Los últimos ocho pescados del charco más grande de América
El lago Poopó de Bolivia fue noticia en 2016 porque se secó por completo. Una buena temporada de lluvias ha devuelto el agua a sus cuencas, pero el aumento de las temperaturas, la contaminación minera y el desvío de sus ríos amenazan para siempre la vida de sus pueblos
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– ¡Frene! –grita de repente Cristina Mamani– ¡Frene, nos podemos hundir!
Acaba de caer la noche a las afueras de Untavi, en medio del altiplano boliviano, y las luces del coche apenas iluminan la tierra seca. El desierto da la impresión de que se podría acelerar por horas sin cambiar de rumbo, pero Cristina Mamani sabe que en unos metros, de golpe, aparecerá el agua. El segundo lago más grande de Bolivia hizo un milagro en estas pampas: se evaporó por completo hace siete años y volvió a llenarse este verano. Pescadora como sus abuelos y sus tatarabuelos, Cristina Mamani afirma que no es la primera vez que pasa. “Mi abuelito decía que cada cincuenta años se llena, después se vacía”, cuenta. Desde aquí, el pueblo al lado del agua en el que creció son dos lucecitas que titilan 20 kilómetros al norte. La tierra se convierte en barro a sus pasos y Mamani señala hacia el sur: “Esta vez, hasta aquí nomás ha vuelto el lago”.
El lago Poopó se había evaporado por completo a finales de 2015 y la noticia recorrió el mundo. Un espejo de agua de 2.337 kilómetros cuadrados —casi cuatro veces más grande que una capital como Madrid— desapareció junto a más de 200 especies de aves, peces y plantas. Una buena temporada de lluvias trajo agua el pasado enero, pero el lago solo se llenó entre un 40 y un 70% de su capacidad. Como una cuenca aislada en medio de Los Andes, el Poopó siempre dependió de un buen chubasco durante el primer trimestre del año para mantener su caudal. Pero la temperatura media de la zona ha aumentado por encima del promedio global (0,9 grados solo en la última década) y ha acelerado la evaporación del agua.
Cristina Mamani, de 49 años, tuvo que dejar su pueblo la última vez que se secó el lago. Ubicado a 3.700 metros sobre el nivel del mar, a Untavi se llega después de tres horas de camino sin pavimentar saliendo del sur de la ciudad de Oruro, en el oeste de Bolivia. En este pueblo aymara, el último a orillas del lago Poopó, el censo nacional de 2012 contó 393 habitantes. “Éramos 200 pescadores”, cuenta Mamani, “había tanto pescado que el trabajo de cinco días nos alcanzaba para vivir un mes”.
Ahora alquila un cuarto en Oruro y vive al día vendiendo ropa usada en el mercado junto a su prima Josefa Magne. Su marido, Valerio Rojas, encontró trabajo como obrero en Challapata, una ciudad en la otra orilla del Poopó. Se ven cada dos meses, cuando los horarios los dejan coincidir. “Si falta lo dejan de llamar”, cuenta Mamani. “Por eso solo podemos volver si vuelve el pescado”. Al pueblo llega un solo autobús cada cinco días, y Mamani intenta volver todas las semanas a visitar a su madre, Avelina, que a sus 74 años pastorea a las pocas ovejas que les quedaron y esperan no tener que vender.
Untavi ha cambiado mucho en estos años. Sus casas recibieron ayudas del Gobierno para poner ventanas de vidrio, pintaron la mayoría de colores vivos y la plaza central tiene un kiosco nuevo rodeado de árboles que en unos años serán una alameda. Pero nadie camina por el medio. La iglesia no tiene sacerdote, la posta policial tiene algún visitante esporádico, y el único médico es una enfermera en prácticas que está terminando la universidad. La paz nocturna solo la interrumpen los contrabandistas cuando aceleran en sus camionetas huyendo de la frontera chilena con dirección a la ciudad.
– ¿Qué es lo que más extraña del pueblo?
– El pejerrey que nos han enseñado a comer los abuelos –responde Mamani–. Ahora no hay pesca, no hay nada.
Sus ojos se iluminan cuando piensa en la pesca. “Frito en filete, también en sopa comíamos”, recuerda. Madre de cinco hijos, los dos mayores también eran pescadores y ahora son obreros en la ciudad. Los menores van a la universidad: una acaba de egresar como ingeniera civil, el cuarto le sigue y el menor quiere ser agrónomo. “Pero yo solo quisiera que volvamos”, dice Mamani. “Que vuelva todito el lago. Que volvamos a pescar”.
Los barcos se corroen en medio del desierto de algas secas. Los pocos pescadores que vuelven cada tanto al pueblo casi no han salido en estos cinco años. “La última vez que intentamos pescar salió un solo bote”, cuenta Mamani al amanecer de un lunes de julio. Los pobladores de Untavi se organizaron a finales del mes pasado, y el 20 de junio volvieron a echar sus redes. “Ocho pejerreyes, así chiquititos nomás han salido”, dice y muestra la fotografía en su teléfono de los últimos pescados listos en un plato.
La última temporada de lluvias dejó un espejo de agua de apenas unos cincuenta centímetros. Mamani y otros pobladores afirman que en el centro la profundidad es de hasta dos metros, pero en un recorrido en barco los remos golpean la tierra sin mojarse del todo. El Gobierno de Oruro busca aprovechar que el agua no ha desaparecido para estudiar la viabilidad de plantar algunas especies de peces, pero evitar otra catástrofe no depende solo de esperar buenas lluvias.
“El lago vive una situación grave en la que no solo juega el cambio climático”, afirma Ájax Sanhueza, representante del colectivo CASA, una organización sin fines de lucro que desde hace 14 años apoya a las comunidades indígenas en defensa de sus derechos ambientales. “Primero está el factor minero, que en esta zona gasta millones de litros de agua por día. Después el sistema endorreico que une al lago Titicaca con el Poopó, y que comparten Perú y Bolivia”.
El Poopó es un lago de agua salada que no tiene una vía de acceso al mar. Su caudal de agua depende del lago Titicaca, que se parte en dos en la frontera entre Perú y Bolivia, y el río Desaguadero, que arrastra el agua hasta el Poopó y termina en el salar de Coipasa, en la frontera entre Bolivia y Chile. “Del lado peruano se manejan compuertas que se abren y cierran según les falte el agua. En el lado boliviano, vivimos de cómo ellos lo manejan”, explica Sanhueza. “Eso genera un conflicto de intereses entre ambos países en el que la información es bastante opaca”.
“Oruro también tiene una carga: su emblema es ser una zona de explotación minera”, agrega Ángela Cuenca, ingeniera agrónoma y coordinadora de proyectos del colectivo CASA. Al menos 300 exploraciones mineras se mantienen activas en la zona. Según un estudio de 2012, cientos de kilos de arsénico, zinc, cadmio y plomo son vertidos en el lago todos los días. “Esto causa una sedimentación altísima de metales pesados, que se asientan en una cuenca cerrada donde se expanden”, explica Cuenca. “Es triste pensarlo así, pero los años en los que el lago estuvo seco fueron una oportunidad perdida para dragar y limpiar la cuenca del Poopó”.
“Bolivia es un país paradójico”, reflexiona la ingeniera. “Tiene un montón de leyes medioambientales muy buenas que no se cumplen, porque el país tiene una visión del desarrollo completamente extractivista. La contaminación afecta el área desde mucho antes que se redujera el espejo de agua del lago. Es una situación crítica en la que las mujeres, como cabezas del hogar, sufren en primera línea. Ellas saben que reduce el tamaño de los peces, que algunos animales ya nacen con malformaciones, que los niños se enferman y que la piel se agrieta por los minerales del agua. Pero el Estado no les hace caso nunca”.
Cristina Mamani era la regidora de su pueblo cuando el lago se secó en 2015. “Yo he pedido que se drague, que caven, que así se mantenga el lago. Pero no me han hecho caso”, cuenta. “En vano hemos ido hasta La Paz [la capital] con papeles, cartas. Pero como allá tienen el [lago] Titicaca, no nos han dado importancia”.
El cargo de autoridad del pueblo cayó este año en un joven de 26 años. Fernando Checa, pescador y padre de tres niños, también trabaja como jornalero de la construcción en los alrededores del pueblo. Su rol de alcalde es un trabajo a medio tiempo. “Tampoco es mucho trabajo, somos poquitos. Hartos [muchos] se están yendo”, confía con una sonrisa. Checa cuenta que la secundaria de la escuela cerró, y que contando a las comunidades que rodean a Untavi, la primaria apenas llega a una veintena de alumnos. A media mañana de un lunes, se alegra de que los visitantes le pregunten si se puede ir a navegar. No ha sacado su barco en meses.
“Yo pescaba desde mis 13 años. Mi abuelito me ha enseñado. Pero no me gustaba al principio: las olas, el viento...”, cuenta Checa de camino al lago. “El agua me daba miedo, nunca he aprendido a nadar. Pero era un trabajo bonito, éramos nuestros jefes. Salíamos temprano y la tarde la pasábamos en el pueblo”.
El pescador rema sin descanso y, cada tanto, clava una estaca en el agua. “Es un charco”, dice cuando saca la mitad húmeda. Esta vez ya no ríe. “Esperemos que estos meses que no vamos a pescar devuelvan a los peces. Los primos llaman de la ciudad, del extranjero, preguntan si ya han vuelto”, cuenta, y ya en medio del lago, entra en confianza. Pregunta quién es el nuevo presidente chileno, si es verdad que la economía argentina es tan difícil como se la cuentan.
– ¿A usted también le gustaría migrar?
– En enero me entregan mi pasaporte. Pero voy a volver. Si vuelve el pescado, vamos a volver.