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tribuna
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Vivir de alquiler en España: desquiciados por un techo

La crisis del alquiler deja tras de sí un reguero de vidas en ‘stand by’, pero ciertos políticos siguen empeñados en no hacer nada y llenar nuestros barrios de viviendas vacacionales

Vivienda pública de alquiler en Barcelona.
Vivienda pública de alquiler en Barcelona.Albert Garcia

Durante meses, la cordura de Arnau pendió de un hilo. Día tras día debía compartir sábanas con el ex que le maltrataba. Mucho después de su ruptura, todavía no había encontrado a nadie dispuesto a alquilarle un piso en Barcelona. En las webs de búsqueda apenas hay migajas. Aun así, vuelan.

En la misma ciudad, Luciana paga unos demenciales 600 euros por una habitación en un piso interior. Hacinada con otras ocho personas, vive sin contrato a merced de una casera déspota que echa a quien osa rechistar. Unas calles más allá, Alvie y su madre debaten un tema poco habitual: cómo afrontar tu propio desahucio, en su caso previsto para el próximo lunes.

A cientos de kilómetros, Olaya pasa 30 horas semanales en buses y vagones de metro y tren. Esta asturiana, que cursa un máster en Madrid, aún no ha conseguido habitación en la capital tras casi dos meses. Reparte sus noches entre sofás de amigos, buses nocturnos y el hogar familiar, a más de 400 kilómetros de su facultad. Visto lo visto, se diría que los expulsados por la emergencia habitacional llegan casi a las costas cantábricas.

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El pasado 10 de octubre, se celebró el Día Mundial de la Salud Mental. Cabe preguntarse si entonces alguien más allá del movimiento por la vivienda digna estaría pensando en los desquiciados Arnau, Luciana, Alvie y Olaya; todos ellos personas del entorno de este periodista —cuya salud mental también ha quedado maltrecha tras la montaña rusa de compartir techo con 29 personas y tres gatos en los últimos nueve años—.

Ciertamente, el bienestar psíquico de los inquilinos no era la prioridad de los diputados del PP que, allá por 2020, llevaron al Tribunal Constitucional la ley catalana que ponía tope a los precios de los alquileres (y que consiguió bajar su precio durante sus 18 meses de vigencia). Tampoco ayuda que, la semana pasada, el PSOE se aliara con el PP y rechazara siquiera debatir el paquete de enmiendas a los Presupuestos encaminado a limitar el precio de los alquileres en determinados casos.

Menos conocida —aunque no menos susceptible de empeorar la salud mental de los inquilinos— es la nueva ley de start-ups, que previsiblemente entrará en vigor el 1 de enero de 2023. Entre otras medidas, este texto prevé la creación de un visado especial para atraer a los llamados nómadas digitales, semejante al recientemente aprobado en Portugal. Pero, qué importa que la experiencia de nuestro compañero de península esté vaciando Lisboa de lisboetas.

A diferencia de Olaya —la estudiante asturiana nomadizada contra su voluntad—, estos profesionales itinerantes no sudan tinta para encontrar un coqueto estudio en el que recalar con sus totebags llenas de sueños e ilusiones: algunos pagan hasta seis mensualidades (a tocateja y por adelantado) en barrios como el Poblenou barcelonés. En comparación con Nueva York o Londres, Barcelona les parece colorida, soleada y… barata. Como en época de Manuel Fraga.

No digamos ya Canarias, avanzadilla del nomadismo digital y —no por casualidad— de la pobreza en nuestro país. En un reciente spot, la consejera de Turismo, Yaiza Castilla, presentaba el archipiélago como una pintoresca tierra resuelta a mejorar la salud mental de teutones y anglosajones sacándolos de sus deprimentes rutinas. Mientras tanto, los canarios viven una distopía de alquileres prohibitivos cuyo origen, digámoslo, es político.

La pregunta es: ¿hay alguien dispuesto a preocuparse por la salud mental de los españoles no propietarios que sufrimos la creciente presión de los alquileres en las costas, islas y capitales de este país? La cuenta atrás para el pistoletazo electoral ha empezado, y los inquilinos se cuentan por millones. Yo no me olvidaré de Arnau, Luciana, Alvie y Olaya cuando rellene mi papeleta.

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