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La insólita historia de la mujer que descubrió el primer antibiótico español

A Sagrario Mochales la intentaron despedir de su empresa cuando fue madre, pero acabó dirigiendo su laboratorio y ayudó a descubrir algunos de los fármacos más vendidos de la historia

Sagrario Mochales, de 90 años, histórica de la microbiología española, en su casa en Madrid.
Sagrario Mochales, de 90 años, histórica de la microbiología española, en su casa en Madrid.Jaime Villanueva

Se podría decir que Sagrario Mochales está viva de casualidad, pero no sería toda la verdad. La sacaron del vientre de su madre por cesárea hace 90 años, y entonces, cuenta Mochales, “eso significaba que moría la madre, la hija o las dos”. Pero esta mujer menuda, que vino al mundo en el Sanatorio de la Consolación de Ríos Rosas, en Madrid, tuvo la fortuna de que por allí rondaba su tío Gregorio Baquero. Cuando ya la daban por muerta, ese médico brillante, que después sería su mentor y un segundo padre, vio lo que otros no habían visto, aunque lo tenían delante: que aquella niña tenía una oportunidad. Años después, Baquero sufrió una grave infección que puso en peligro su vida. Uno de los antibióticos que le permitieron recuperarse fue el imipenem, uno de los medicamentos que aquella niña frágil, años después, ayudaría a desarrollar.

Sagrario Mochales recibe a EL PAÍS en el salón de su casa, en Madrid, y asegura que nunca le han hecho una entrevista para que cuente su vida. La aparición de su nombre en prensa en las últimas décadas es escasa y, sin embargo, es una investigadora con una carrera excepcional. En 1979, su firma aparece en la descripción de la tienamicina, que fue la base del imipenem que salvó a su tío, y aún hoy es uno de los fármacos más potentes para tratar infecciones graves. Diez años antes, en 1969, publicaba en la revista Science junto a varios colegas el artículo que presentaba al mundo la fosfomicina, el primer antibiótico de origen español.

Mochales recuerda cómo David Hendlin, uno de los líderes científicos de la compañía Merck, se presentó en Madrid a principios de los 60 y le encargó un ensayo para buscar en la naturaleza nuevos elementos con actividad antimicrobiana. Merck, dentro de su búsqueda internacional de nuevos antibióticos, había llegado a un acuerdo con la Compañía Española de Penicilina y Antibióticos (CEPA) donde desde 1954 trabajaba Mochales. “Aprendí muchísimo con aquel señor y me quedé emocionada y me tomé como algo personal que aquello saliese bien”, narra la investigadora.

En 1966, su compañero Sebastián Hernández había recogido unas muestras del suelo en la ladera del monte Montgó, en Jávea (Alicante), en las que Mochales identificó una cepa de la bacteria Streptomyces fradiae que producía sustancias asesinas de microbios. “Pasó bastante tiempo desde aquella visita de Hendlin, pero un día, un poco antes de irnos a casa, fui a ver las placas con los cultivos y vi una manchita azul. No me lo creía. Regresé cada poco tiempo y aquella mancha fue creciendo y vimos que, efectivamente, la placa era activa, lo que habíamos puesto allí se había cargado a un montón de bacterias. Inmediatamente, llamé al doctor Hendlin, después le enviamos las muestras, y a los pocos días estaban camino a EE UU. Allí vieron que teníamos razón. Aquello fue muy emocionante, por el descubrimiento y por dar un premio a ese señor, que se lo merecía”, cuenta.

Mi madre era muy de su tiempo, y una mujer no podía estudiar Medicina porque ahí hay muchos hombres ‘y quién sabe lo que puede pasar”

Tres años de duro trabajo después, ya estaba lista la fosfomicina, un nuevo antibiótico que hoy, entre otros usos, se utiliza en forma de pastilla y en una sola dosis para tratar las infecciones de orina en mujeres sanas con el nombre de Monurol. Mochales recuerda también que ella recibió el medicamento que había descubierto cuando fue tratada de un cáncer de mama: “Le pregunté al médico que qué antibiótico me había puesto y me dijo que fosfomicina. ‘Ese es mío’, le dije”.

A finales de los 60, Sagrario Mochales ya se había ganado el respeto de sus compañeros y había firmado en Science, pero el camino hasta llegar allí no había sido fácil, aunque la investigadora cuenta su trayectoria como una serie de circunstancias afortunadas. “Lo he pasado muy bien, he sido muy feliz con mi trabajo, he aprendido muchísimo. No me arrepiento, he tenido una vida muy feliz”, repite sonriente. La investigadora, en su trabajo y en su vida, cuenta con un talento excepcional para ver lo positivo que se le pone delante, y eso es lo que hizo cuando su madre le prohibió que estudiase Medicina. “Mi madre era muy de su tiempo, y una mujer no podía estudiar Medicina porque ahí hay muchos hombres ‘y quién sabe lo que puede pasar’. Aquello frustró mis ilusiones, pero mi tío, que era siempre muy inteligente, me propuso que estudiase Ciencias Naturales, y no me arrepiento, porque aprendí muchas cosas que no sabía”, afirma.

Después de acabar aquella carrera, en la que eran mayoría las mujeres y los curas, porque estaba pensada para formar profesores, su tío Gregorio Baquero le habló de la CEPA y la recomendó como becaria al director del programa de descubrimiento de antibióticos, Justo Martínez Mata. “Cuando me vio, se encontró que el becario que le había proporcionado era becaria y me dijo que al director de la fábrica no le gustaban las mujeres. Entonces, yo me levanté, le di las gracias y me fui, porque ser mujer era algo que no iba a poder cambiar nunca”, recuerda Mochales. “Pero cuando ya estaba en la puerta, Martínez Mata me dijo: ‘Pero, chica, ¿adónde vas?’ Ven, vamos a ver qué podemos hacer”. Después de dos semanas la llamaron y le ofrecieron “una beca por tres años y mil pesetas”.

Una década después, Mochales se enfrentó a un nuevo obstáculo que amenazó con apartarla de su vocación. “Cuando me casé y tuve a mi hijo, me quisieron echar, pero me salvaron los sindicatos. Porque entonces ya se consideraba que la mujer tenía derecho a tener hijos y seguir trabajando”, explica. Mochales pudo seguir con su carrera y sus aportaciones al arsenal médico de Merck, con nuevos antibióticos, antifúngicos e incluso la materia prima, producida por el hongo Aspergillus terreus, para producir la lovastatina, el principio activo de la primera estatina y uno de los grandes éxitos comerciales de la farmacéutica. Después de haber sido una becaria a punto de ser rechazada y una trabajadora despedida por casarse, Mochales acabó siendo directora del Centro de Investigación Básica de España (CIBE), el nombre que tomó su laboratorio cuando pasó a controlarlo Merck.

Tengo 19 patentes, pero nunca fui a cobrar, porque tenía que cruzar [el campus] de Merck y dije: ‘Por dos dólares no me muevo”

Muchas décadas después, la investigadora cuenta lo que le ocurrió en un viaje a la sede de Merck en Rahway, Nueva Jersey (EE UU). “Me convocaron a una reunión a la que llegué tarde, y entré en una sala en la que había muchos hombres. Yo era la única mujer, sentada en el sitio opuesto de la mesa. Empezó una votación y todos decían mi nombre. Me levanté y les dije que lo sentía mucho, que nunca me había sentido más orgullosa que de esos votos, pero yo no podía venir a vivir a EE UU. Sería un cambio demasiado grande para mi familia y para mi hijo. Habría ganado mucho dinero, pero no me arrepiento”, dice Mochales, que asegura no recordar el cargo para el que la estaban votando. Y tampoco se lamenta de no haber recibido una mayor compensación por sus aportaciones al desarrollo de fármacos superventas. “La gente se enfadaba muchísimo, pero yo los defendía. No os dais cuenta de la cantidad de millones que cuesta sacar un antibiótico. Así que nos daban dos dólares por patente y me parece bien. Tengo 19 patentes, pero nunca fui a cobrar, porque tenía que cruzar [el campus] de Merck y dije: ‘Por dos dólares no me muevo”, asevera.

Ahora, pese a los achaques de la edad, que la mantienen todo el día sentada en un sofá en el salón de su casa, con dificultades para oír o para leer, se siente arropada por su familia, escucha con su iPad libros que un día leyó y se mantiene en contacto con viejas amigas. A veces se detiene en algún aspecto más desagradable de su vida, como los egos de algunos científicos que ella llama “sabios con V, que son diferentes de los sabios con B”. Pero pide que no se incida en eso, “porque cada uno es como es”. En su lugar, recuerda a esos sabios con B, con los que aprendió “muchísimo”. “Mi amigo el profesor David Vázquez Martínez”, que recibió el premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica en 1985; Fred Kahan, “un tipo muy raro, que no hablaba con nadie, pero que era el mejor químico [de Merck]”, con el que trabajó en el desarrollo de la fosfomicina y al que se ganó con el orden de su laboratorio y enseñándole el Jardín Botánico. Y Edward Stapley, el responsable de Merck en el CIBE y una de las grandes figuras de esa edad dorada de los antibióticos que también protagonizó Mochales y que cambió el tratamiento de las infecciones en todo el mundo.

20 años después de retirarse, Mochales prefiere quedarse con lo bueno, aunque no todo lo fuera. Sus años buscando antibióticos en las muestras del suelo de distintos puntos de España y el extranjero, desde el litoral Mediterráneo al río Lozoya de Madrid o la selva de Costa Rica, los resume con una frase de su referente, Alexander Fleming: “Yo no descubrí la penicilina, me tropecé con ella”. “Me pareció una frase tan emocionante, que demuestra una categoría humana extraordinaria, que yo la tomo como mi lema”. Mochales, que ha podido vivir durante 90 años gracias al ojo salvador de un médico que supo mirar, se encontró a lo largo de su carrera con muchos medicamentos que han salvado y salvan a muchos otros. A diferencia de la mayoría, supo dar sentido a aquello con lo que se tropezaba.

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