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Columna
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Dime que me quieres

La extensión de las campañas ha crecido como un magma, por lo que incluso en septiembre tenemos que sufrir la competición particular de cada autonomía, aunque los votantes no vayan a ser convocados hasta mayo

Maria Jesus Montero
La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, durante una rueda de prensa.ANDREA COMAS
David Trueba

Con los impuestos pasa lo mismo que con los derechos sociales pero a la inversa. Resuenan en el debate político como ofertas en el zoco de las promesas electorales. Así, bajar los impuestos es una exigencia de los votantes similar a la del amante que quiere escuchar a su pareja decirle que lo quiere. Es una pócima tan seductora para los queridos niños que, finalmente, acosada por el descenso de expectativas en las encuestas, la izquierda está obligada a asumirlo. Y promete bajar los impuestos, a su vez, aunque limitando un poquito los techos de renta, no vaya a ser que acabe por ser progresista becar a los alumnos ricos en colegios exclusivos. Una vez llegados al poder, tanto la izquierda como la derecha suben los impuestos. Ha sucedido irremediablemente y en algunos casos en flagrante contradicción con las promesas. Si la mentira es de calibre insoportable, basta tan solo justificar el cambio de rumbo por la situación económica internacional.

Con los derechos sociales sucede lo mismo pero a la inversa. Tanto el matrimonio gay como la admisión de los transexuales en la normalidad, a la derecha le resultan intolerables y los convierte en una afrenta contra la idea de familia tradicional. Y que cada cual imagine lo que significa la familia tradicional. Si la izquierda consigue aprobar esos avances es con el coste evidente de representarse como una especie invasora de las intimidades y cargando con el estigma de estar más preocupada por regir en las costumbres sociales que en la verdadera gestión política. Se les caracteriza con facilidad como encarnación de una nueva mojigatería buenista. Todo lo que quieran, pero cuando la derecha llega al poder, pese a sus promesas de arremeter contra todo lo logrado, casi nunca se atreve a tocar una coma de esas leyes que impugnó en el Constitucional. Y el mundo sigue su rumbo, pues ya nos hemos acostumbrado de manera natural a entender que lo que si grita en la campaña electoral se queda en la campaña electoral.

Esta dinámica ha ensanchado los márgenes del discurso mitinero hasta donde nos encontramos ahora mismo. Se puede decir lo que se quiera, que a la gente no le da miedo nada. El juguete democrático se puede romper tantas veces como venga en gana, que se repara y volvemos a la normalidad. O al menos es lo que muchos creen sin apreciar el nivel de confrontación en cada país y el intenso acoso a las democracias. Puestos a decir lo que la gente quiere oír, ganará siempre el más atrevido y aventurado. Casi nunca el más honesto. La extensión misma de las campañas electorales ha crecido como un magma, por lo que incluso en el mes de septiembre tenemos que sufrir las ofertas de cada autonomía en su competición particular, aunque los votantes no vayan a ser convocados hasta mayo próximo para sus elecciones locales. Ahí es nada. Bajar impuestos es una promesa fabulosa, sobre todo si mientras tanto pagas cada vez más tasas urbanas, impuestos locales y cargas indirectas. Incluso al contratar el seguro privado para lograr que un médico te reciba antes de pasar cuatro meses en lista de espera, nadie repara en que si tu servicio público de salud te empuja a buscar el amparo fuera para protegerte a ti y a los tuyos, te está forzando a un sobrecoste mucho mayor que la reducción prometida vía impuestos. Donde uno menos lo espera, en cada desembolso, ahí están agazapados los verdaderos impuestos.

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