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DE MAR A MAR
Columna
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Lula se encontró con una región endiablada

Desde la cancillería brasileña se congratulan de que el actual mandatario ya tuvo, en menos de un mes, la mitad de reuniones con líderes extranjeros de las que sostuvo Bolsonaro

Luiz Inacio Lula da Silva y José Mujica
Lula da Silva junto a José Mujica, expresidente de Uruguay, durante una visita a Montevideo, el 25 de enero.MARIANA GREIF (REUTERS)
Carlos Pagni

La reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que se realizó la semana pasada en Buenos Aires, expuso un mapa bastante preciso de la situación política de la región. Sobre todo por las tensiones que aparecieron en su desarrollo.

La nota dominante fue la reaparición de Lula da Silva y, con él, de Brasil. Lula ha colocado a la diplomacia en el primer renglón de su agenda, en contraste con el aislamiento que cultivó Jair Bolsonaro durante sus cuatro años de gestión. Los funcionarios de Itamaraty, la cancillería brasileña, se ufanan de que el presidente ya tuvo, en menos de un mes de ejercicio del cargo, la mitad de las reuniones con líderes extranjeros de las que participó Bolsonaro en todo su periodo.

El expresidente sigue aislado, ahora de su propio país. Permanece en La Florida, quizá atemorizado por las versiones, que divulga el nuevo oficialismo, sobre la posibilidad de un arresto cuando regrese a Brasil. Ya hay varias investigaciones en curso sobre irregularidades en el uso de medios estatales durante la campaña electoral, además de problemas de gastos difíciles de explicar en sus propios movimientos. ¿Qué efecto tendría sobre la fracturada sociedad brasileña la eventual detención de Bolsonaro? Misterio.

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La presencia de Lula en Buenos Aires tuvo un objetivo más preciso. Inspirado en Celso Amorim, el consejero internacional del palacio de Planalto, y por su canciller Mauro Vieira, aspira a restaurar un orden parecido al que dominaba en la primera década del siglo, cuando el líder del PT llegó al poder.

El paso más relevante para ellos es recrear la Unión Sudamericana de Naciones, Unasur. Esa liga, cuya semilla plantó Fernando Henrique Cardoso poco antes de abandonar el poder, postula la existencia de un sujeto sudamericano. De ese conjunto estaría ausente, como es obvio, México. Sobre esa plataforma Brasil afirmaría su rol de “potencia benigna”, como lo llamó alguna vez Henry Kissinger. La saga que imagina Amorim desde que, en los tempranos noventa, fue representante en Naciones Unidas, se encamina a un objetivo: la conquista de un asiento permanente en el Consejo de Seguridad. En ese plano imaginario, México también aspira a esa colina. Esta es la razón por la cual Lula demostró tan poco interés cuando, al día siguiente de su triunfo electoral, el argentino Alberto Fernández le hizo notar que tenía la Celac a disposición.

El presidente brasileño debe haber advertido en Buenos Aires las dificultades con las que hoy tropezaría cualquier iniciativa regional. El propio Fernández, que estaba tan seguro de su liderazgo en la Celac, no consiguió la reelección. Algún asesor mal informado lo animó a postularse. Le derrotó Ralph Gonsalves, de San Vicente y las Granadinas, que tejió una alianza mucho más amplia, en cuyo centro estuvo Nicaragua, el país dominado por los tiránicos Ortega.

Fernández tuvo durante “su” cumbre problemas externos e internos. Su vicepresidenta, la poderosa Cristina Kirchner, no concurrió a las reuniones de la Celac, pero desplegó una agenda paralela, con líderes que la fueron a visitar a su despacho del Senado. Estuvieron la hondureña Xiomara Castro, los bolivianos Luis Arce y Evo Morales, y el colombiano Gustavo Petro. Lula, en cambio, no aceptó la invitación. Sabía que asistir era desairar a Fernández. Tan poca es la armonía en el oficialismo que gestiona la Argentina.

Lula, en cambio, fue hasta la casa de José Mujica en Uruguay. En ese país pasó un solo día, pero hubo definiciones importantes. Por encima de todas, el compromiso del brasileño de trabajar a favor del Tratado de Libre Comercio que ya se negoció con la Unión Europea. Ese acuerdo, que fue firmado por los presidentes del Mercosur cuando en Brasil gobernaba Bolsonaro y en la Argentina, Macri, presenta varias dificultades para su convalidación por todos los países que integran la Unión Europa y Mercosur. En el viejo mundo el gran obstáculo es Francia, y su legendario proteccionismo agrícola, defendido incluso por un presunto liberal como Emmanuel Macron. El presidente francés enmascaró su reticencia en la tenaz negativa de Bolsonaro a someterse a un conjunto de estándares ambientales. Ahora esa dificultad desapareció: Lula se ha envuelto en la bandera ecologista, no solo para diferenciarse de su antecesor sino también para afirmar su acuerdo con sectores “verdes” de la coalición con la que gobierna. Por ejemplo, con Marina Silva.

Esta orientación será también la valencia inicial a través de la cual conectará con Joe Biden. El 10 de febrero ambos se encontrarán en Washington. Ya hubo varias aproximaciones. Una de ellas fue el almuerzo que mantuvieron el canciller Vieira con el exsenador Christopher Dodd, enviado por el presidente de Estados Unidos al foro de la Celac.

La otra dificultad para poner en práctica el entendimiento del Mercosur con Europa es el kirchnerismo. Horas más tarde de que Lula formulara esa promesa al uruguayo Luis Lacalle Pou, Fernández declaraba desde la otra orilla del Río de la Plata que el tratado debía renegociarse por completo. El gobierno argentino mantiene una alianza con sectores industriales protegidos, en cuyo núcleo están los laboratorios farmacéuticos, que paraliza cualquier avance aperturista. Fernández formuló sus declaraciones durante una reunión con el canciller de Alemania Olaf Scholz, que realizó una gira por la Argentina, Chile y Brasil, centrada, como era de prever, en la cuestión energética.

Cuando Scholz llegó a Brasilia, Lula le hizo saber que la voz cantante en materia comercial la lleva su país. Es lógico: es el que pone a disposición el mayor mercado. Prometió ratificar el acuerdo antes de julio. Scholz, como antes le ocurrió a Angela Merkel, deberá encargarse de Macron. Tal vez ya lo está haciendo: prometió 2000 millones de euros para fortalecer la empresa ecologista del presidente brasileño en la Amazonia. Menos argumentos para el veto francés.

Los brasileños son conscientes de estas limitaciones. Los principales gestores de su política exterior pronostican que es casi imposible convalidar ese acuerdo comercial con Europa. Pero había una necesidad imperiosa de prometer a Lacalle algún movimiento a favor de la libertad de comercio: los chinos están tentando a Uruguay para que firme un acuerdo con independencia de Brasil, la Argentina y Paraguay, los demás integrantes del Mercosur. Para el gobierno de Xi Jinping atar un nudo con Uruguay es la manera más sencilla de poner un pie en el Cono Sur. Un diplomático brasileño propuso esta sagaz analogía: “No es la primera vez que una potencia internacional utiliza a Uruguay para condicionar el juego de Brasil y la Argentina”. Se refería a Inglaterra, durante las primeras décadas del siglo XIX.

La arquitectura internacional que se pretende reconstruir desde Brasilia está desafiada por las grandes alteraciones que produjo el paso del tiempo. Latinoamérica ya no es esa región expansiva en la que operaba el primer Lula. La pasable armonía ideológica de la primera década del siglo también se quebró. Sobre todo en el seno de cada país, como lo demuestra el fracturado panorama brasileño.

Signo lamentable de esos cambios ha sido la metamorfosis autocrática de algunos regímenes populistas. El de Venezuela es el caso más notorio. Nicolás Maduro no pudo viajar a Buenos Aires, atemorizado ante la posibilidad de que algún juez lo detenga, en nombre de la jurisdicción universal, por las denuncias de violaciones a los derechos humanos que pesan sobre él. No era una prevención mal orientada. Un fiscal argentino, Gerardo Pollicita, solicitó informes sobre esas acusaciones mientras estaba sesionando la Celac. Recuerdos de Augusto Pinochet, que en 1998 fue arrestado en Londres.

Las presunciones del dictador venezolano se alimentaban en más antecedentes. En junio del año pasado, un avión venezolano fue detenido en el aeropuerto argentino de Ezeiza con toda su tripulación, integrada también por iraníes, por la presunción de que pudieran estar involucrados en alguna trama terrorista. La investigación tuvo una derivación inesperada. Esa misma aeronave había sido utilizada por el poderoso expresidente paraguayo Horacio Cartés para operaciones sospechosas de contrabando. Cartés es el zar de la frontera paraguaya. A través de ese hilo se formularon otras imputaciones, entre ellos, la vinculación con organizaciones penalizadas por los Estados Unidos, como Hezbollah. A Cartés le suspendieron la visa norteamericana. Y el jueves pasado le intervinieron sus cuentas en Estados Unidos. El vicepresidente actual de Paraguay, Hugo Velázquez, lo alcanzaron también esas sanciones. El año pasado, cuando también le revocaron la visa, renunció al cargo. Después se arrepintió.

En Argentina el caso de Cartés siempre tiene una derivación doméstica. El oficialismo argentino lo utiliza en su acérrima confrontación con el expresidente Mauricio Macri. Sobre todo por un enigmático viaje que Macri realizó a Asunción del Paraguay, en julio 2020, durante la cuarentena impuesta por la pandemia, en el avión particular de Cartés. El argentino y el paraguayo están relacionados por sus actividades como dirigentes de fútbol. El kirchnerismo suele ser muy adverso a los Estados Unidos. Pero, “con esa lógica peculiar que da el odio”, como decía Borges, en el caso de Cartés, y de Macri, lo que pueda decir ese país es palabra santa.

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