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El arte de comentar artículos de periódico

Probablemente las aportaciones de los lectores a las piezas publicadas en la edición digital no pueden adoptar un tono muy diferente del que domina en general en nuestra esfera pública. A veces, se da rienda suelta a los propios demonios. Así somos

Tribuna Sánchez Cuenca 27 diciembre
NICOLÁS AZNÁREZ

Aunque sigue todo muy revuelto, permítanme que, dadas las fechas en las que nos encontramos, me tome la licencia de escribir un artículo ligero y más personal de lo que suelo estilar. Habrá muchas ocasiones para seguir analizando la desabrida política española.

Me gustaría hablarles sobre la relación entre autores y lectores en la prensa. Como empiezo a tener una cierta experiencia en este asunto (mi primer artículo en este periódico se remonta a 1997), he podido experimentar en primera persona una transformación acelerada en dichas relaciones. Durante los años en que no había internet, el autor apenas recibía reacciones por sus tribunas. Excepcionalmente, alguna carta al director de protesta o de felicitación, así como los dardos envenados que podía mandar algún colega en forma de indirecta y que solo el interesado y algunos lectores morbosos captaban. En la familia y los amigos, por supuesto, todo eran parabienes (o, en el peor de los casos, silencios). Por correo postal sí llegaban algunas cosas, pero las más de las veces eran textos insultantes de poco provecho; también, incluso, amenazas, escritas en mayúsculas, como en las películas americanas de asesinos en serie, del estilo de “SOCIALISTA ASQUEROSO, VAMOS A ACABAR CON TODOS VOSOTROS, SOIS BASURA, VIVA ESPAÑA”. Ese tipo de declaraciones de amor fueron especialmente frecuentes durante los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero.

Con la digitalización todo ha cambiado, ahora los lectores tienen la oportunidad de comentar noticias y análisis en la web del periódico. Por tanto, el autor, si así lo desea, puede averiguar qué piensan de su pieza. Aunque sepamos que quienes comentan son un porcentaje minúsculo del número total de lectores y que no son una “muestra representativa”, es inevitable dejarse influir por sus opiniones. No estoy seguro de lo que hacen otros autores, pero en mi caso leo los comentarios a mis artículos. Quizá sea una muestra de vanidad, aunque lo que se suele descubrir no siempre resulte agradable. De hecho, entro con prevención, sabiendo que voy a leer cosas ofensivas, especialmente si ese día toca tema catalán (lo que no es tan infrecuente). También hay, por descontado, comentarios elogiosos, que se agradecen (quien lo niegue es un hipócrita), pero creo que acaban pesando menos que los negativos, sobre todo si estos últimos transmiten un odio que a veces hasta asusta.

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Algunos reproches son recurrentes, lo que puede ser reflejo de la perseverancia, de una imaginación limitada o de ambas cosas. “Qué vergüenza que EL PAÍS se atreva a publicar algo así”, “la Universidad española no tiene remedio si este tipo ha llegado a profesor”, “análisis simplista e incompleto”, “un nuevo intento de blanquear el golpismo de los independentistas, qué desvergüenza”, etcétera. Hay mucha descalificación ideológica. Algunos días soy intelectual orgánico del PSOE, otros un podemita irredento al que se le ve el plumero y, siempre, el amigo de los independentistas. Qué cruz. Hasta mi hija me pregunta que qué me han dado los catalanes. Hoy, con este artículo tan raro que me ha salido, los comentarios serán distintos, me parece inevitable que alguien escriba: “Vaya pérdida de tiempo, cómo pueden pagar a este señor por escribir estas necedades, a quién le importa lo que digan sus lectores, EL PAÍS, como el Gobierno, siempre dando cancha a los progres…”.

Los primeros cincuenta comentarios o así suelen guardar alguna relación con el artículo y con su autor, pero luego la cosa va degenerando y se reduce a un fuego cruzado entre los lectores, que se ridiculizan unos a otros y se lanzan duros reproches (“zascas”). El autor queda como convidado de piedra, es como si hubiera organizado una fiesta en su casa y los invitados no le hicieran caso y se divirtieran entre ellos. Se trata de un fenómeno desconcertante y no estoy seguro de qué resulta más doloroso, si perder protagonismo o seguir recibiendo estopa.

Debo confesar que lo que peor llevo no son los insultos ni las descalificaciones, sino los “listillos”, esos lectores que te toman por idiota y que con un argumento de dos líneas creen que te han desmontado la tesis del artículo. Suponen que el autor (o por lo menos este autor) no ha pensado apenas en el asunto sobre el que escribe, que no es consciente de las objeciones que puede provocar. Van tan sobrados destrozando el artículo como cuando comentan el último partido de la selección nacional.

Entre medias de todo este alboroto digital, aparecen comentarios no solo respetuosos, sino también acertados en sus críticas. Son comentarios agudos que muestran defectos en el artículo: razonamientos mal elaborados, omisiones imperdonables o un uso selectivo de los hechos que se examinan. Todas estas críticas son de gran ayuda en la difícil tarea de autodisciplinarse y mejorar.

Los comentarios en las webs de los medios son, en el fondo, una buena radiografía de nuestra cultura democrática. Un poco como las juntas de vecinos. Siempre recuerdo a aquel señor mayor que, tras el preceptivo informe del presidente sobre el estado de la finca, tomaba la palabra a gritos y con puñetazos en la mesa amenazaba iracundo con denunciar a todos los vecinos, a cada uno por un motivo distinto. Cualquier foro, ya sea una junta vecinal o una web de un periódico, debería funcionar como una escuela de democracia, aunque a veces recuerdan más a centros de terapia ocupacional.

Sería fascinante que alguien hiciera una comparación sistemática sobre los comentarios digitales en distintos países. Mientras ese estudio llega, me referiré a la prensa en inglés, que es la única que conozco un poco aparte de la española. Hay también mucha acritud, mucho sectarismo. Con todo, se detectan algunas diferencias interesantes. Diría, de forma telegráfica, que se recurre menos a fórmulas hechas, que las críticas van un poco más al grano, que hay menos críticas ad hominem y que las descalificaciones ideológicas se reservan para el final, no están ahí desde la primera intervención. Será que unos cuantos siglos de democracia ayudan.

Supongo que los comentarios digitales no pueden adoptar un tono muy diferente del que domina en general en nuestra esfera pública. En ocasiones parece que algunos lectores que escriben comentarios, sobre todo los reincidentes, que los hay, quieren reproducir los peores vicios del columnismo patrio, en el sentido de que intentan forjar un estilo propio, ser ingeniosos, tener la lengua muy afiliada y dar rienda suelta a sus demonios. Así somos.

Acabo con una anécdota. De todos los comentarios que he recibido, quizá el más divertido para mí es uno que leí a propósito de un artículo en el que hablaba de lo que significaba que el supuesto “piloto del cambio” durante la Transición, Juan Carlos I, hubiera abusado de la impunidad que le garantizaba el sistema para sus negocios y aventuras personales. El lector se expresaba así: “Madre mía, el día que oficialicé mi retirada del periódico aparece esta opinión, bien escondida pero aparece, y no entiendo cómo es posible. La línea editorial de este periódico me está volviendo loco”. Espero que el lector haya recuperado la cordura, vuelva a estas páginas y celebre la diversidad de opiniones. Que 2023 sea mejor que 2022 y que los comentarios, por muy negativos que sean, no rezumen odio.

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