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Tribuna
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La gran resignación

Mientras no consigamos reconstruir nuestra vida pública con unos niveles de exigencia más elevados, la capacidad, como país, para resolver los asuntos socioeconómicos y ecológicos que nos angustian en el presente será limitada

Sanchez Cuenca 6 septiembre
Nicolás Aznárez

España ha vivido una crisis política profunda que, en mi opinión, se ha cerrado en falso. Entre los años 2010 y 2018 asistimos a una especie de tormenta perfecta en la que confluyeron unos resultados económicos pésimos, unas políticas durísimas de recortes sociales y devaluación salarial, así como un reguero de escándalos de corrupción. A todo ello se sumó la crisis catalana de 2017, que puso el país al límite.

Las consecuencias se han dejado sentir en el sistema político de diversas maneras: (I) fuerte erosión del bipartidismo, (II) surgimiento de nuevos partidos, (III) repetición de elecciones ante la imposibilidad de investir al presidente del Gobierno (en 2016 y 2019), (IV) abdicación del Rey en 2014, (V) suspensión del debate del Estado de la nación entre 2016 y 2021, (VI) prórroga de los Presupuestos Generales del Estado entre 2018 y 2020 y (VII) bloqueo en la renovación de los órganos constitucionales. Algunos de estos problemas se han ido resolviendo, otros están todavía pendientes.

Por su parte, el ánimo de la sociedad española cambió drásticamente. Antes de la crisis, los españoles estaban entre los ciudadanos europeos más satisfechos con la democracia: en el año 2007, durante el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, la media española de satisfacción con la democracia era igual a la de Suecia, Holanda y Finlandia y superior a la de Alemania, Bélgica, Francia, Grecia, Italia, Portugal y el Reino Unido (datos de Eurobarómetro). Solo nos superaban Austria y Dinamarca. Menos de una década después, en 2015, España era el país con la media más baja de Europa occidental, igualado con Grecia. Desde entonces, las cosas han mejorado, pero estamos lejos de recuperar los niveles de satisfacción democrática anteriores a la crisis.

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Asimismo, descendió enormemente la confianza en las instituciones, un indicador de la legitimidad del sistema político. Uno de los problemas más graves se detecta en la justicia. La sociedad española no cree en la independencia de los jueces (tenemos el peor indicador de Europa occidental).

Yendo más allá de los datos de opinión pública, conviene recordar que en los años de la crisis se puso en cuestión el principal elemento legitimador de nuestro sistema democrático, la Transición, y se instaló un discurso muy crítico con el funcionamiento de la política española, y especialmente con el de los partidos políticos. Florecieron propuestas reformistas o rupturistas, tanto por la nueva izquierda como por la nueva derecha. En las páginas de los diarios y en las estanterías de novedades editoriales abundaban propuestas de todo tipo para salir del agujero en el que nos encontrábamos: según unos, la prioridad era cambiar el sistema educativo y el mercado de trabajo; según otros, modificar la ley electoral y la regulación de los partidos políticos; sin olvidar a quienes pensaban que el problema de fondo estribaba en la Constitución de 1978 y los vicios que arrastraba la clase política.

Aunque la moción de censura de 2018 supuso un importante soplo de aire fresco frente a la etapa de Mariano Rajoy, los problemas de fondo siguen sin afrontarse. Durante los últimos 15 años, a pesar de la acumulación de problemas, no solo no ha habido una sola reforma institucional ambiciosa, sino que hemos ido aprendiendo a base de escándalos que el sistema político estaba más descompuesto de lo que podíamos imaginar. Mencionaré dos elementos relativamente nuevos que proyectan una sombra siniestra sobre nuestra vida pública.

Por un lado, sabemos ahora, con bastante lujo de detalles, que Juan Carlos I tuvo un comportamiento personal más propio de una satrapía que de una monarquía parlamentaria europea, y que ello fue posible por una mezcla de colusión y autocensura entre políticos, periodistas y altos funcionarios. Aun reconociendo el papel de Juan Carlos en la democratización del país y en la desactivación del golpe de 1981, las revelaciones sobre sus abusos de poder, que se remontan al inicio mismo de su reinado, resultan devastadoras para el relato sobre la construcción de nuestra democracia, sobre todo para la versión de dicho relato que exalta la figura del monarca como piloto del cambio.

Por otro lado, los audios del excomisario José Manuel Villarejo (algunos de los cuales afectan de lleno a la monarquía) reflejan unas prácticas que son impropias de una democracia avanzada y dejan en muy mal lugar a una parte importante de las élites políticas, económicas y periodísticas del país. Espionajes, operaciones de acoso y derribo contra rivales políticos y económicos, manipulación de los medios de comunicación, chantajes, tráfico de dosieres comprometedores, presiones sobre jueces, etc., han sido, por desgracia, cosa bastante frecuente. Aunque la política siempre esté por medio, estas prácticas no son extrañas a grandes empresas españolas y grandes medios de comunicación.

Da la impresión de que, como sociedad, nos hemos resignado a que nuestro país funcione de esta manera. No solo no hay un verdadero debate sobre la cuestión, sino que la acumulación de informaciones parece haber producido un cierto efecto de saturación. Es como si ya hubiésemos asumido que España es así.

No se trata de moralizar: hay una mezcla de razones que explican esta especie de anestesia política. En primer lugar, se han sucedido crisis sobrevenidas, primero la pandemia y luego la guerra en Ucrania, unido todo ello a un agravamiento de los problemas medioambientales: en consecuencia, la agenda política se ha alterado decisivamente. Es lógico, pues, que la atención se centre ahora en la cuestión socioeconómica, la inflación y la crisis energética. Este no es el momento más oportuno para plantearnos por qué el sistema político no ha sido capaz de evitar o rectificar esa podredumbre que amenaza con anegarlo todo.

En segundo lugar, tras la crisis catalana, que supuso una especie de trauma nacional, ha resurgido un nacionalismo español autosatisfecho que niega de raíz que España tenga problemas políticos estructurales. Ya se sabe, somos una democracia intachable, estamos entre las mejores del mundo. El pesimismo y la mirada sombría de la década pasada han sido reemplazados por un orgullo de país en el que no hay apenas hueco para una visión crítica de nuestro sistema democrático. La reacción social al escándalo del espionaje a los líderes independentistas catalanes, que se ha cerrado sin que tengamos aún una mínima explicación verosímil de lo sucedido, es una buena muestra de ello.

Ahora bien, aun teniendo todo esto en cuenta, aun sabiendo que el momento no es el más adecuado, no deberíamos engañarnos suponiendo que el paso del tiempo y la fugacidad de los asuntos públicos acabará con el problema de fondo al que vengo refiriéndome en este artículo. Es más, mientras no consigamos reconstruir nuestra vida pública con unos niveles de exigencia más elevados, la capacidad, como país, para resolver los asuntos socioeconómicos y ecológicos que nos angustian en el presente será limitada. Resulta muy complicado llevar a cabo políticas públicas ambiciosas y eficaces cuando la política aparece periódicamente como un ámbito dominado por los abusos de poder y el juego sucio y, en consecuencia, se instala en la sociedad la desconfianza y la sospecha de todo lo relativo a la vida pública. En cualquier caso, la peor actitud posible es la resignación. Pero resignados parecemos ante lo que seguimos aprendiendo de la política española.

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