacta: El bifaz Excalibur, que jamás se usó y tal vez tuvo un sentido ritual. Otro: Los restos fósiles de Benjamina, una niña de 11 años que sobrevivió con la ayuda de todo su grupo. ¡Hace casi medio millón de años!
“Benjamina es el amor fosilizado. Encontrar esta niña demuestra que los humanos de la sima cuidaron de los débiles, que amaban”, relata con entusiasmo el científico Ignacio Martínez Mendizábal, catedrático de arqueología física y uno de los mayores conocedores de la Sima, cuyos fósiles investiga y extrae desde el origen de la excavación. “Atapuerca es un tesoro por lo que se encuentra aquí y también por lo que supone para la sociedad. Somos una bisagra entre el pasado y el futuro”, resume el científico en el CNIEH —Centro de Investigación de Evolución Humana—, donde el equipo investigador hoy toma un piscolabis. Estamos en el corazón de la ciudad de Burgos, junto al museo.
Atardece en el Museo de la Evolución Humana, en cuyos ventanales se reflejan las puntiagudas agujas de la catedral gótica. Aquí el viajero constata que la Sierra de Atapuerca, pese a ser muy conocida, es desconocida por completo. Sí. Este museo es único en el mundo porque tiene restos fósiles de todas las especies humanas de Europa, memoria viva de lo que fue y puede ser la nuestra; también porque ayuda a conocer lo que el viajero no puede visitar en la sierra de Atapuerca. Aquí se percibe lo invisible en el paisaje a primera vista.
La belleza de la sierra despierta la imaginación de tal modo que jamás se olvida. Si el viajero se deja, la Sierra colma. El pasado mítico y la situación en el mapa junto al camino de Santiago se traduce en algo irreal, a lo que algunos cronistas han puesto el título de mágico. Pero el término no hace justicia a la emoción que provoca recorrerlos ni a las sensaciones de autenticidad que despierta. Una prueba: muchos artistas han hecho de pueblos como Atapuerca, Ibeas de Juarros, Olmos de Atapuerca, Ajes… su hogar y centro de inspiración. La música de raíz penetra el trabajo de músicos como Diego Galaz, quien recrea sonidos ancestrales con instrumentos como un serrucho, fruto de su imaginación; también los colores primarios sostienen la obra de pintoras como Amelia García, que desde Olmos de Atapuerca pinta mares, tal vez abducida por el imaginario inconsciente de este lugar.
La emoción salta en puntos como la parada de peregrinos de San Juan de Ortega, La Casita o en Arlanzón, donde el viajero disfruta de comida tradicional solo si reserva en restaurantes como Comesapiens, situado en el pueblo de Atapuerca, o Los Claveles, mítico restaurante cuyos platos tradicionales, como las alubias rojas con guindilla y los platos reinterpretados de lo tradicional son —de verdad— imposibles de olvidar.
La singularidad de lo que hay aquí se concreta en fiestas como la que se celebra el día de San Juan con fogatas en casi cada pueblo, fuegos artificiales en Arlanzón o la propia batalla de Atapuerca que, ya en agosto, empuja al viajero al pretérito con los protagonistas de la celebración vestidos de caballeros. En los pueblos de la Sierra de Atapuerca, bailar con la música de las orquestas tradicionales o de raíz cada noche en un pueblo, degustar la comida popular más sencilla y observar las estrellas en el cielo impoluto son el último colofón seguro de cada día con el que se logra fundir con lo ancestral que envuelve este lugar.
Es ahí, bajo las estrellas, cuando el viajero recuerda lo fácil que podría ser vivir, que lo esencial es pequeño y, como expresó Saint-Exupéry: “Invisible a los ojos”.
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