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Columna
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Terrorismo machista

Si los hombres fuésemos las víctimas, habríamos lanzado ya un Plan de Acción Integral que afrontase todos los factores donde se alojan los núcleos originarios de la no-solución

Un hombre muestra un cartel durante una concentración a las puertas del Ayuntamiento de El Puerto de Santa María (Cádiz) en repulsa por el asesinato de una mujer de 46 años a manos de su pareja, el 9 de enero.
Un hombre muestra un cartel durante una concentración a las puertas del Ayuntamiento de El Puerto de Santa María (Cádiz) en repulsa por el asesinato de una mujer de 46 años a manos de su pareja, el 9 de enero.Román Ríos (EFE)
Xavier Vidal-Folch

A un asesinato de mujer por semana, y 1.185 registrados desde 2003, nadie puede sostener que la violencia machista sea un hecho excepcional, un asunto individual o un fenómeno que afecte solamente a ¡la mitad! de la sociedad. El asesinato de mujeres, habitualmente a manos de sus parejas o exparejas, constituye una tragedia parangonable en algunos de sus efectos al terrorismo etarra.

Con la diferencia, en contra, de que al no ser organizado, sino espontáneo, concita una menor alerta pública, se somete a sanciones más livianas y despreocupa a la mitad de la población. Solo se movilizan, y más bien reactivamente, las congéneres de las víctimas. Mientras nosotros, los congéneres de los delincuentes, simplemente pasábamos por ahí.

“Está claro que las mujeres padecen la violencia y que los hombres la practican”, ha escrito Soledad Gallego-Díaz en un artículo prístino: es pura verdad estadística. Y el problema no se resolverá hasta que se movilice la sociedad entera. El absentismo de su mitad masculina es determinante. Es la principal explicación del fracaso multisistémico en esta lucha. No solo porque reduce el número potencial de militantes contra el mal, sino porque la mitad ausente la constituimos quienes ostentamos más palancas de poder e influencia.

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Si los hombres fuésemos las víctimas, no solo habría una sensibilización mediática (todavía superficial), una legislación punitiva (muy mejorable) y una institucionalización (limitada casi estrictamente a la Fiscalía contra la violencia de género y al Observatorio del asmático Poder Judicial).

Habríamos lanzado ya un Plan de Acción Integral que afrontase todos los factores —estériles, ignorantes o complacientes— donde se alojan los núcleos originarios de la no-solución: las familias, la escuela, las redes sociales, las iglesias, la judicatura, la política negacionista de la violencia de género.

Es lo que podría y debería hacerse, al máximo nivel parlamentario. Es verdad que hay ya estrategias beneméritas de prevención, como los recientes planes del Ministerio del Interior y de la Fiscalía específica para incrementar la vigilancia, pues ninguna de las asesinadas en 2022 estaba protegida por la pulsera de control telemático del probable agresor.

Hay que alentar esas actuaciones. Pero seguro que no bastan. Porque este asunto no compete solo a las autoridades. Hasta que también los varones y el conjunto de la política, de las instituciones y de la sociedad civil organizada den un paso comprometido y coordinado, el terrorismo machista seguirá ganando la partida.

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