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Columna
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El colegio empieza tras el colegio

La educación escolar segregada por sexos provoca que los chicos crezcan sin otra apreciación de la mujer que como un extraño objeto de deseo o de idolatría

Fachada del Colegio Mayor Elías Ahuja de Madrid, este viernes. Foto: RODRIGO JIMÉNEZ (EFE) | Vídeo: EPV
David Trueba

Los vídeos de la coreografía de persianas y cánticos machistas del colegio mayor Elías Ahuja han cobrado notoriedad gracias a que vivimos en una época en que solo existe lo que tiene retransmisión. Por eso hasta los asesinos más perspicaces, si pueden, cometen el crimen con el móvil enlazado a Facebook Live. Lo que nos debe preocupar es aquello que sucede en la oscuridad. Ahí es donde, más allá del interés de la fiscalía por comprobar si existió delito de odio en esos cánticos, debe dirigirse nuestro interés por este caso. Los saludos nazis, la verborrea machista, la corbata en la frente son una actuación de cheerleader gorilón que copia los rituales de los internados represores de la imaginería anglosajona. Pero por debajo transita algo que conocemos bien los que fuimos tarados en la educación escolar segregada por sexos. Esa división provoca que los chicos crezcan sin otra apreciación de la mujer que como un extraño objeto de deseo o de idolatría. Provoca además la homofobia interna, pues persigue todo lo que escapa al gregarismo zopenco. Fabrica adultos que se aterran ante la menstruación, degradan el sexo a muescas de humillación ajena, escriben clítoris con equis y les resulta tan incomprensible el mecanismo de una mujer que su única misión en la vida es someterlo a su mando.

Nos transformaban en cafres, mientras a ellas, igualmente apartadas, las educaban en la sumisión, la cosmética de la pieza para ser conquistada y esa terrible tentación de exculpar siempre al novio y al hermano ya sea violador, neonazi o sencillamente un carca. Es curioso que los movimientos reivindicativos de la mujer estén siempre escoltados por una sobreatención a sus excesos. Como si, una vez más, los pecados de la mujer fueran mucho más graves que los cometidos por varones, como viene escrito desde siempre en todas las historias sagradas. Por eso hay una tremenda legión de articulistas seriamente concernidos por denunciar lo que han dado en llamar feminazis, pero que son piadosamente condescendientes con los machos nazis, pues están convencidos de que con el tiempo devendrán en liberales cabales. El ser humano, cuando se organiza en manadas, recupera el instinto animal y eso facilita alistarlo en la horda, en la turba, en la grada ultra. Basta con arracimarlos para que distingan bien clarito los suyos de los otros.

Por eso es tan importante la convivencia, la mezcla, la interacción, acabar con estas segregaciones que aún se defienden por turbias visiones del género y la cualidad educativa. Sin olvidar, por supuesto, la segregación más determinante junto a la sexual, que es la que tiene que ver con el poder adquisitivo de los papás. Ahí se abre otro frente de clasismo, xenofobia y carcundia que persiste generación tras generación. No sobreactuemos frente al vídeo, no corramos a pedir expulsiones de la universidad para quienes lo que necesitan es universidad, muchísima universidad, pero pública e inclusiva. La raíz profunda de este espanto está en la cabeza de organizaciones y mentalidades de adultos que guían a sus vástagos a una vida de exhibición pública de virtudes y ejemplaridad, mientras por debajo late el rencor, la agresividad y un enfermizo afán de acoso y humillación. Tenemos por delante la misma tarea colectiva que tantos chicos acometieron íntimamente para sacarse de dentro las taras de una mala educación.

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