“Es muy bonita. No hablan. No hace falta”
No usé base hasta que tuve edad de votar ni me hice la manicura hasta los 30
¿Soy la única persona que conozco a la que le encantan las adolescentes, esos volcanes siempre a punto de entrar en erupción que saben qué es un lip combo? Puede ser. Me emociona su torpeza a la hora de manejar la vida que se despliega ante ellas, su desconcierto estético, que tengan termostato propio, que enseñen la tripa en invierno. Yo lo haría. Las que me rodean son adorables, irritantes y muy interesantes. No creo que sea posible entender las modas, en plural, sin observarlas. Yo lo hago como una entomóloga, diseccionando maquillajes y faldas. No hay ni pizca de nostalgia en mi mirada: no querría regresar ni al desayuno de esta mañana.
Leo Dos pequeñas burguesas, una de las historias que forman La trilogía de París, un libro que recomiendo cada vez que puedo. En él, Colombe Schneck recorre tres hitos de la vida de una parisina burguesa liberal a través de sus amores y sus desgracias. En el relato central, la autora cuenta la relación de Colombe, su alter ego, con su amiga del alma Héloise. En los años ochenta ellas estudiaban Bachillerato y sus preocupaciones eran la mías: las vacaciones, la ropa de Benetton, las amigas, qué sería hacerse mayor. A Colombe le asombra que la abuela de Héloise, que huele a Opium, enseñe a la niña a pintarse los párpados con sombra color ciruela para realzar sus ojos claros; buen consejo, por cierto. El maquillaje era una rendija por la que se colaba la vida adulta, un juego más. Los caminos de las chicas se separan, pero continúan siendo amigas y tienen pieles magníficas.
Mis años ochenta fueron así; no veraneaba en Saint-Tropez ni Hydra, pero tenía dentro las mismas emociones que estas dos pequeñas burguesas. El maquillaje era parte de un mundo que se miraba aún de lejos. Mi liturgia cosmética consistía en los tres pasos de Clinique. No usé base de maquillaje hasta que tuve edad de votar, no me depilé las cejas ni me hice la manicura hasta los 30, aunque siempre supe que había algunos aromas mejores que otros y robaba Rive Gauche y Poison a mis primas.
Esto ocurría la misma década en la que Molly Ringwald, protagonista de la portada de este número, se convirtió en una estrella. Ella representó casi todos los arquetipos de adolescente, y siempre desde un lugar tranquilo al que ayudaban su piel de porcelana, sus ojos pintados con máscara de pestañas, su brillo en los labios y su melena pelirroja. En España no había chicas así. En los ochenta, las adolescentes parisinas no se maquillaban, las españolas un poco más y las estadounidenses muchísimo más. Ya existían los Terracotta y los Météorites de Guerlain (1982), la Dramatically Different Moisturising Lotion de Clinique o el labial Russian Red de M.A.C. (1988), pero las Sephora kids de hoy mirarían con ternura nuestras pieles casi vírgenes. Ellas ya saben qué es retinizarse y yo lo aprendí hace pocos años. Es fácil opinar con tono espantado sobre la cosmeticorexia y la existencia de una generación de preadolescentes que pronuncian skincare con la misma soltura que nosotras pronunciábamos Pantera Rosa. Qué fácil es regañar a las redes sociales y a las madres que animan a niñas a usar sérums antes de tener su primera regla. Y como es fácil y este asunto es complejo, no voy a hacerlo porque, además, esta es una página de adolescentes, no de niñas, y quién sabe qué habría hecho yo si hubiera nacido en este siglo y tuviera cerca un Sephora y una pantalla. Escucho a dos chicas (¿15? ¿16 años?) hablar en la puerta de los cines Paz. Están decidiendo si ver Robot Dreams. Una de ellas dice: “Es muy bonita. No hablan. Pero no hace falta”. La adolescencia es bonita. A veces no hablan, pero no hace falta.
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