"Un buen día es cuando los cuatro podemos comer pollo"

En Colombia, más de seis millones de personas se encuentran en situación de pobreza extrema, es decir, viven con menos de cinco dólares al día. Esta es la historia de una de ellas, Patricia Villarraga. En los últimos meses, el país andino ha acumulado la inflación más alta del siglo, lo que se empieza a notar en los hogares en donde cada peso hace la diferencia entre comer o no.

"El pan de 100 ya vale 300, y el lunes valdrá 400"

  • Fotografías y Audio: Diego Cuevas
  • Texto: Lucía Franco
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Una zanahoria, un pedazo de piña y un arroz de hace unos días. Es más fácil enumerar lo que tiene la familia de Villarraga en el refrigerador que lo que le falta. Patricia, de 38 años, abre la nevera buscando con qué hacer la comida. Pero no hay nada que cocinar. Decide hacer lentejas con arroz y zumo de piña de almuerzo para ella, su esposo y sus dos hijos de cinco y siete años.

Patricia no puede trabajar porque debe quedarse en casa cuidando de su hijo Santiago, de cinco años, que nació con una discapacidad severa que le genera ataques de epilepsia y no le permite hablar. La única entrada de dinero con la que cuentan es la de su esposo, Jairo, que después de perder su trabajo como conductor por la pandemia dedica sus días a vender el reciclaje que le regala la gente en el norte de la ciudad.

Su casa está hecha completamente de materiales reciclados. Las tejas, la madera y los cartones de huevos los han recogido de la calle y con ellos han logrado levantar cuatro paredes para darles un techo a sus hijos. Las ventanas desde las que ven todo Bogotá antes eran dos pedazos de plástico, pero un día Jairo encontró unos vidrios que encajaron perfecto para que su familia pudiera contemplar la vista desde el otro lado del cristal sin sentir el frío o la lluvia.

Villarraga no ha tenido una vida fácil. A los nueve años su familia la tuvo que sacar una madrugada del departamento del Tolima porque la guerrilla la quería raptar para engrosar sus filas. Se tuvo que olvidar del campo y de sus papás durante muchos años. En Bogotá, conoció a su primera pareja, un hombre que abusaba de ella y le pegaba. Con él tuvo a sus primeros dos hijos, que ya son mayores de edad. Cuenta que apenas pudo, después de 13 años, salió huyendo de aquel hombre sin mirar atrás.

Primero conoció a la hermana de Jairo y después se enamoró de su actual pareja, con la que construyó un nuevo hogar. Vivían en un barrio del suroccidente de la capital hasta que llegó la pandemia y no lo pudieron seguir pagando. Unos amigos les hablaron de El Mirador, una invasión en las faldas de una montaña en la localidad de Ciudad Bolívar. Allí viven más de 400 personas en casas prefabricadas. Los vecinos decidieron ponerle al lugar El Mirador-La Esperanza porque todos tienen el anhelo de vivir algún día en un barrio legal, a donde lleguen los servicios públicos de la ciudad.

Entre todos los vecinos se ayudan. Hacen campañas para limpiar juntos la basura de las calles que todavía no tienen pavimento, limpian los canales y algunos fines de semana hasta hacen asados. Para Patricia, sus vecinas son su mayor apoyo. Confiesa que muchas veces ha pensado en volver a huir, especialmente cuando las cosas se ponen muy difíciles, pero siempre llega alguna compañera que, con una buena conversación y un café, logra hacerle todo más fácil.

Patricia también recurre a su comunidad cuando la comida no alcanza. Algunos le regalan meriendas o un poco de aceite para poder hacer el guiso del día. En la tienda, cuando no tiene el dinero suficiente para pagar, le fían. Su mercado usualmente consiste en lo mismo. Lo más barato: huevos, arroz, frijoles, pasta, lentejas y, cuando se puede, algo de carne. Para ella un buen día es que los cuatro puedan comer pollo.

Colombia acumula la inflación más alta del siglo y esto se empieza a notar a pie de calle. Las panaderías del barrio en donde vive Villarraga han empezado a poner carteles que advierten de la subida de los precios. El pan que toda la vida había sido de 100 ahora cuesta 300, pero el local ya ha colgado un cartel avisando de que a partir de la próxima semana costará 400. “El pan baguette pasará de costar 1.000 pesos a 1.500”, reza el anuncio.

Aunque 100 pesos pueda no parecer mucha diferencia, en familias como la de Patricia significa comer pan al desayuno o no. A Patricia le frustra no poder ayudar con los gastos de la casa. Su sueño es poder tener un día su propia máquina de coser y montar su negocio. Trabajó durante unos años cosiendo y le gusta mucho. Entre su esposo y ella han intentado ahorrar mil pesos cada día para la máquina, pero cada vez que reúnen el dinero deben emplearlo en tapar un nuevo agujero.

Patricia mantiene la esperanza de que algún día las cosas para su familia serán distintas: “Se vale soñar”, dice mientras empieza a cocinar. Coge la cebolla y la lava. Su hijo empieza a llorar y tiene que parar. Pone una olla a fuego lento y a sofreír el tomate en otra, pero solo tiene un fogón que le funciona, por lo que tiene que ir intercambiando las ollas en el único que tiene. “Cuando no hay plata, toca comer solo lentejas con sal”, cuenta.

En los días buenos en los que Jairo logra vender mucho reciclaje, los cuatro pueden hacer todas las comidas, pero no siempre es así. Muchos días, como hoy, Patricia no puede desayunar porque prefiere darle el huevo a su hijo y esperar al almuerzo. En la comida, muchas veces la carne solo alcanza para sus hijos, por lo que ella puede pasar días sin probar una sola proteína.

En una jornada normal, el matrimonio se levanta a las cinco de la mañana y tiende la cama. “Ya se sabe que, si no, los ángeles se quedan durmiendo”, dice. Su esposo se va a trabajar y ella lleva a su hijo John al colegio que queda subiendo la montaña. Cuando vuelve a casa le da el desayuno a Santiago y le hace terapias para ayudarlo con su recuperación.

La casa tiene menos de 20 metros cuadrados. Un salón con un sofá rojo, una pequeña cocina con un único fogón y la habitación con una sola cama donde duermen los cuatro. Los niños duermen en el medio y ella y Jairo en las orillas para evitar que se caigan. En esta temporada de lluvias la situación ha sido muy difícil porque el único lugar de la casa en donde no hay goteras es justo en la cama.

En el 2020, durante la pandemia de la covid-19, un día llegaron unos señores con una máquina a desalojar a todo el mundo en Altos de la Estancia. Destruyeron más de 200 casas sin previo aviso, dejando a la deriva a cientos de personas, entre ellas la familia de Patricia. La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, justificó el desalojo aludiendo a que era una invasión ilegal con alto riesgo de deslizamiento. La medida dejó a Patricia y a cientos de familias como la suya en la calle.

Patricia culpa al Gobierno del hambre que está pasando. Ella no entiende cómo funciona la inflación ni el dólar, pero sabe que antes le alcanzaba para comprar la comida del día y ahora no le sobra ni para un dulce. La realidad es que el costo de la vida en Colombia está subiendo cada mes, algo que se nota especialmente en los alimentos de primera necesidad, según el Departamento de Estadística. Mientras, Patricia fantasea con el día en que pueda volver a comer pollo junto con su familia.

El pan de 100 ya vale 300,
y el lunes valdrá 400

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