Inundaciones, un hospital con pocos medios, el estigma del VIH y un móvil en la letrina
El diario de Sylvia Schaber, una médico cooperante desplazada en Sudán del Sur ilustra la precaria situación en el hospital de Malakal, marcado por la falta de recursos en el país
Después de pasar seis meses trabajando con Médicos Sin Fronteras (MSF) en la República Centroafricana en 2018, la idea de volver a trabajar con la organización nunca se fue de mi cabeza, así que esto es lo que por fin decidí hacer el verano pasado, cuando contacté con la organización para que me asignaran una nueva misión. Mi orientador de Berlín me ofreció un puesto en un proyecto bastante grande de dos hospitales en Malakal, una ciudad en el noreste de Sudán del Sur, muy cerca de la frontera con Sudán. Sin pensármelo mucho, acepté inmediatamente.
La llegada al país
A pesar de que no era mi primera misión, mentiría si dijera que no estaba nerviosa antes de irme. Sin embargo, desde que llegué a Juba, la capital del país, todo fue sorprendentemente bien. Después de una calurosa bienvenida, tomé un vuelo de Naciones Unidas a Malakal, desde el cual pude ver en primera persona las inmensas inundaciones que cubrían gran parte del país.
Cuando por fin llegué a mi destino, me quedé impactada por las condiciones de vida extremadamente difíciles en las que vive la gente allí. Muchos edificios estaban destruidos como consecuencia del conflicto y muchas personas vivían en casas construidas con planchas de metal arrugadas. La basura estaba desperdigada por las calles y los bordes de las carreteras estaban llenos de restos de coches de los que ya no había nada provechoso que sacar.
Ya instalada y habiendo atendido algunas formaciones sobre el proyecto, estaba lista para empezar a conocer mi nuevo lugar de trabajo. Precisamente en el hospital fue donde tuve que enfrentarme a las primeras dificultades. En mi primera visita al baño, mientras hacía mis necesidades, escuché un “plof”. Tardé dos segundos en darme cuenta de lo que había pasado: se me había caído el móvil del bolsillo trasero de mis pantalones y este había desaparecido por el abismo de aquel agujero negro en el suelo.
Corrí a buscar a mis compañeros que, afortunadamente, me ayudaron. Me dijeron que ya era la cuarta persona a la que se le había caído el móvil en las letrinas y, para mi sorpresa, me dieron esperanzas de que podría recuperarlo. Efectivamente, con la ayuda del equipo de logística encontramos una solución. Unimos una larga varilla de metal a un rastrillo que doblamos para que pudiera pasar el pequeño orificio de entrada de la letrina y alcanzar mi móvil. Cuando por fin lo conseguimos, casi me pongo a llorar: ¡lo salvamos!
El trabajo en el hospital
Después de siete semanas en el proyecto, empecé a sentir que ya no era “la nueva” y que podía empezar a tomar decisiones. Siempre lleva algo de tiempo adaptarse a un nuevo lugar, pero como me aconsejó mi coordinador, traté de aprender de mis compañeros sursudaneses, que eran los que mejor conocían el entorno.
Una historia que me marcó especialmente y que me gustaría compartir fue la de Deng (nombre supuesto), un paciente que me hizo sentir muy triste y feliz a la vez. El chico, de 18 años, vino al hospital después de cuatro días con las piernas totalmente paralizadas. Ya había estado allí tres meses antes con fiebre y dolor de espalda, síntomas habituales de una infección de tuberculosis en la columna vertebral. En aquella primera ocasión, después de hacerle una radiografía, se le aplicó el tratamiento correspondiente.
Ser consciente de que en otro país podría haber opciones para él y saber que, por el hecho de encontrarse en Sudán del Sur no podría curarse, es muy duro de digerir
Sin embargo, viendo su estado, empezamos a pensar que el diagnostico podría no haber sido el correcto y que teníamos que investigar mejor qué es lo que le estaba pasando y cuál podía ser la causa de su paraplejia. En Europa, a Deng se le habría hecho urgentemente una resonancia y habría recibido tratamiento de neurocirugía. Sin embargo, ninguna de estas cosas está disponible en Sudán del Sur.
Para nuestro equipo fue muy complicado aceptar que, incluso si se le trasladase a la capital del país, no se podría hacer nada para ayudarle. Y, por descontado, para quienes realmente fue más difícil de aceptar fue para Deng y su familia. Desde el momento en que se lo dijimos, esa sonrisa que tenía permanentemente, y que mantenía a pesar de las dificultades, desapareció de un plumazo. Ser consciente de que en otro país podría haber opciones para él y de que, por el hecho de encontrarse en Sudán del Sur, no podría curarse, es muy duro de digerir. Ni él ni su familia tienen los medios para costearse un viaje para recibir ese tratamiento.
Gracias a los antibióticos, conseguimos estabilizarle. La familia le apoyó mucho, y poco a poco Deng fue aprendiendo a moverse con su nueva silla de ruedas. Una mañana, llegué al hospital y vi con gran alegría que Deng estaba sonriendo de nuevo. Aunque estaba siendo muy complicado adaptarse a la nueva situación, vi que poco a poco lo iba asumiendo y que ponía todo de su parte para estar bien.
Después de cuatro semanas en el hospital pudo volver a casa. Fue una sensación agridulce: me sentí increíblemente feliz de que hubiera conseguido salir adelante, pero también terriblemente frustrada por no haber podido hacer nada más por él. En situaciones como esta, siempre me acuerdo de lo que dice el doctor James Orbinski [expresidente de MSF] en su libro An imperfect offering: “Podemos hacer mucho por nuestros pacientes, pero hay límites externos a nuestras capacidades que son difíciles de aceptar, tanto para ellos como para los sanitarios que los atendemos”.
Asistencia sanitaria a lo largo del Nilo
Habiendo pasado ya más de la mitad de mi misión en Sudán del Sur, estaba tan inmersa en la experiencia que casi no me acordaba de mi vida anterior. En comparación con las dificultades a las que se enfrenta la población local, la vida del personal internacional era relativamente cómoda, pero aún así había algunas dificultades. En cualquier caso, el hecho de ser consciente de que personas como yo tenemos una enorme suerte de poder elegir libremente estar en un lugar como Malakal, lo compensaba todo. Y eso fue algo que me hizo pensar muchas veces, cada vez que surgía una dificultad, en lo injusto que es el mundo.
Nuestro equipo no solo proporciona atención sanitaria en la ciudad de Malakal, sino que también lo hace en los pueblos que rodean la ciudad, así que os voy a contar cómo fue una de esas salidas a lo que nosotros llamamos “la periferia”.
Muchas veces, nos toca recurrir a lanchas motoras para llegar a algunos sitios que están muy aislados. Y para mí, la primera vez que me embarqué en una de estas salidas a través del río, fue una experiencia increíble. Antes de salir, mis compañeros me compartieron la ruta para ese día, que estaba perfectamente planificada y que tenía en cuenta cada detalle. Me avisaron de la importancia de ajustarse milimétricamente al plan, ya que, si ocurría algo inesperado en el camino, tendríamos que reorganizar todo el día… y eso podría traducirse en que tuviéramos que acortar mucho nuestro tiempo de visita a alguno de los pueblos, limitándonos a hacer entrega de medicamentos y teniendo que dejar las consultas médicas en esos lugares para la siguiente semana.
Algunos pueblos dependen del río para tener agua potable, otros no tienen letrinas y la electricidad es un recurso escaso que solo está disponible en momentos concretos
Aunque en algunos pueblos teníamos que desembarcar para ver a pacientes y dar nuevos suministros a los puestos de salud y a los trabajadores de salud comunitaria, otras veces la propia embarcación funcionaba como oficina para intercambiar información y medicamentos, ya que son sitios tan aislados que apenas disponen de comercio o de productos que vengan del exterior.
Las condiciones de vida en esos pueblos y aldeas en las riberas del río son muy básicas. La vivienda consiste principalmente en cabañas tradicionales redondas con techo de paja; los tradicionales tukules. Algunos pueblos dependen del río para tener agua potable, otros no tienen letrinas y la electricidad es un recurso escaso que solo está disponible en momentos concretos y gracias a un generador.
A algunos pueblos llega gente nueva todos los días. Muchos de ellos son personas que han tenido que irse de sus casas por el conflicto o a causa de la falta de alimentos y que buscan refugio en estos lugares remotos. Se calcula que un tercio de la población del país está desplazándose constantemente, lo que supone un reto enorme para que las aldeas consigan ser autosuficientes. Es muy difícil saber la población que hay en cada momento en cada uno de estos lugares y por ello, también, las ONG y organismos internacionales muchas veces fallan en su planificación de recursos.
Una vez en las aldeas, los trabajadores de salud comunitarios siempre nos cuentan las novedades de las últimas semanas, como el número de llegadas que ha habido o la situación de seguridad en la zona. Algunas aldeas no tienen cobertura de telefonía móvil, así que la única manera de obtener información de lo que pasa en estos lugares es desplazándose hasta allí.
Después de pasar todo el día en la lancha, acabamos agotados. Sin embargo, de vuelta en Malakal, nos tocó sacar un poquito más de energía de donde fuera para llevar a cabo las últimas tareas. Tras desembarcar llevamos al hospital a los pacientes que traíamos con nosotros desde las aldeas, aquellos que necesitaban de mayores cuidados y de atención médica más especializada. En el hospital había que trasladar al resto de compañeros la información que habíamos recopilado de los pacientes y también transmitirles los datos de los puestos de salud y aldeas visitadas. Una vez terminadas esas tareas, recuerdo muy bien lo bien que me sentó aquella ducha refrescante con la que ayudé a calmar mi cuerpo y mi mente.
El trabajo en equipo salva vidas
Me siento privilegiada por haber trabajado junto a nuestro equipo de trabajadores locales y de saber que hemos podido ayudar a que muchos pacientes en estado crítico salieran adelante.
Me gustaría también compartir la historia de una señora que ingresó con diarrea y síntomas de sepsis/infección del torrente sanguíneo y shock. Estaba tan grave que había perdido el conocimiento. Lo primero que hicimos fue descartar el cólera como causa de sus síntomas y luego la trasladamos a la sala de hospitalización. Preguntamos a sus familiares y estos nos dijeron que no eran conscientes de ningún antecedente médico digno de mención. Por suerte, uno de mis compañeros recordaba haber tratado a esta misma mujer meses atrás en nuestro servicio de VIH ambulatorio. La mujer, nos dijo, estaba diagnosticada como VIH+, pero en algún momento del proceso había dejado de acudir a recoger los antirretrovirales que le dispensábamos.
Estalló un conflicto entre dos de las comunidades residentes en el campamento de protección de civiles que gestiona desde hace años la ONU y, en pocos días, murieron más de 20 personas y casi un centenar resultaron heridas
Su estado era tan crítico que no habría aguantado un traslado a otro hospital donde pudiera recibir una atención médica más especializada. Así que hicimos lo que estaba en nuestras manos: amplia terapia antibiótica, reanimación con fluidos, oxigenoterapia y antipiréticos. No funcionaba; la mujer seguía en estado de shock. Empezamos a administrarle otro tipo de medicación: las catecolaminas, un grupo de fármacos utilizados para estabilizar la tensión arterial. Son medicamentos que requieren una monitorización continua de la presión sanguínea, con una cánula insertada en los vasos arteriales, así como un catéter venoso colocado en las grandes venas centrales del cuerpo para su aplicación, nada de lo cual podemos hacer con nuestros limitados recursos en Malakal.
Así que, siguiendo nuestro propio protocolo, diluimos en líquido la adrenalina (la catecolamina más potente para estabilizar la presión sanguínea) para administrarla por vía intravenosa. Es muy importante que la dosis sea la correcta: si se administra en exceso, la medicación puede ser muy peligrosa para el paciente, ya que puede disparar la tensión arterial y provocar hemorragias o arritmias cardiacas. Y si se administra en cantidades demasiado pequeñas, el paciente sigue en estado de shock y sus órganos vitales, como el cerebro, no reciben suficiente sangre. Por lo general, para estos casos utilizamos una bomba de infusión para asegurarnos de no pasarnos ni quedarnos cortos, pero estaban todas siendo utilizadas para atender los casos más críticos en la sala de neonatos. Y el tratamiento de esta señora no podía esperar, así que tocaba jugársela un poco y ser extremadamente cuidadosos.
Tuvimos que ir contando minuciosamente el número de gotas de adrenalina diluida que caían cada minuto en la cámara de goteo de la bolsa intravenosa. Hicimos seguimiento continuo durante dos días, ajustando la terapia con frecuencia. Veíamos cómo pasaba de un estado de inconsciencia a otro de delirio, por lo que tuvimos que pedirle a sus familiares que se quedasen junto a ella en todo momento y no permitieran que se arrancase la sonda. Al tercer día, por fin, logramos estabilizarla y controlar el shock. Y un día más tarde, gracias también a la ayuda de sus familiares, ya estaba sentada en la cama e incluso había empezado a hablar un poco.
A partir de ahí todo empezó a ir sobre ruedas. A la semana ya era capaz de levantarse y caminar unos pasos. Todo lo que quería era irse a casa, pero le insistí para que se quedara un tiempo más, para asegurarnos que estaba todo bien. Me hizo caso.
El impacto del estigma
En confianza, le pregunté por qué no había acudido a las citas de seguimiento con el equipo de VIH. Y ella me explicó lo que ya me imaginaba, que había dejado de ir porque su familia y su entorno no sabían que era seropositiva. Y es que, desgraciadamente, este es un problema habitual en lugares como Malakal: el estigma asociado al VIH hace que a los pacientes les resulte muy difícil aceptar el diagnóstico y seguir el tratamiento.
Sudán del Sur lleva generaciones enteras atrapadas en la violencia, necesitan que llegue por fin esa tranquilidad que tanto anhelan
Con su consentimiento, hablamos confidencialmente con su marido. Le explicamos que la infección por VIH, al no ser tratada, había debilitado su sistema inmunitario. Y le contamos que eso es lo que había provocado que aquello que empezó como una gastroenteritis se convirtiera en una infección del torrente sanguíneo, algo que con tratamiento antirretroviral no tendría por qué haber pasado. Afortunadamente, el marido se mostró solidario y comprensivo, y quiso hacerse la prueba para conocer también su estado serológico. Tres semanas después, pudimos dar el alta aquella mujer que estuvo al borde de la muerte y ambos se fueron felices a casa.
La cara amarga
La historia del paciente con parálisis que os contaba antes, no acabó ahí. Volvió al hospital cuando yo ya estaba a punto de dejar Malakal, más o menos dos meses después de recibir el alta. Su familia lo llevó hasta allí en muy mal estado, con fiebre alta, fuertes dolores y una úlcera de cúbito que llegaba hasta el hueso pélvico. Fue muy duro verle así, y sin duda es una de las imágenes más amargas que me llevé conmigo. Hoy solo sé que mi reemplazo ha vuelto a solicitar que le deriven a Juba, la capital, algo que no pudimos hacer en su día debido a que no había neurocirujanos que pudieran operar esa infección. Lo más probable es que lo único que puedan hacer sea darle cuidados paliativos, debido a la falta de recursos en el país.
La violencia que no cesa
Ya de vuelta a casa, me llegan noticias de una nueva espiral de violencia, algo que no ha cesado a pesar de los acuerdos de paz. Y, con el inicio del conflicto en la vecina Sudán, las cosas se han puesto más tensas. En tres meses, más de 180.000 personas han buscado refugio en Sudán del Sur, y la ciudad de Malakal y su campo de tránsito son uno de los principales puntos a los que acuden.
Me cuentan que en esta ocasión estalló un conflicto entre dos de las comunidades residentes en el campamento de protección de civiles que gestiona desde hace años la ONU. En pocos días murieron más de 20 personas y casi un centenar resultaron heridas, incluidos varios compañeros de MSF. Miro desde la distancia todo cuanto ocurre y siento mucha impotencia por ver cómo pasan los años y las cosas no terminan de mejorar. Sudán del Sur, y toda esta gente que lleva generaciones enteras atrapadas en la violencia, necesitan que llegue por fin esa tranquilidad que tanto anhelan.
La despedida
No querría acabar este texto de forma tan amarga, así que os contaré una anécdota divertida para terminar mi relato: hace unas semanas, cuando llegó el momento de partir, recuerdo muy bien cómo sentí de nuevo esa mezcla de alegría y tristeza que me había acompañado tantas veces durante los meses anteriores. Alegría por regresar a casa y tristeza por irme y dejar a la que ya siempre será mi familia de Malakal.
El caso es que mis compañeros aprovecharon una de nuestras clásicas barbacoas semanales para hacerme una minifiesta de despedida, en la que, entre otras muchas cosas, jugamos al “Adivina qué”, el típico juego en el que te colocan un papel en la frente donde hay escrita una palabra o frase que todo el mundo puede ver menos tú. Como era en mi honor, todas esas palabras tenían que reflejar personas, objetos o lugares relacionados con mi estancia en Malakal. Me tocó adivinar cosas como “tarta”, por mi afición a hacer bizcochos para el equipo, frases como “unidad de alta dependencia”, que responde al nombre del nuevo servicio del hospital por el que tanto he peleado… Y también salió, no podía ser de otra forma, “letrina”, lo que dio lugar a un momento de alborozo generalizado que me permitió darme cuenta de que, en Malakal, siempre sería recordada por el escatológico accidente con el móvil (además de por muchas otras cosas bonitas, claro).
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