_
_
_
_
_
TRIBUNA
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Matilda y Pinocho

Si el personaje de Collodi simboliza al niño que aprende a través del ensayo y el error, la experiencia en suma, la protagonista de la novela de Dahl, que parece educarse sola, representa una suerte de infancia ilustrada

Pinocho
El Pinocho de Guillermo del Toro.
Olivia Muñoz-Rojas

“Dice mamá que soy un milagro”. Con esta frase cantada en off y la imagen de un bebé de pocos días en su cuna abre la versión cinematográfica del musical Matilda, adaptado a su vez del famoso libro homónimo de Roald Dahl. Un milagro es también Pinocho, el muñeco de madera que cobra vida en el último largometraje de animación fotograma a fotograma de Guillermo del Toro, recientemente galardonado con un Globo de Oro y que se inspira en la clásica novela de Carlo Collodi. Con cada nacimiento, pensaba Hannah Arendt, hay un nuevo comienzo, una nueva posibilidad de acción sobre la esfera humana. Escribía Arendt en La condición humana: “El milagro que salva al mundo (…) de su ruina normal y ‘natural’ es en último término el hecho de la natalidad”. Y concluía: “Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: ‘Os ha nacido hoy un niño”. No hace tanto que celebrábamos la Navidad y, sin embargo, en estos momentos de pesimismo generalizado en los que llega incluso a cuestionarse el sentido de continuar procreándonos, sugerir que cada nacimiento implica un nuevo inicio y con ello la posibilidad de cambiar el mundo constituye casi una expresión política radical.

Si Matilda nos cuenta la historia de una niña de prodigiosa inteligencia y creatividad a quien sus padres consideran todo menos un milagro, Pinocho, esculpido por un Geppetto ebrio, desde el dolor y la rabia por la pérdida de su adorado hijo Carlo, nos habla de ese abrupto llegar al mundo, aprender sus reglas… y desobedecerlas cuando su fin es aplastarnos. No es casualidad que tanto Dahl en su novela original como Del Toro en su adaptación de la novela de Collodi sitúen sus historias en lugares y tiempos evocadores de los fascismos del siglo XX. El colegio Crunchem Hall (un juego de palabras que en inglés significa “Aplastémoslos a todos”) al que acuden Matilda y sus compañeros no es tan distinto del campo de entrenamiento militar de las Juventudes Fascistas al que el oficial Podestà (personaje inventado por Del Toro) lleva a su hijo Polilla junto con Pinocho y otros chiquillos. A través de la disciplina y la violencia física, ambas instituciones están diseñadas para someter a los niños, destruyendo aquello que los hace únicos a cada uno y diversos como grupo. Nos recuerda el filósofo de la educación Jan Masschelein que Arendt, en su famoso estudio sobre el totalitarismo, planteaba “que existe una conexión entre el terror totalitario y la destrucción de la novedad y la alteridad contenidas en el nacimiento”.

Pues la voz del infante, paradójicamente, el que no habla, es la voz inocente de quien observa el mundo por primera vez, libre de prejuicios. Si Pinocho simboliza al niño que aprende a través del ensayo y el error, la experiencia en suma, Matilda, que parece educarse sola, representa una suerte de infancia ilustrada. Es su ávida lectura la que le abre las puertas a mundos que ni sus padres conocen (lo que hace que la desprecien aún más). Sea por la vía de la vivencia o del conocimiento, tanto Pinocho como Matilda concluyen que las reglas que rigen la esfera humana no siempre son justas y que, en ocasiones, lo justo es desobedecerlas. “A veces hay que ser un poco más que traviesa”, canta Matilda, utilizando todo su ingenio y sus capacidades especiales (la telequinesis) para poner en evidencia a sus padres y resistir a la señorita Trunchbull. Del ingenio y del humor, se sirve también Pinocho para inventarse su propio guion el día en que el mismísimo Mussolini —Il Duce, a quien Pinocho llama Il Dolce y Sua Excremenza— acude a ver la representación de marionetas del conde Volpe que el muñeco humano protagoniza. Que la desobediencia tome formas lúdicas no quiere decir que no pueda tener consecuencias trágicas, pues si hay algo que no entiende el poder tiránico es precisamente el humor. Tras la función, Il Dolce ordena disparar a Pinocho, que muere una vez más… para volver a resucitar tras su obligado paso por los aposentos del Hada de la Muerte.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Justamente a ella es a quien Pinocho más adelante pide poder romper las reglas, ya no de la esfera humana, sino la del más allá. Cuando, buscándolo, Geppetto está a punto de ahogarse en el mar, Pinocho le pide al Hada que le deje regresar al mundo antes del tiempo que marca el reloj de arena para poder salvarlo. El Hada accede finalmente, apremiándole: “Haz que merezca la pena”. En la noción de una desobediencia responsable, un romper las reglas que no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar algo que se considera justo, consistiría la maduración de la rebeldía. Es así como Matilda y Pinocho nos invitan a visualizar y reflexionar sobre la fuerza política de la infancia.


Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_