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tribuna
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La izquierda frente a la globalización

Ni el nacionalismo tramposo del Brexit ni el proteccionismo trumpista han sabido plantear una alternativa que preserve la capacidad de los Estados nacionales para regular su economía

Globalización
Empleados de una fábrica de baterías de litio en Yichang, en China en 2019.CHINA STRINGER NETWORK (Reuters)

El modelo actual de globalización, escasamente regulado y basado en la libre circulación de mercancías y capitales, ha impulsado el crecimiento económico y ha permitido que millones de trabajadores de países en vías de desarrollo saliesen de la pobreza. Sin embargo, no todo son ventajas: la globalización ha generado también una fuerte rivalidad entre países por atraer y conservar inversiones, trasladando la competencia del ámbito empresarial al de los propios sistemas fiscales y de protección social, y condicionando la capacidad de los Estados nacionales para recaudar impuestos, regular las relaciones laborales o proteger el medio ambiente.

En definitiva, la globalización ha mermado la capacidad de las democracias europeas para financiar el Estado del bienestar y amparar a los más desfavorecidos, al tiempo que ha incrementado la presión sobre sus trabajadores, especialmente sobre los menos cualificados, al obligarlos a competir con los de países con salarios y sistemas de protección muy inferiores.

Lamentablemente, las respuestas políticas a este problema planteadas hasta el momento distan mucho de poder considerarse satisfactorias, y obedecen más a planteamientos populistas, encaminados a rentabilizar políticamente el descontento de los llamados “perdedores de la globalización”, que a una reflexión sería sobre los desafíos a los que nos enfrentamos. Ni el nacionalismo tramposo del Brexit ni el proteccionismo trumpista han sabido plantear una alternativa que preserve la capacidad de los Estados nacionales para regular su economía y proteger a sus ciudadanos sin sacrificar el multilateralismo, la apertura y la eficiencia económica global.

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Sin embargo, en los últimos tiempos ha ido cobrando fuerza una idea capaz de combinar ambos objetivos de manera equilibrada. Tras las debilidades económicas y geopolíticas evidenciadas por la pandemia de la covid-19, las disrupciones en la cadena global de suministro y la guerra en Ucrania, el concepto de autonomía estratégica, ligado inicialmente a la defensa europea, ha ido ampliando su significado y conquistando nuevos espacios hasta constituir en la actualidad una alternativa sobre la que fundamentar una nueva política económica e industrial para la Unión Europea y para España.

La escasez inicial de determinados productos sanitarios, a los que pronto se añadirían otros componentes imprescindibles para nuestra industria, como los semiconductores, puso de manifiesto los riesgos de la deslocalización y la necesidad de incrementar nuestra autonomía industrial y tecnológica. Mientras que la guerra en Ucrania ha evidenciado la necesidad de garantizar la autonomía europea también en el ámbito de la energía y la alimentación. Por otra parte, no podemos ignorar que la transición ecológica y digital supondrá un aumento sin precedentes de la demanda de algunos minerales, como el litio y el cobalto, en los que Europa es claramente deficitaria.

En consecuencia, se ha hecho evidente la necesidad de garantizar una autonomía estratégica no solo en el plano militar, sino también en el tecnológico y el económico, como única forma de que los europeos podamos vivir conforme a nuestras leyes y nuestros principios sin que estos se vean compelidos por ninguna potencia exterior.

El concepto de autonomía estratégica no implica, por tanto, una vuelta al proteccionismo o la autarquía. La cooperación con otros países, la apertura comercial y el multilateralismo son valores perfectamente compatibles con el principio de autonomía estratégica; ya que esta simplemente busca garantizar que mantendremos nuestra capacidad de elegir cómo queremos gobernarnos frente a posibles presiones exteriores, y que cooperaremos siempre y cuando esa libertad no se vea coartada, como socios e iguales, desde nuestra propia visión y posición.

Los Fondos Next Generation de la Unión Europea están claramente diseñados para impulsar la autonomía estratégica de Europa, precisamente en ámbitos tan vitales como las energías renovables, la industria y la tecnología. La Ley Europea del Chip, el Plan de Acción en Materias Primas Críticas o los PERTE aprobados por el Gobierno en el marco del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia responden igualmente a este propósito.

Pero como socialdemócrata no puedo ignorar que, desde un punto de vista político, la autonomía estratégica significa algo más. Significa, en primer lugar, el reconocimiento de que una globalización sin reglas, fundamentada exclusivamente en los principios liberales, no solamente es perjudicial para determinadas clases sociales, sino que condiciona incluso nuestra soberanía y nuestra libertad. Significa también que el Estado tiene un papel fundamental en la economía, impulsando y protegiendo determinados sectores estratégicos, y en la educación y la investigación, para garantizar nuestra independencia tecnológica. Y significa que es posible esbozar un proyecto de país, enmarcado en Europa, que preserve nuestra soberanía y nuestra capacidad de ofrecer soluciones a los más desfavorecidos, sin necesidad de caer ni en los viejos nacionalismos centrípetos ni en los nuevos populismos oportunistas.

Significa, en definitiva, que, a falta de nuevas reglas e instituciones capaces de gobernar la globalización, la izquierda ha encontrado por fin, y dentro de la tradición europea de una economía abierta, argumentos difícilmente discutibles con los que empoderar nuevamente a los Estados nacionales, y a la propia UE, en beneficio de sus ciudadanos.

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