Débiles elecciones en Europa
Los comicios del 9-J son un pronunciamiento de baja intensidad, una representación democrática sin programa y sin sustancia institucional
El Parlamento de una democracia es la expresión gozosa de la soberanía popular. Así lo entendió Elias Canetti en sus Apuntes, en Londres y en 1942, cuando el Reino Unido resistía a solas el imparable avance de Hitler en toda Europa, al anotar aquella fascinada observación: “Siempre que los ingleses atraviesan un mal momento, me embarga un sentimiento de admiración por su Parlamento. Este es como un alma reluciente y sonora, un modelo representativo en el que, ante los ojos de todos, se desarrolla aquello que de otro modo permanecería secreto”.
Nuestra todavía joven democracia ha medrado y se ha engrandecido en torno a un potente poder legislativo que constituye la médula de nuestra política. Y habría que suponer que la trabajosa construcción de Europa, aquella en que los funcionalistas de Jean Monnet torcieron el brazo a los federalistas de Altiero Spinelli, debería pivotar sobre la vitalidad de la gran Cámara parlamentaria. Elegida con la debida solemnidad, después de unas campañas y unos debates paneuropeos concebidos para orientar la entidad supranacional durante un quinquenio.
Pues bien: las elecciones europeas directas, que se implantaron en 1979 y que se reiterarán por décima vez este mes de junio, son un débil remedo electoral, un pronunciamiento de baja intensidad, una representación democrática sin programa y sin sustancia institucional. Ante tan flagrante inanidad, podría decirse aquello de Brecht: “A falta de argumentos, nada como una buena escenificación”. Tenemos un gigantesco Parlamento, con dos inmensas sedes y 705 diputados (que pronto serán 720) que perciben elevados salarios y que realizan una tarea esotérica muy alejada de la función supranacional. Hay una lista larga de razones que sustentan la tesis de la insuficiencia política de esta gran cámara.
En primer lugar, la estructura jurídico-política de la Unión Europea renquea tras el fracaso en 2004 del Tratado Constitucional firmado en Roma. Como se recordará, algunos países decidieron someter a referéndum aquel proyecto de Constitución europea; España fue el primero, y el sí prosperó con holgura, pero poco después lo rechazaban los electores de Francia y los Países Bajos, y la ambiciosa Carta Magna entró en un letal y definitivo “periodo de reflexión”. El impasse se resolvió mediante la aprobación en 2007 del Tratado de Lisboa, que reformaba los Tratados fundacionales de Roma (1957) y Maastricht (1992). Lisboa otorgó mayor peso al Parlamento Europeo mediante la extensión del procedimiento de decisión conjunta con el Consejo de la UE. Pero, en suma, el Europarlamento ha de subordinarse a una bicameralidad de facto. Designa al presidente del Ejecutivo comunitario (la Comisión Europea), pero la última palabra la tiene el Consejo, y de hecho la actual presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, no fue la candidata del Partido Popular Europeo (PPE) en 2019: ella llegó al cargo por decisión del Consejo y no del Parlamento, que se había decantado por Manfred Weber, también del PPE. El anterior presidente, Jean-Claude Juncker, sí fue entronizado por el Parlamento en 2014. Esa interferencia, cuando menos orgánica, entre el Parlamento y el electorado teóricamente soberano es parte de lo que se ha llamado, con razón o sin ella, el déficit democrático de la Unión. El concepto apareció por primera vez en el manifiesto elaborado por Richard Corbett en nombre de Jóvenes Europeos Federalistas en 1977. En un capítulo de dicho texto titulado El déficit democrático se dice que “las pocas medidas que se han tomado para abordar los problemas a nivel europeo se han realizado en un marco intergubernamental. [….] Este sistema [de la Comunidad Europea], agravado por la práctica del derecho de veto para cada país, simplemente logra un compromiso de los enfoques nacionales, no una solución europea”. Por ello, “es necesario crear instituciones capaces de resolver problemas a escala europea que hayan escapado al control de los estados nacionales”. Desde entonces, el derecho de veto se ha relajado, pero no suficientemente.
En segundo lugar, la marginalidad del Parlamento Europeo se desprende de su propia precariedad normativa. Ni siquiera existe una legislación electoral única y la edad mínima para votar varía de unos países a otros (de 18 años en la mayoría, con la excepción de Austria, Bélgica y Alemania, en los que es de 16, y de Grecia, de 17). Y tampoco votarán todos los países el mismo día: los ciudadanos de los Países Bajos empezaron a votar este jueves, 6 de junio; los checos, eslovacos, letones y malteses, el sábado, 8 de junio, y los demás, el domingo 9.
Las candidaturas —33 en España— son elaboradas por los partidos nacionales, no por los europeos. Los grupos políticos, o europartidos, son agrupaciones heterogéneas que no alcanzan relevancia práctica en el proceso político general. En la actualidad, hay siete grupos parlamentarios (con 23 diputados se puede constituir un grupo político, siempre que esté representada al menos la cuarta parte de Estados miembros); los dos históricamente más relevantes son el Partido Popular Europeo (PPE) y la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas de Europa (PSE); ambas se han turnado en el control de la mayoría de la Cámara, aunque ahora hay riesgo de que el populismo avance hasta una posición inquietante.
En tercer lugar, es evidente que no existe una opinión pública verdaderamente paneuropea. La información política circulante es esencialmente nacional, y suministrada por los partidos autóctonos, que reinterpretan la realidad europea. A menudo, Bruselas se usa como pretexto por los políticos locales para cargar a un tercero la responsabilidad de distintos errores. Tampoco hay medios supranacionales de comunicación, ni se le ha dado importancia a la necesidad de extender el uso de las lenguas.
La irrelevancia mediática de lo que sucede en la UE es asombrosa. Pocos europeos saben hoy que el pasado 29 de abril hubo un primer debate preelectoral, en Maastricht, al que asistieron Von der Leyen y varios aspirantes a reemplazarla; los expertos calcularon que unas 15.000 personas de toda Europa siguieron el acto. También el 23 de mayo se celebró otro debate a cinco en Bruselas, emitido en España por el canal 24 Horas de RTVE, con Von der Leyen (PPE) y Nicholas Schmit (PSE), que no ha llegado a ser un acontecimiento relevante en los territorios nacionales aunque pudieron participar algunos jóvenes de manera simbólica. Como ha escrito un especialista, “la UE carece de un entorno político capaz de fomentar un espacio verdaderamente trasnacional para debates políticos paneuropeos”. De hecho, el cálculo de todos los partidos de los Veintisiete —también los españoles— es esmerada y exclusivamente interno. Europa es coartada y estratagema, no finalidad.
Ante estas evidencias, cada cual tendría que asumir sus propias responsabilidades. Los partidos democráticos nacionales deberían utilizar las elecciones europeas para fortalecer las organizaciones paneuropeas, vertebrar así la Unión y generar adhesión a Europa, en vez de ajustar sus discursos a sus menudos intereses locales. Es decepcionante que los grandes partidos españoles conciban las elecciones del 9 junio como una oportunidad para mejorar su posición relativa. El propio Parlamento Europeo, por su parte, debería mostrarse dispuesto a ejercer su imperium, negándose por ejemplo a aceptar a un presidente de la Comisión que no posea un sólido respaldo popular.
Es obvio que para que la UE adquiera consistencia y progrese políticamente, resulta necesario corregir estas carencias y avanzar en la integración. Algunos dirán que ya es hora de federalizar la UE, pero quizá sea pronto para llegar tan lejos. De momento, habría que acotar mejor los márgenes de la democracia europea, contenidos en los criterios de adhesión de Copenhague de 1993. Y para ello, el populismo amenazante que quiere relativizar los grandes principios habrá de permanecer al otro lado del cordón sanitario que preserve el acervo democrático que nos otorga hoy la dignidad de europeos. No sería decente que admitiéramos en la fiesta de la democracia a los postulantes de las aberraciones derrotadas en la Segunda Guerra Mundial.
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