Una diáspora sin fin

Buena parte de las izquierdas y de las derechas del mundo tienen la boca retacada de consignas, consignas o, peor, prejuicios o, incluso peor, dogmas sobre la experiencia venezolana

Arianna de Sousa-García, escritora y periodista venezolana, en Santiago (Chile), en julio de 2024.Sofía Yanjarí

Hay cosas en torno a las que se puede discutir casi eternamente, sobre todo cuando uno tiene el desenfado de hacerlo desde la barrera, quiero decir, cuando tiene la cara suficiente para hablar de aquello que no ha vivido, a pesar de que el tema en cuestión sea, precisamente, la vivencia de alguien más.

Digo esto porque, aunque no sucede exactamente igual que con la experiencia cubana, la mayoría de la gente tiene una opinión preconcebida cuando un venezolano o venezolana se disp...

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Hay cosas en torno a las que se puede discutir casi eternamente, sobre todo cuando uno tiene el desenfado de hacerlo desde la barrera, quiero decir, cuando tiene la cara suficiente para hablar de aquello que no ha vivido, a pesar de que el tema en cuestión sea, precisamente, la vivencia de alguien más.

Digo esto porque, aunque no sucede exactamente igual que con la experiencia cubana, la mayoría de la gente tiene una opinión preconcebida cuando un venezolano o venezolana se dispone a hablar de lo que su país (y él o ella, en primera persona) han vivido durante los últimos años, que ya son un par de décadas: buena parte de las izquierdas y de las derechas del mundo tienen la boca retacada de consignas, consignas o, peor, prejuicios o, incluso peor, dogmas que no parecen molestarse en lanzar, estúpidamente, contra aquel o aquella que está entregando algo tan valioso y único como es un testimonio.

El testimonio

“Siempre pensé que sería algo momentáneo. Ahora que lo pienso, creo que todos cuando nos vamos creemos que lo será y al final termina siendo una vida. Nuestro éxodo, masivo y sonoro como es, ha sido fácilmente ignorado e incluso condenado por casi todos nuestros hermanos soberanos de la li-ber-tad a pesar de ser el más grande que ha vivido este hemisferio en los últimos cincuenta años”, escribe en Atrás queda la tierra Arianna de Sousa-García, periodista y escritora venezolana que se vio forzada a dejar su país, con un hijo pequeñísimo, para poder entrar en un futuro en el que ese hijo y ella misma pudieran estar: “Aun así tienen la desfachatez de llamarnos fascistas con una facilidad deslumbrante, de darnos discursos ideológicos desde sus barrios con agua y luz, desde sus refrigeradores llenos, y como no, de decirles a estos pobres vulgares muchachos bananeros lo que tuvimos que haber hecho”, continúa poco después de Sousa-García, en los prolegómenos del brutal testimonio que ella debió escribir con la mandíbula apretada y que uno termina leyendo de ese mismo modo.

No hay nada más importante, para aquel que sabe que su vida no ha tenido el valor que debería, nos dice Enrique Álvarez Díaz en La palabra que aparece, que la persistencia de sus palabras, que la palabra reconvertida en herencia; el testimonio, pues, puesto en las manos de alguien que se comprometa a mantenerlo vivo. Quizá por esto, aunque de Sousa-García parecería haber elegido la forma de la correspondencia, una correspondencia dirigida a su hijo, lo que escribe también es un testamento.

Un testamento que de manera brillante, cuidadosa y quirúrgica convierte al lector —quien sin apenas darse cuenta toma el lugar del hijo, cuando la narradora le habla a este de tú— en otro habitáculo de su memoria, en otro portador del fuego de su palabra, un fuego que, entiende entonces el lector, no debe dejar de alumbrar el camino que siguió (que sigue siguiendo, siempre) aquel que fue expulsado de su pasado, de su origen, de su vida, de sus lazos íntimos, de su casa, de su familia, de su país, de su trabajo, de su cotidianidad, de sus plantas, de sus cortinas, de sus cucharas.

Un manojo de relatos

Además del suyo (el testimonio de la periodista y madre que lo deja todo de repente, un de repente que, sin embargo, claro está, es profundo como una grieta que parte continentes y largo como sólo pueden serlo la memoria y la ensoñación), de Sousa-García, en otro de los aciertos que se vuelve fundamentales para entender la fuerza y la pertinencia de Atrás queda la tierra, nos entrega muchos otros testimonios, para que también los cuidemos entre todos. Uno de éstos, el de Leangel Gutiérrez, dice así: “Keiler Vargas nació en nuestra ciudad y murió viniendo a la ciudad en la que vivimos. Él, su madre Alexandra y su hermano de cuatro meses atravesaron los andes venezolanos, Colombia, Ecuador y Perú intentando llegar a Santiago. En Desaguadero, un lugar a tres mil doscientos ochenta y siete metros sobre el nivel del mar en la frontera de Perú y Bolivia, a Keiler le empezó a faltar el aire; minutos después dejó de respirar. Era el 28 de enero de 2022 y tenía dos años. A Chile llegaron sus cenizas”.

Aun así, hay otro acierto aún más radical e inteligente en el libro de Sousa-García: darle lugar incluso al testimonio del otro, del que significa la contraparte exacta de la narradora, que, en este caso, para colmo, es el de su padre: “Nosotros no teníamos ningún medio, ninguna manera. No veíamos solución ni salida. Y apareció Chávez. Cuando hizo lo que hizo… ganó muchos adeptos, y muchos más cuando depuso las armas. Quienes no estuvieron de acuerdo con lo primero, lo estuvieron con lo segundo, pero todos estuvimos de acuerdo en que ese era el hombre. Nosotros, la juventud de ese momento, la juventud sin futuro, queríamos darle un vuelco a la situación y sí, fue Chávez, pero pudo ser cualquiera… porque es verdad, éramos unos muchachos, pero teníamos la fuerza del río”.

Coordenadas

Atrás queda la tierra fue publicado por Seix Barral.

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