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Las supervivientes holandesas de las Hermanas del Buen Pastor piden justicia: “Era durísimo. Nos mutilaron la adolescencia”

Un grupo de mujeres de entre 62 y 91 años demanda a la orden religiosa para que reconozca los trabajos forzados a los que sometía a las internas en sus conventos, y reclama una compensación por el salario no percibido

Hermanas del Buen Pastor
Internas del convento de Zoeterwoude, en el municipio de Leiderdorp, al oeste de Holanda, en una imagen sin datar.Cortesía de las entrevistadas
Isabel Ferrer

El proceso civil contra la orden católica de las Hermanas del Buen Pastor ha comenzado en Países Bajos. Un grupo de 19 mujeres, entre 62 y 91 años, quieren que se reconozcan los trabajos forzados realizados mientras estuvieron retenidas en sus conventos holandeses después de la II Guerra Mundial y hasta los años setenta. También han pedido a los jueces que se les otorgue una compensación por el sueldo que nunca percibieron por trabajar seis días a la semana en condiciones muy duras. En total, al menos 15.000 muchachas pasaron por uno de los cinco centros holandeses de la orden, que operaba como una red de explotación. La congregación recibía encargos de lavandería y costura de parte de clientes como hospitales, hoteles, la Iglesia, el ejército y el Gobierno. Las “chicas”, su nombre coloquial, incluso plancharon y almidonaron manteles para la casa real holandesa. Destapado en 2018, el severo régimen aplicado por las monjas a unas muchachas de entre 11 y 21 años se convirtió en un escándalo que pervive. La ruta legal no ha sido fácil, ya que unas 250 supervivientes han preferido abstenerse. Pero las demandantes, que comparecieron el viernes ante un tribunal de Haarlem, piden justicia.

Las “chicas” podían ser enviadas a los conventos de las Hermanas del Buen Pastor por la policía, jueces, los responsables de lo que luego serían los servicios del menor, o las propias familias. Las razones del internamiento eran variadas: había problemas en el hogar o bien eran víctimas de abusos, tenían antecedentes penales, un embarazo no deseado, un pasado en la prostitución o no se adaptaban a su entorno. Una vez dentro, las monjas se empleaban a fondo en reeducarlas haciéndolas trabajar. Lo sucedido figuró en un apartado del informe oficial publicado en 2011 sobre los abusos sufridos por entre 10.000 y 20.000 víctimas en el seno de la Iglesia católica holandesa desde 1945. Sin embargo, el caso creció cuando el rotativo NRC Handelsblad publicó en 2018 una investigación.

Lies Vissers, de 70 años, es una de las internas, y recuerda con claridad las largas jornadas en silencio. Tiene grabado el aislamiento impuesto a las rebeldes y la pérdida de identidad, porque borraban sus nombres para asignarles un número. “En una cárcel [al menos] hay relación con otras personas. Lo nuestro era como una fábrica, con el trabajo de las internas como fuente de ingresos para las monjas”, dice. Ha accedido a contar su historia a EL PAÍS, y explica que estuvo metida en un convento en Almelo (este del país) entre 1966 y 1969. Entró con 14 años y salió con 17. No tenían voz propia y el control era absoluto.

“Las monjas leían todas las cartas. No podías hacer amigas. Desconocíamos el apellido de las demás chicas, y cuando una conversación, siempre supervisada, derivaba en algo personal, era cortada sin miramientos”, cuenta. En su caso, el factor desencadenante fue la muerte de su padre. “Yo tenía 12 años y éramos cuatro hermanos. Mi madre no podía mantenernos, y me sacaron de casa para meterme en un centro de la orden. Te ponían a trabajar de inmediato en la lavandería, la sala de plancha o la de costura, y nos mutilaron la adolescencia, una etapa crucial”, explica. Se escapó en dos ocasiones, y la segunda vez ya no dieron con ella. Sobrevivió escondida en comunas y como okupa, y dudaba de todo y de todos. Tiene cuatro hijos, y atribuye sus tres divorcios a las secuelas del internamiento. “No sabía cómo relacionarme, y desconfiaba de la gente. Tuve que aprender a vivir en sociedad y oculté mi pasado durante mucho tiempo. Afortunadamente, la relación con mis hijos y nietos es excelente”, dice.

La rutina del convento era inamovible. Se levantaban a las siete de la mañana, y después del aseo personal y la limpieza del cuarto, rezaban y acudían a la iglesia. “A desayunar íbamos en fila, con una monja delante y otra detrás”, recuerda Vissers. Trabajaban hasta el mediodía, con una parada para el almuerzo. Luego, vuelta a la labor y una pausa hacia las tres y media para una merienda. La jornada laboral concluía a las seis y media, y daba paso a la cena y un rato de sala común. A las nueve de la noche era hora de dormir. El sábado por la tarde limpiaban los suelos, de rodillas. “Y así, día tras día. Era durísimo, y en silencio la mayor parte del tiempo”. Las familias podían ir una vez al mes, “pero nunca entraron en nuestras dependencias: solo les enseñaban una parte que no reflejaba en absoluto nuestra vida”. “Es un escándalo. Trabajábamos gratis, estábamos aisladas y no nos dieron una educación. Dónde acabó el dinero que ganamos para las monjas”, se pregunta.

En Países Bajos, quedan tres representantes de esta congregación. Tienen 94, 96 y 103 años, respectivamente, pero viven en un hogar para religiosos y no han sido llamadas a declarar. Como los intereses del único convento holandés que queda en pie los representa la misma orden en Francia, ambas entidades figuran en la demanda interpuesta. En Irlanda, las denominadas Lavanderías de la Magdalena, abiertas hasta mediados del siglo XX y que mantenían un régimen similar, eran gestionadas por varias comunidades religiosas. Entre ellas, las Hermanas del Buen Pastor. Las holandesas pidieron disculpas en 2020, aunque no admiten haber obligado a trabajar a las internas. Lo califican como “una terapia” para que aprendieran a valerse por sí mismas.

Los abogados de la orden sostienen que el caso ha prescrito, pero las 19 mujeres lo ven de otro modo. Quieren que se acepte que los trabajos sí eran forzados, en un régimen de privación de sus sentimientos, pensamientos y emociones. Como nunca fueron remuneradas, solicitan a su vez el equivalente al salario que habrían ganado. También en 2020, el Gobierno holandés consideró víctimas de violencia a estas supervivientes, y presentó sus excusas. Hasta 2022, podían pedir 5.000 euros por lo ocurrido, y así lo han hecho cerca de 250. Este grupo se considera por fin validado, y aprecian el simbolismo del monumento erigido en diciembre en el terreno de uno de los antiguos conventos. Tiene una rosa de gran tamaño y esta inscripción: “Nómbrame, reconoce que existo”.

“Se les arrebató la identidad”

En 2019, un informe elaborado por dos expertos en derecho social y laboral concluyó que la situación en los conventos “encaja en la definición de trabajos forzados según las normas internacionales”. Añadía el estudio que el Gobierno “debió haber controlado mejor lo que sucedía de puertas adentro”. La abogada Liesbeth Zegveld, que representa al grupo de 19 mujeres, afirma que “tanto la Convención Internacional del Trabajo, como la Convención Europea de Derechos Humanos son aplicables en este caso”.

La defensa de la comunidad religiosa ha intentado llegar a un acuerdo fuera del tribunal, algo que le ha sorprendido. “Se forzó al trabajo a muchachas vulnerables, así que no es una opción para mis clientas. La orden empezó diciendo que ya no estaba radicada en Países Bajos, sino solo en Francia, y ahora admiten que siguen aquí”, indica. Como todo era secreto, las internas no tenían forma de encontrarse al salir. Además, al marchar, les decían que no contasen nada de lo que habían vivido. Zegveld defiende que el caso no ha prescrito porque “se les arrebató la identidad”. “Hay que analizar por qué no denunciaron antes. Les costó tiempo reunirse y recuperar su voz”, asevera. La fundación holandesa Clara Wichmann para los derechos de la mujer también las apoya.

El letrado de las Hermanas del Buen Pastor, Pieter Nabben, aseguró al tribunal que “no se puede juzgar lo ocurrido con los ojos de hoy”. Dijo: “Las monjas no estaban formadas para tratar a estas chicas, y pensaban que el trabajo duro era una forma de educar y de redención. Las preparaban para limpiar, coser, cocinar… Labores consideradas de mujeres y de buenas esposas”. Alegó que el caso ha prescrito, y dijo que “se organizaban también excursiones y fiestas”. Sus palabras fueron acogidas con un murmullo de incredulidad en la sala, donde había varias exinternas. “Pero, ¿de qué fiestas habla? Me han contado que, una vez, las hermanas les permitieron lanzarse bolas de nieve en el patio. La escena fue filmada y ya está: adentro de nuevo. Podían retenerte hasta los 21 años y no salíamos para nada. Es pura propaganda”, puntualiza Lies Vissers. El abogado Nabben aseveró que las religiosas “no consideran beneficioso este acto jurídico, y querrían sentarse con las mujeres para favorecer la reconciliación”. Liesbeth Zegveld prefiere no adelantar acontecimientos, pero, llegado el caso, están dispuestas a apelar. El fallo se espera para abril.

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