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La vida sin Núria

Pedro González expresó en una emotiva carta a la directora de EL PAÍS el desgarro por la muerte de su esposa y su queja ante una sociedad anestesiada ante el dolor ajeno

Pedro González, el viernes en su casa, en Ciudad Real, con la carta que escribió a la directora de EL PAÍS.Foto: Claudio Álvarez | Vídeo: EPV
María Sosa Troya

Nadie debería morir en primavera, reflexiona Pedro González mientras enseña fotos de los ramos de flores que cada día recogía de su jardín para llevarle a su mujer, ingresada en un hospital de Barcelona tras haber sufrido un ictus. “Fueron 40 visitas y 40 ramos”. Hasta el 14 de mayo de 2021, cuando “la Núria Gasull”, su Núria, falleció. Acababa de cumplir los 80 y él, que ahora tiene 73, dice que juntos pasaron “un instante que duró 45 años”. A Pedro se le desmontó la vida. Cuenta que fue con su muerte cuando conoció “la palabra sufrimiento”. En los peores días, después de aguantar el tipo en el hospital, explotaba. “Lloraba por los rincones hasta llegar al autobús, y en un parque al lado de casa durante horas”. Nunca nadie le preguntó qué le pasaba.

Este jueves, su carta a la directora de EL PAÍS, en la que relataba lo “extraordinaria” que era su esposa, su desgarro y la falta de empatía de una sociedad anestesiada ante el dolor ajeno, conmovió a cientos de lectores. Él recibe a la visita sin ser consciente de ello, no está muy al tanto de las redes. Escribió el texto para honrar a “la Núria” en el aniversario de su muerte. Sus ojos se humedecen por momentos, en otros tantos brillan hablando de ella. Le sorprende que “una pequeña historia” despierte interés. Una “pequeña historia” que probablemente cuente la de muchos de los casi tres millones de viudos y viudas que hay en España. De los 2,1 millones de personas de 65 o más años que vivían solas en 2020, más de la mitad habían perdido a su pareja, según datos del INE.

Núria Gasull, en una foto de los años 90' del archivo familiar.
Núria Gasull, en una foto de los años 90' del archivo familiar.

La “pequeña historia” de Pedro y de Núria es, en realidad, extraordinaria. Él se apasiona al hablar de ella, de los libros y de la música que compartieron, de cómo se agarraban de la mano cuando se emocionaban juntos en el Liceo. De las cenas eternas en su jardín, cuando cuidaban cada detalle y brindaban con cava. Vivieron mil vidas juntos. Ella fue azafata, guía turística, profesora de teatro y música. Él fue arquitecto y pasó 20 años dando clases de dibujo técnico, de cine, de diseño… Incluso tuvieron un restaurante. Ahora está jubilado. “Como nosotros no hemos tenido hijos, nos hemos dedicado mucho a las musarañas, a apreciar los azules en la Costa Brava, al cine”, cuenta. A la ópera.

“Nos conocimos en el otoño en que se estaba muriendo Franco”, relata Pedro, cuando ambos estaban matriculados en Historia del arte y los pasillos de la universidad bullían y proliferaban los debates. “Un día se levantó la Núria y dije: Mira esta, cómo argumenta, y sin decir ni un taco”, se ríe. “Fue pum”, añade mientras chasquea los dedos y recuerda su vestido verde con flores y su pelo rizado. Lo cuenta en Ciudad Real, donde acaba de instalarse hace apenas dos semanas, tras vender una casa de Barcelona que se había convertido en un “vía crucis” y que “estaba impregnada de ella”. En el que ha sido el peor año de su vida, muchas veces cerró las ventanas y gritó. Estaba en el supermercado cuando le llamaron para darle la noticia de su muerte. Había ido a visitarla esa mañana. “Estuve dos días sin oír nada. Debió de ser una reacción: pues ahora no quiero saber nada”, razona Pedro, que lleva audífonos. “Por los años y el sufrimiento” se ha quedado “un poco sordo”.

“La vida sin Núria ha sido una soledad y un vacío. Es terrible. Y como nosotros hemos compartido tanto... Cada frase de un libro era de los dos, las metáforas que utilizábamos”. Mientras habla, retumba un poco el eco en una casa con las paredes aún desnudas y las estanterías vacías. “Voy a hacerle un altar laico aquí, colgando dos de los cuadros que ella pintó”, señala a un lado del salón, sobre unos muebles hechos por él, en los que ha silueteado parte de los dibujos de su esposa. Una casa sin libros, se horroriza al decirlo. De las 140 cajas que guarda en un almacén de su hermana, 66 están llenas de libros. Lo primero que quiere hacer es montar la biblioteca.

Pedro González, este viernes en su casa, en Ciudad Real.
Pedro González, este viernes en su casa, en Ciudad Real. Claudio Alvarez

Tras la muerte de su mujer, pasó muchos días sin hablar con nadie, “no tenía ocasión, y lo habría agradecido”. El 12% de los ciudadanos de la Unión Europea se sienten solos más de la mitad del tiempo, según datos del Centro Común de Investigación de la Comisión Europea, a partir de una encuesta de 2016. En los primeros meses, tras el estallido de la pandemia, en 2020, esta cifra escaló alrededor del 25%. Pedro cuenta con sus hermanos y da las gracias por ello. Son el motivo por el que se ha mudado a Ciudad Real, ha vuelto a la provincia en que nació. Su hermana pequeña lo ha cuidado mucho. “Vengo para que me queráis un poco”, recuerda que les dijo, a ellos, que son de una familia “tan austera” en cuanto a los sentimientos.

Pero Pedro se siente solo, porque Núria ya no está. Recuerda una sucesión de últimas veces, a partir de un empeoramiento de la diabetes que la llevó al hospital en 2009. Desde entonces ya no fue la misma. En 2010 fue la última vez que veranearon en Llafranc [Costa Brava]. En julio de 2018 fue la última vez que invitaron a cenar a alguien al jardín. Esa Navidad, la última que Núria preparó su famoso caldo. “El 2019 lo empezamos fatal, empezaron las caídas”. Y las llamadas al servicio de teleasistencia. Pasaron dos años sin salir de casa, se aislaron ya antes de la pandemia. “Pero de cabeza estaba perfecta”, precisa él.

Al principio del ingreso hospitalario, Pedro pasó dos semanas sin verla, por las restricciones de la pandemia, y recuerda aquellos días con horror. Luego él le llevaba fotos para que viera las novedades del jardín, del barrio. “Intentaba hacerla reír, incluso una vez bailé una sevillana, yo que no sé bailarlas”, recuerda. Pasó dos meses ingresada. Todos en la planta sabían que Núria lo llamaba “cuqui”. Fue la última semana cuando perdió la esperanza, ya no hablaba y la doctora le contó que no quería comer. “Ella nunca me hizo una escena. Solo un día me dijo: Dame un abrazo. Y yo pensé: Se acabó. La despedida”.

En aquellos días y meses la ansiedad se lo comía y no podía contener las lágrimas. Tantas personas pasaron por su lado, absortas con el móvil. “No hay consideración”, especialmente en las ciudades grandes. “No hay humanitas”, reflexiona.

Hace seis meses no habría podido mantener esta conversación “sin acabar berreando”, dice. Ahora quiere arreglar el jardín de sus hermanos, hacer algún viaje. Tiene que montar una vida sin Núria. Sin su Núria.

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Sobre la firma

María Sosa Troya
Redactora de la sección de Sociedad de EL PAÍS. Cubre asuntos relacionados con servicios sociales, dependencia, infancia… Anteriormente trabajó en Internacional y en Última Hora. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y cursó el Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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