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Columna
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‘Grease’ o la apoteosis ‘kitsch’

En su origen, la historia era una impugnación de la moral estereotipada de los cincuenta que en la pantalla derivó en pop azucarado

Olivia Newton-John
Olivia Newton-John, como Sandy en `Grease'.
Jordi Amat

No parece muy plausible que Hermann Broch contemplase a Sandy Olsson girarse en la última escena de Grease cuando se despide de sus amigos del instituto desde el cielo virginal y con una sonrisa profidén. Era difícil que la viese porque, al estrenarse en 1978, hacía 27 años que Broch había muerto. Pero pocos meses antes de asaltar los cielos desde New Haven, el austriaco impartió una conferencia donde estableció el mejor marco de interpretación del filme: “El kitsch, es decir, el miedo a la muerte, es reaccionario, ya que es un sistema de imitación”. Cuando el martes la volvimos a ver, como un homenaje a la malograda Olivia Newton-John, experimentamos de nuevo ese placer degradante e infantilizado que transmite la película al pulsar tantas teclas de la psicología de masas. Otra vez Broch: “Si el kitsch es un fraude, el reproche recae sobre la persona que necesita de semejante espejo para reconocerse a sí mismo en él y confesar sus mentiras con una fruición hasta cierto punto sincera”.

El delicioso fraude moral que es la película puede descubrirse siguiendo la evolución de sus diversas versiones, cada vez más puritanas. Es la evolución que va desde el estreno de la obra de Casey y Jacobs en un teatro off de Chicago hasta acabar metamorfoseada en un producto de Hollywood de la mano del productor y alfil de la cultura del espectáculo que era Allan Carr.

La historia original, compuesta en los primeros compases de la década de los setenta, se desarrollaba en el mismo momento que la película recrearía: en el curso 1958-59. En su origen era una obra hija de su tiempo: el de la impugnación de la moral estereotipada de los cincuenta, esencialmente al subrayar el principio del fin de la represión sexual a través del rock and roll y la camaradería juvenil, cuya jerga local y procaz podían reconocer al instante sus primeros espectadores. Pero, tras una primera temporada en Broadway, cuando en 1972 se grabó el primer disco con las canciones de la obra ya empezó la liposucción del lenguaje sucio. Al convertirse luego en un musical para la gran pantalla, el sentido quedó invertido al situar la historia de amor de Sandy y Danny en el corazón. Ahora ya es un romanticismo pop azucarado.

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La pulsión sexual originaria quedaba ridiculizada en la escena del autocine, cuando él intenta tocarle el pecho y ella reacciona con tanta mojigatería que solo puede resolverse de manera cómica. Pero lo más distorsionador era la incorporación de dos canciones que no estaban en el teatro y serían determinantes en el argumento de la película. Son dos baladas demoledoramente cursis: el Hopelessly Devoted to You que canta ella y compuso su autor country de cabecera y Sandy, que canta él y que sabotea todavía más el carácter de Zuko. No menos significativa era la desaparición de la penúltima All Choked Up. No podía estar, claro. Esa canción de letra enfermiza y tono asediante no podía encaminar a los protagonistas al cielo, que parece la antesala del altar, sino de vuelta al autocine con Sandy dispuesta a echar un buen polvo para que así se les pasase a los dos, por fin, el calentón.

Ese había sido el sentido de Grease, pero desapareció en el cine. Sandy no cambia, tranquilos, solo se disfraza. El mensaje sería opuesto al original: un espejo apaciguador de la conciencia de los babyboomers que ya eran o pronto serían papás. Esa operación exigía autoparodia a tutiplén y un tratamiento kitsch para que la fábula adolescente quedase transformada en un paliativo banal. Todo sería cliché. Todo reciclado. Desde los guiños a musicales clásicos o películas como Ben-Hur o Rebelde sin causa hasta el vaciamiento de lo conflictivo de las bandas o los problemas en los institutos. Ni tensiones raciales ni generacionales. Ni un negro. Ni una familia. La inquietud de la época debía quedar desviada al reconvertirse en experiencia nostálgica, que es un fraude, sí, pero delicioso, como el maldito y eterno hilo de caramelo.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Ejerce la crítica literaria en 'Babelia' y coordina 'Quadern', el suplemento cultural de la edición catalana de EL PAÍS.

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