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Columna
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Desenfundando otra vez el arma nuclear

Vladímir Putin recurre con tanta frecuencia a la amenaza atómica porque las cosas le van mal en los campos de batalla

Unos peatones pasan junto a un mural del presidente ruso, Vladímir Putin, en un edificio residencial de la localidad de Kashira (Rusia).
Unos peatones pasan junto a un mural del presidente ruso, Vladímir Putin, en un edificio residencial de la localidad de Kashira (Rusia).NATALIA KOLESNIKOVA (AFP)
Lluís Bassets

La OTAN ataca a Rusia. Quiere destruirla y utiliza a una Ucrania comandada por nazis para tan sucia operación. Bombardea aeropuertos militares próximos a los silos nucleares rusos, donde misiles de largo alcance apuntan a Estados Unidos. Esta es la única guerra de la que Vladímir Putin habla, la que libran Estados Unidos y sus aliados atlánticos contra la Rusia eterna. Solo sucede dentro de su cabeza. La verdadera contra Ucrania, en cambio, no es una guerra, sino una operación especial en beneficio de la humanidad.

No es guerra la que empezó subrepticiamente en 2014, cuando encendió la rebelión en el Donbás y ocupó y anexionó Crimea. Tampoco la que se inició con la fracasada invasión relámpago del 24 de febrero, con la que pretendió asaltar Kiev, descabezar su Gobierno y colocar a unos títeres fieles en su lugar. Ni eran parte de su guerra la ocupación primero de las provincias de Jersón y Zaporiyia y el posterior retroceso ante la contraofensiva de Ucrania. Ni siquiera la actual amenaza de una enorme ofensiva con 200.000 soldados de refresco es parte de su guerra de agresión, sino meros episodios de la operación especial para desmilitarizar y desnazificar Ucrania.

Quien ayude a Ucrania a defenderse, aun sin poner un pie en su territorio, en cambio, estará en guerra con Rusia, según Putin. Una interferencia en los asuntos ajenos inaceptable, cuya denuncia conviene a Xi Jinping tanto como a Putin en el oportuno momento en que crecen sus apetencias sobre Taiwán.

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Es un mundo dividido en dos segmentos, las antiguas áreas de influencia, que dan todos los derechos a la potencia hegemónica en su zona de dominio, se los niega a quien la sufre y denuncia como atacante a quien pretenda ayudarla. El regreso al reparto de Europa en Yalta, la cumbre en la que Stalin consiguió carta blanca para hacerse con medio continente. Exactamente lo que Europa quiere evitar y Putin y Xi Jinping recuperar.

El detalle paranoico es la congelación del acuerdo de limitación e inspección de armas nucleares SALT, una decisión de Putin sin consecuencias militares, pero de efectos políticos lamentables. Por primera vez en la historia no hay acuerdo alguno de control y desarme nuclear entre Washington y Moscú, una situación insólita desde 1963, cuando se firmó el Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares, como sensata reacción de distensión tras la crisis de los misiles de Cuba en 1962.

La retórica nuclear, criticada incluso por China, se inflama en el Kremlin siempre que las cosas van mal en los campos de batalla. El embajador de Rusia en Naciones Unidas, Vasili Nebenzia, ha acompañado la ruptura del acuerdo de desarme de una sarcástica y despreciativa alusión al delirio de quienes “creen en la posibilidad de derrota de una potencia nuclear”. Pocas veces una amenaza tan descarnada ha resonado en la sede de la organización internacional destinada a preservar la paz en el mundo.


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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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