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TRIBUNA
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La derrota de Donald Trump debería estar clara

Una victoria de Kamala Harris sería mejor para EE UU y para el mundo, aunque los demócratas han perdido el contacto con la realidad en cuestiones culturales cruciales

La derrota de Trump / Yascha Mounk
EVA VÁZQUEZ
Yascha Mounk

Donald Trump sigue siendo profundamente impopular y hay más estadounidenses con una opinión negativa que positiva de él. Muestra su tremenda irresponsabilidad cada vez que promete vengarse de quienes le critican y perseguir a sus adversarios políticos. Y tiene un largo historial de promesas incumplidas, entre ellas, los grandes ejes de su campaña de 2016.

Y, con todo, tiene por lo menos un 50% de probabilidades de ganar. Las proyecciones más respetadas sobre los resultados del colegio electoral le dan una pequeña ventaja. Algunas casas de apuestas incluso le ven como favorito con un margen de dos a uno. ¿Por qué?

En Europa, la explicación más habitual que dan algunos periódicos y televisiones es que los estadounidenses son irracionales, o incultos, o sexistas, o racistas. Si tantos de ellos son capaces de votar a un candidato tan irresponsable, dicen, será por algo.

Pero la realidad es más complicada. Por ejemplo, según una encuesta reciente, el 61% de los estadounidenses cree que el Partido Republicano es demasiado extremista. Pero el 55% dice lo mismo del Partido Demócrata. El motivo por el que Trump tiene bastantes posibilidades de ganar el próximo martes no es que un montón de ciudadanos lo adoren, sino que a un montón de ciudadanos les desagradan profundamente los dos grandes partidos políticos.

No hace falta compartir esa ambivalencia para entender cómo es hoy Estados Unidos. Yo también tengo reservas sobre algunas partes del programa del Partido Demócrata, pero no albergo la menor duda de que una victoria de Kamala Harris sería mejor para el país y para el mundo. Ahora bien, para entender qué está ocurriendo, sí hace falta comprender en qué consisten esas opiniones y por qué mucha gente razonable está de acuerdo con ellas.

Quizá el principal ejemplo sea la inmigración. En comparación con los europeos —incluidos ahora los españoles—, los estadounidenses tienen una postura sorprendentemente positiva sobre la cuestión. Valoran lo mucho que han aportado los inmigrantes al país. Según una encuesta reciente, el 59% de los estadounidenses cree que “ampliar la diversidad racial y étnica” resulta beneficioso, mientras que el 25% dice que es indiferente y solamente el 15% afirma que sería negativo.

Pero, al mismo tiempo, hay una clara mayoría de estadounidenses que creen que controlar la frontera sur debería ser una prioridad y están furiosos porque varias órdenes ejecutivas que dictó Joe Biden al principio de su mandato han hecho que lleguen muchos más inmigrantes indocumentados al país. Por eso, la mayoría de los votantes —incluida la mayoría de los hispanos— son hoy partidarios de que haya un control fronterizo mucho más estricto y se intensifiquen las deportaciones.

Por otra parte, los demócratas han perdido el contacto con la realidad en algunas cuestiones culturales cruciales. Por ejemplo, las encuestas muestran sistemáticamente que la mayoría de los estadounidenses apoyan hoy los derechos de los transexuales. Creen que cualquier persona debe tener derecho a vivir su vida con arreglo al género con el que se identifica y a que la traten con respeto. Los demócratas pueden defender tranquilamente sus principios en esta cuestión tan controvertida.

Sin embargo, a la mayoría de los estadounidenses les parece mal que los deportistas trans que han vivido la pubertad como varones participen en competiciones deportivas femeninas. También ven con recelo la posibilidad de administrar hormonas y practicar cirugías transgénero a menores. En el Reino Unido, tras una revisión exhaustiva de datos médicos, las autoridades de salud pública llegaron a la conclusión de que muchas de estas prácticas no tenían fundamento científico, y el Partido Laborista cambió su postura al respecto. Otros partidos europeos de centroizquierda han tenido una evolución similar. Por el contrario, el Partido Demócrata se ha aferrado a la postura maximalista de que el Estado no debe intervenir para regular las cirugías transgénero a ninguna edad y, por consiguiente, los republicanos se han apresurado a gastar decenas de millones de dólares en anuncios para criticar esa postura.

Estos ejemplos son sintomáticos de un problema general de imagen de los demócratas. Cada vez más gente considera que son el partido de la élite cultural del país, un movimiento formado por políticos, donantes y profesionales que proceden, de manera desproporcionada, de las zonas más ricas de las costas y las universidades más prestigiosas. Por eso caen en la tentación de practicar lo que James Carville —el artífice de la victoria de Bill Clinton en 1992— llama en tono burlón “la política de sala de profesores”, un estilo verbal más apropiado para ganarse el respeto entre los colegas universitarios que para ganar votos.

Una de las consecuencias es que los demócratas están pagando ahora el precio de la inmensa impopularidad de una nueva ideología, cada vez más influyente en las instituciones estadounidenses, habitualmente denominada woke (aunque yo prefiero el término “síntesis identitaria”). Esta ideología no se limita a reconocer las injusticias reales que persisten en muchas democracias, sino que insiste en contemplar la política desde el punto de vista de la raza, el género y la orientación sexual, no la clase social. Y rechaza cada vez más las ambiciones universalistas de la vieja izquierda que quería luchar contra la discriminación a partir de una visión humanista del mundo; en su lugar, prefiere una visión particularista en la que los derechos y responsabilidades de cada ciudadano dependen expresamente del grupo en el que haya nacido.

El hecho de que los demócratas estén tan absorbidos por la política de sala de profesores y la política identitaria antiuniversalista ha provocado un alineamiento electoral nuevo y sorprendente. Durante mucho tiempo, los votantes blancos solían apoyar mucho más a los republicanos y los no blancos, a los demócratas. Sin embargo, en los últimos años millones de hispanos y afroamericanos de clase trabajadora han abandonado el Partido Demócrata, mientras que muchos votantes blancos con estudios universitarios se han apartado del Partido Republicano. En 2024, el color de la piel de un votante dice mucho menos sobre sus probabilidades de votar a un candidato u otro que en 2016.

Esta fragilidad de los grupos demográficos que antes se daban por descontados es la que explica por qué los demócratas están teniendo dificultades para reunir una coalición electoral capaz de ganar cómodamente a Trump. Y esta fragilidad es la que tendrán que abordar en el futuro si, pase lo que pase el próximo martes, quieren acabar venciendo al movimiento MAGA.

Los votantes estadounidenses son mucho menos fanáticos de lo que suelen dar a entender los medios de comunicación, especialmente en Europa. Los demócratas podrían ampliar su coalición electoral sin necesidad de traicionar los valores de tolerancia o inclusión que, con razón, han convertido en elementos centrales de su identidad. Pero, para conseguirlo, tendrán que romper categóricamente con gran parte del entorno social que hoy domina el partido.

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