Por qué ser profesor es hoy más complejo: “No somos psicólogos, sanitarios, ni trabajadores sociales”
La sociedad pide a los docentes que atiendan la creciente diversidad que hay en las aulas con números excesivos de estudiantes por clase
¿Es más difícil ser docente hoy que hace unas décadas? De una decena de profesores entrevistados para este reportaje, casi todos responden que sí. O al menos, según matizan algunos de ellos, se ha vuelto más exigente. La dificultad no ha aumentado, en su opinión, por lo que muchos dirían de forma intuitiva, es decir, por los problemas disciplinarios. Son otras las cuestiones que hacen más difícil la docencia: el aumento de la...
¿Es más difícil ser docente hoy que hace unas décadas? De una decena de profesores entrevistados para este reportaje, casi todos responden que sí. O al menos, según matizan algunos de ellos, se ha vuelto más exigente. La dificultad no ha aumentado, en su opinión, por lo que muchos dirían de forma intuitiva, es decir, por los problemas disciplinarios. Son otras las cuestiones que hacen más difícil la docencia: el aumento de la diversidad en las aulas; lo que el sistema educativo y la sociedad reclaman hoy al profesorado en materia de atención a dicha diversidad; la relación con las familias, y el hecho de que se les pide trabajar de forma muy distinta a la de los viejos tiempos con un número alumnos en clase con frecuencia excesivo, sobre todo en secundaria.
Rosa Linares empezó a dar clases de Lengua castellana y literatura en el año 2004. Y ahora lo hace en el instituto público María de Molina, en Las Águilas, un barrio de clase trabajadora de Madrid con abundante población migrante. “No considero que sea más difícil dar clase ahora. Lo que dificulta mi labor en el aula, atentando contra las mínimas condiciones bajo las cuales llevarla a cabo, es el número de estudiantes por curso. No hay proyecto educativo que resista una ratio de más de 25 alumnos, si queremos que sea universal. Y no hay resistencia corporal que recoja y guíe con facilidad la energía desbordante de un grupo tan numeroso de adolescentes. Es trabajar a la contra y, en algunas ocasiones, no avanzar”, lamenta Linares. La profesora destaca que, en su experiencia (el curso pasado había en España 784.425 docentes, lo que equivale a otras tantas historias personales) “en términos disciplinarios, nada ha ido a peor”.
Está de acuerdo Toni Solano, profesor de Lengua castellana y director del instituto público Bovalar en Castellón, catalogado como de especial complejidad. “Empecé con una sustitución en 2001 en la pública, en Vinaròs. El alumnado era horrible, casi peor que el que tengo ahora, porque además esos grupos malos se quedaban para los interinos. Chavales tumbados encima de la mesa, broncas, suspensos en más de la mitad de la clase”. Solano pasó después dos años en centros privados de Madrid, donde la situación fue, si acaso, peor porque además de soportar a alumnos maleducados, no podía quejarse. “Me decían: nos tienes que aguantar porque mi padre te paga el sueldo. Y la directora, si protestabas, sacaba la ficha con todos los servicios que pagaba la familia y te recomendaba paciencia”.
Desde 1990, cuando Rosa Rocha comenzó a enseñar Matemáticas en BUP y COU, a hoy, el alumnado, especialmente en la enseñanza pública se ha vuelto mucho más diverso, y no solo por su procedencia. “Para empezar ahora llegan al instituto antes, con 12 años. Y, además, tenemos que atenderlos a todos. A los que tienen trastorno por déficit de atención por hiperactividad, a los que tienen necesidades educativas especiales, a los que tienen problemas de salud… Debemos atender las diferencias individuales de cada alumno, y eso requiere más trabajo y mayor preparación”, afirma. Intentar que ningún estudiante se quede atrás, en lugar de aceptarlo sin remordimientos, como pasaba hace tres décadas, requiere un esfuerzo mucho mayor, y también constituye, dice Rocha, que dirige un instituto público en Guadarrama (Madrid), “un éxito del sistema; antes, el abandono escolar era altísimo, y estamos consiguiendo, poco a poco, gracias al trabajo del profesorado, evitar que sean expulsados”.
La propia idea que Julio Rodríguez Taboada tiene del oficio también ha cambiado mucho desde que en 1989 entró por primera vez en un aula para dar clase. “La concepción que tenía de mi trabajo era que consistía en explicar lo mejor posible conceptos matemáticos al alumnado. No me había planteado la importancia de aspectos como la atención a la diversidad, la inclusión, el contexto social, familiar, cultural y económico del estudiantado, la coordinación con otros docentes, etcétera. Hoy tengo más claro que mi trabajo es participar en la formación de todo mi alumnado a través de la educación matemática”, afirma. En una línea parecida, Antoni Salvà, profesor de Física y Química en Mallorca, agrega: “Ejercer la profesión es más exigente que hace 25 años, cuando era suficiente impartir la materia y verificar que los estudiantes la reproducían correctamente. Ahora, tener un conocimiento profundo de la misma es una condición necesaria, pero no suficiente. También hace falta conocer su didáctica para crear las condiciones adecuadas en un aula para que todos los alumnos puedan aprender”.
Estudiantes y familias
Los cambios en las expectativas de los estudiantes y sus familias también han hecho que ser docente sea, en cierto sentido, más difícil, cree Josune Irazabal, profesora de FP en un centro público de Bergara (Bizkaia), que cuando ella empezó a dar clase a finales de los años noventa. Entre una parte de los chavales ha calado la idea de “éxito rápido que observan en las redes sociales”, dice. Mientras que en las familias han aumentado, en promedio, su grado “de participación y de demanda” hacia los centros educativos. Y las transformaciones económicas y sociales de las últimas décadas, añade Toni Solano, hacen ahora recaer sobre los centros educativos responsabilidades que no tenían tradicionalmente.
“En un contexto en el que toda la familia tiene que trabajar, incluso en dos sitios, parece que la escuela es el único lugar para intervenir con los menores: salud mental, exclusión, identidad de género, acoso, adicciones diversas... Todo bajo la supervisión de los docentes, porque no hay recursos en servicios sociales, en sanidad, etcétera”, dice Solano. “Y ahí es donde muchos se rebelan, porque efectivamente no somos ni psicólogos, ni terapeutas, ni sanitarios, ni trabajadores sociales”. Las administraciones podrían dotar de dichos perfiles a los centros. “Pero todo intento de solicitar recursos de ese tipo es tiempo perdido”, denuncia el director, “yo llevo varios años reclamándolos”.
Si mira no a cuando empezó a dar clase, sino cuando él era alumno de primaria, a finales de los ochenta, Óscar Ruiz, de 47 años, maestro y director de un colegio público en Cantabria, señala dos grandes diferencias respecto a la realidad escolar actual: “En mi clase, que éramos 35, no se movía nadie. Pero también es cierto que vivíamos, en algunas ocasiones, bajo amenaza”. También hay novedades que han tenido consecuencias ambiguas, coinciden entrevistados. Como los avaneces tecnológicos, que por una parte pueden facilitar la labor docente y abren nuevas oportunidades didácticas, y por otra suscitan la duda de si su uso no puede ser contraproducente, señala Rosa Rocha. O como con el mayor grado de seguimiento y recogida de datos del alumnado. Que de un lado puede facilitar la intervención escolar en el caso de que un chaval tenga problemas, así como mejorar el conocimiento sobre el conjunto del sistema educativo. Y, de otro, advierte Rodrigo Plaza, profesor de FP en Barcelona, ha desembocado en una carga por “exceso de burocratización para los docentes y los equipos directivos”.