El invierno demográfico europeo y el déficit de competitividad
Hay que acabar con el discurso hipócrita sobre la inmigración; la UE depende cada vez más de los inmigrantes para sostener su modelo económico, de bienestar y de pensiones
El futuro de la UE está en riesgo por su falta de competitividad. Los informes de Enrico Letta y Mario Draghi hacen un diagnóstico certero de las causas del déficit de productividad europeo y presentan medidas para fortalecer nuestra economía centradas en integrar el mercado común, en reducir la burocracia y la excesiva regulación, en promover la innovación y aumentar la financiación común. Sin embargo, ambos informes pasan de puntillas por un elemento crucial: la demografía europea.
Nuestra falta de competitividad está estrechamente ligada a nuestra condición de viejo continente, en este caso no por viejo sino por envejecido. La edad mediana en la Unión Europea —es decir, la edad que divide a la población en dos grupos numéricamente iguales— es de 44 años, mientras que en Estados Unidos y China es de 38. Muy por encima también de la India (28 años) y más del doble que en África, donde la edad mediana es de tan solo 18 años. Europa no es continente para bebés. Nuestra tasa de fecundidad ha descendido notablemente desde los años noventa, pasando de 1,6 hijos por mujer a la actual de 1,4 —muy lejos de la tasa de reemplazo de 2,1—. También Estados Unidos tiene una tasa de fecundidad más alta que la nuestra: 1,7.
Las proyecciones indican que para 2050 más del 30% de la población europea tendrá 65 años o más, en comparación con el 20% actual (en el caso de Estados Unidos se estima que será el 22%). Este invierno demográfico europeo genera un desafío de sostenibilidad para los sistemas de bienestar y de pensiones en el largo plazo, y pone en jaque el mercado laboral, generando escasez de mano de obra tanto en sectores de alto valor añadido como en aquellos de baja cualificación. Para poder mantener el modelo social europeo e invertir en tecnología, descarbonización y defensa necesitaríamos crecer al 2,5% anual, en vez del actual 1,7%. Y la mitad del déficit de crecimiento se debe a una demografía adversa. Europa pierde competitividad porque su población envejece.
Para compensar esta disminución natural de la población, la UE depende cada vez más de la inmigración para sostener la población activa y reducir la presión sobre los sistemas de bienestar y pensiones. Pero también para ser más competitivos. En esto, Estados Unidos también nos adelanta. Aproximadamente el 14% de la población que vive allí es inmigrante, mientras que en Europa apenas alcanza el 6%. Por eso no tiene sentido que el debate migratorio se haya vuelto tan histriónico, cuando lo que la UE necesita es precisamente inmigrantes.
El siglo XXI se está caracterizando por la lucha por el talento y por una intensa competencia para atraer, retener y desarrollar a los mejores profesionales en un contexto que tiende a la alta cualificación tecnológica. Las respuestas pasan por mejorar los niveles de formación del capital humano a lo largo de la vida laboral de los trabajadores, algo que necesita de colaboración público-privada donde los gobiernos en sus diferentes niveles se alíen con empresas e instituciones educativas para responder a un mercado laboral que ya está cambiando por completo debido a la irrupción de la inteligencia artificial.
Sin embargo, esta estrategia por el futuro de nuestra competitividad debe complementarse con una acción decidida en tres frentes: automatización, prolongación de la vida laboral y migración. Ninguna de estas vías es sencilla o excluyente, el éxito residirá en cómo se combinen para responder a las especificidades nacionales.
La automatización y la inteligencia artificial permiten reducir la demanda de mano de obra en el sector primario y secundario, aunque su aplicación es más compleja en el sector servicios, especialmente en el sector de cuidados y dependencia. En Japón, donde desde hace una década se venden más pañales para adultos que para niños, se ha probado el uso de robots humanoides para asistir a su población envejecida, aunque con resultados limitados y una aceptación entre la opinión pública un tanto polémica. En el caso de España aún hay mucho margen para la automatización y la digitalización en industrias clave como la agroalimentaria, automóvil y energética, y en sector servicios, especialmente en logística. Aunque afrontamos dificultades con relación a dos características fundamentales de nuestro modelo productivo, el pequeño tamaño de nuestro tejido empresarial —el 99% son pymes— y el peso del turismo, donde existen limitaciones para poder reducir una mano de obra de la que no se puede prescindir.
El segundo frente es la prolongación de la vida laboral. Con el aumento de la esperanza de vida, muchos países han comenzado a elevar la edad de jubilación, no solo para cubrir las necesidades del mercado laboral, sino también para garantizar la sostenibilidad de los sistemas de pensiones. En la mayoría de los países de la UE, la edad de jubilación ha pasado de 65 a 67 años. A medida que vivimos más y en mejores condiciones, tiene sentido retrasar la jubilación o adoptar esquemas de jubilación parcial.
El tercer pilar de este esquema para aumentar la competitividad europea desde la perspectiva demográfica, y quizás el más delicado desde un punto de vista político, es la migración. La realidad es que la UE necesita inmigración para cubrir las necesidades laborales de sus empresas, y por eso no sorprende la premura con la que países como Italia, Dinamarca y Hungría importan mano de obra que necesitan sus empresas. Lo que sí sorprende es la creciente hipocresía migratoria consistente en demonizar y culpar a los inmigrantes de los problemas nacionales mientras está demostrado que los necesitamos más que nunca. No podemos caer en la narrativa negativa de la inmigración. Se necesita un debate público serio que integre tres dimensiones: la seguridad —importante para combatir las mafias que tratan con personas—, la competitividad —habilitando nuevas vías de migración regular e invirtiendo en la integración laboral a través de medidas como el reconocimiento de cualificaciones—, y la más importante, la dimensión de los derechos humanos. Son personas, no son números. En definitiva, un debate europeo que reconozca el papel de la migración para mejorar nuestra competitividad y, por ende, el bienestar europeo. El de todos, el de los que estamos y el de los que llegan.
Finalmente, la demografía europea no se resolverá únicamente con grandes llamadas a la maternidad. Como si tener hijos fuera solo una decisión personal. Quizás sea más útil invertir en medidas que permitan a mujeres y hombres compartir y compaginar responsabilidades laborales y familiares, repartir de manera más equitativa los costes relativos a la crianza, invertir en infraestructura de cuidados infantiles y mejorar el acceso a la vivienda y la calidad del empleo joven. Pero todo esto requiere salir del cortoplacismo y populismo en el que viven inmersos gran parte de los gobiernos europeos.
Parafraseando a aquella campaña de Bill Clinton: “¡Es la demografía, estúpido!”. En Europa, esa afirmación no podría ser más relevante hoy.
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