Al faro de ‘Lucía y el sexo’

Formentera ha restringido el acceso a la zona de la famosa escena de la película

“Viene menos gente, pero más sedientos”, resume con impecable sentido del negocio Paco, que viste de hippy clásico y se ha montado junto al faro, con una caja de plástico, un improvisado y precario mostrador en el que sirve mojitos. Una pareja de italianos ilustran las palabras del espontáneo barman suplicándole lo que sea de beber. Mientras hablamos se le ha formado cola. Muchos llegan derrengados, sobre todo si salieron de fiesta anoche y hoy se han excedido en la playa. El faro de Barbaria, uno de los grandes iconos de Formentera, aquel hacia el que se dirigía en motocicleta Paz Ve...

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“Viene menos gente, pero más sedientos”, resume con impecable sentido del negocio Paco, que viste de hippy clásico y se ha montado junto al faro, con una caja de plástico, un improvisado y precario mostrador en el que sirve mojitos. Una pareja de italianos ilustran las palabras del espontáneo barman suplicándole lo que sea de beber. Mientras hablamos se le ha formado cola. Muchos llegan derrengados, sobre todo si salieron de fiesta anoche y hoy se han excedido en la playa. El faro de Barbaria, uno de los grandes iconos de Formentera, aquel hacia el que se dirigía en motocicleta Paz Vega en Lucía y el sexo (que tanto ha popularizado la isla junto con Tonight, tonight), ha visto este verano restringido el acceso para preservar su idiosincrasia. Vamos, es que Lucía ya no podría ir como en la peli. Se ha creado un aparcamiento disuasorio a un kilómetro y medio –que ya es distancia en agosto- y desde allí solo se puede llegar caminando o en bicicleta.

La decisión del Consell de Formentera, aplaudida por los colectivos ecologistas, la reciben con notablemente menos entusiasmo los que no se habían enterado y acuden al faro pensando que la cosa está como siempre: llegabas en coche o moto, sobrado, te hacías un selfie, veías la puesta de sol, deambulabas un poco, y apa al Blue Bar o al Pachanka. Pues no, ahora hay que currárselo.

En esa tesitura, no pensaba yo ni acercarme, pero tras las devastadoras críticas por mi pusilánime inactividad durante la catastrófica tormenta que azotó la isla, decidí volver a ganarme al público de esta columna. Como tampoco es uno tonto, lo que hice fue cargar la bici en el coche, arribar al aparcamiento mencionado y allí sacarla y seguir tan ricamente. De esa manera me evitaba no solo la caminata sino hacer todo el trayecto pedaleando desde casa, que no está uno para excesos. Decenas de personas andaban calladas, economizando fuerzas, hacia el faro que se veía pequeñito en la lejanía, casi inalcanzable. Fui adelantándolas. Se palpaba un resignado fastidio. Al llegar, me sorprendió el silencio, y encontrar la zona despejada de vehículos. Realmente la impresión era magnífica. Solo se escuchaba el viento, y algún jadeo y maldiciones conforme los caminantes iban llegando. “¿Dónde está el bar, por Dios?”, gimió un tipo sudoroso. “Alvarito, ya estamos”, animó a su retoño malhumorado una madre.

El sol empezó a ponerse. La gente miraba con aprensión cómo disminuía la luz. Cuando el sol desapareció brotaron unos tibios aplausos y todo el mundo se puso en marcha sin dilación. Volví a adelantar a los que andaban, esta vez de vuelta. “Como nos coja la noche la hemos hecho buena”, deploraba uno. A mitad de camino había una retención causada por una chica escultural en bikini a la que los tíos trataban de no sobrepasar. Ya cerca del aparcamiento eché un vistazo por encima del hombro mientras aún seguía llegando gente: el faro se había disuelto en las tinieblas, pero de repente empezó a destellar, y era como si se riera de todos nosotros.

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